La casa de las telarañas

La casa de las telarañas

Kayo

29/01/2025

La casa de las telarañas

Sobre el pantano de las cunetas, la niña incansable intentaba cazar una luciérnaga.

El insecto, hábil en su vuelo, esquivaba aquellos manotazos videntales hasta que, en cierto punto, no pudo hacerlo más y se vio preso en una jaula de dedos con olor a fango.

Intoxicado por el terror, alumbró su vientre, llenando de tonos verdes y amarillos las cicatrices naturales de la palma, de las cuales no podía despegarse, aunque aleteara a velocidades astrales.

Era como posarse sobre la miel.

Entre aquella desesperación, dirigió sus omatidios a los ojos de la sombra.
En una multiplicación de mil, contempló las cuencas caprichosas plagadas de misterio y de su miedo en ocho secciones. Algo más hubiera podido averiguar, pero la niña se lo llevó a la boca y lo engulló de un suspiro.

Se sintió caer en una negrura que poco a poco le fue oscureciendo la existencia.

En las parcelas octagonales se olía el raspante aroma del tabaco y de las sandalias de cuero achicharradas. No era el frio un impedimento para que las fuerzas humanas irrumpieran en las calles y en los trabajos, cargados de una alegría temporal que duraba hasta la hora del almuerzo. En ese lapso en una menor medida la felicidad se recargaba, rejuvenecían los rostros arrugados y las narices perdían el rojoviolacio. Se volvía a durar hasta el fin de la jornada y un poco más, lo suficiente para que los patrones se fueran despedidos con una mueca de oreja a oreja.

Entonces finalmente la gente traspasaba el umbral de sus casas, aunque solo por un rato, ya que tan prontamente como las primeras estrellas comenzaban a surcar el cielo acompañadas de la gorda de tatuajes cósmicos, volvían a dejarlas vacías. Se proseguía a una metamorfosis en ciudad, donde la negrura perdía batalla con las luces de las pulperías y de las cantinas, que pretendían como todas las noches, atragantarse del éxtasis y los impulsos acumulados de los mortales. Los líquidos embriagantes multicolores iban a parar desde las bocas impacientes hasta los cojines y colchones puestos en las veredas, donde generalmente al terminar la odisea la mayoría caía rendida a esperar que el ataque solar le secara los labios. Esas mismas pociones servían de transporte para las emociones alocadas y superpuestas tan indescifrables en la sobriedad. Todos esperaban agazapados su momento ideal de unirse al baile, al principio siguiendo con ánimo el ritmo de las maquinas musicales, pero gradualmente abandonando cualquier tono para zambullirse en danzas y movimientos abstractos olvidadores de los problemas y las preguntas.

Mas de uno sacaba a bailar a personas que nunca habían visto en la vida o que si habían visto pero que por alguna u otra razón habían olvidado, gente de paso y extranjeros que eran atraídos como las polillas. En esas invitaciones abundaba la inocencia, la esperanza de una aceptación bien pensada entre risas nerviosas y corazones acelerados.

Sin embargo, al final, todas esas ecuaciones eran prácticas crueles para poder hacer la verdadera propuesta a una misma mujer.

Enredada en brazos y piernas finísimas la figura de la muchacha era totalmente única. Tenía una gracia de porcelana muy poco común, tan cerca a romperse, pero a la misma distancia de la indestructibilidad. Los luceros se le maquillaban con unas pestañas tan extensas como las extremidades que apenas dejaban una porción del iris gris al descubierto. Situada siempre en el mismo lugar, en el centro de la pista donde los cuerpos se distorsionaban, no se podía decir que bailaba, de hecho, apenas si movía el cuello en algunas direcciones sin interés. Sin embargo, en el momento en que uno de sus brazos se balanceaba tan solo un poco era más que suficiente para provocar el suspiro de los jóvenes que atentamente seguían presencia. En contra parte las mujeres a su alrededor parecían marchitarse entre la envidia y el enojo, rabiaban cuando sus novios disimuladamente desviaban el cogote para darle una mirada de flechazo, ellas les tiraban las orejas y los pellizcaban antes de mostrarles un ceño fruncido.

Los que no compartían el tiempo con nadie, eran los que practicaban cruelmente con las demás muchachas las propuestas.

Para ellos la noche era solo un rompecabezas cuya parte faltante era aquella pieza de baile aparentemente inocue. Se acercaban entonces en turnos, esquivado los cuerpos danzantes que simultáneamente pispeaban el intento. Llegaban a la joven y con manos al igual que labios temblorosos expresaban la petición, la cual era rechazada con una frágil voz de picaflor. Los intentos volteaban el rostro a su grupo de amigos que les sonreían y los llamaban “Lo has intentado, es lo importante” les decían para consolarlos a la par que les ofrecían una abundante dosis de licor de cactus.

Aunque todas esas misiones parecían estar predestinadas al fracaso, que se llevara ese rito con tanta regularidad significaba que la barrera de lo imposible había sido atravesada en el pasado, y cierto era, aunque solo en dos oportunidades.

La primera de ellas había sido en manos de un prototipo tan común como extraordinario. Era un pirata que tenía casi la totalidad del cuerpo ennegrecido con tinta de calamar y que había atracado en temporada primaveral. Al nombre de Mantis no bebía otro líquido que no fuera alcohol de manzana y solo comía tripas de pescado que normalmente las destripadoras dejaban en los contenedores cerca del muelle. Era un extraño ser que a los dos días de su atraco se embarcó al igual que los demás en el mismo objetivo, que para el resaltaba como tesoro más valioso que los cargamentos Sureños. Un deseo que se reflejaba en sus tiras de baba.
Ninguna joven se había acercado a él, la cara poco agraciada y el cabello con trenzas de coral bastaban para que lo evitaran. Pero lo peor y lo que contaron las que por gafe del oficio no tuvieron otra que acompañarlo a la cama a cambio de monedas de oro, era que desprendía un olor inmundo y sofocante. Muchas de ellas le habían rogado que se bañase, pero este siempre respondía:

  • Este es el olor del mar y jamás se separará de mí.

Todas estas historias eran más que suficientes para que cuando lo vieran acercarse hacia la joven, con su andar chueco producto de la ebriedad de siempre, ignoraran su intento anticipando un obvio desenlace. Sin embargo, algo provoco entre otras cosas que la música se parase y que los que rodeaban la propuesta se quedaran atónitos, petrificados en la incertidumbre. La gran dispareja salía andando del salón.

Tomada del codo del pirata la sombra de porcelana se alejaba junto con los gritos de alegría del pícaro.

Lo que resto del baile y de la noche se llenó de preguntas y cuestiones.

¿Eran acaso los comportamientos incivilizados o la arrogancia demoniaca lo que la habían cautivado?

Nadie supo responder y nadie se animaba a preguntar a las demás muchachas, que con los chismes ya habían determinado que aquello no era para nada atractivo.

Se pensó a lo largo de esa velada y en las que siguieron que todo se había terminado, que se habían acabado las prácticas crueles y las ecuaciones, la reina había abandonado la colmena, dado que no se la volvió a ver ni a ella ni a su captor.

No fue hasta que una mañana en que lo vieron dejar la bahía con su barco polinesio que las cosas volvieron al principio. La espalda negra calamardada se alejaba de cara al sol sin dar explicación ni detalles de que había sucedido. El encargado de cuidar su barco (quien esparció el chismerío) ni se enteró en qué momento su cliente había desatado la proa. “Cosas de piratas, aunque encuentren el mayor tesoro siempre volverán al mar” pensó, mientras el aroma inmundo iba despareciendo de las playas.

El segundo evento prosiguió tiempo después cuando ya nadie tenía claras imágenes del pirata, como un consenso de que aquello nunca había ocurrido, quizás para inmolar nuevamente la imagen de la joven, que había vuelto a aparecer como antes y no inducir nada que provocara otra vez su abandono de las noches, las cuales habían demostrado ser tan miserables en su ausencia.

Si bien era de los más probable, si no hubiera sido por la forzada amnesia colectiva, todos hubiesen acordado que era un disparate. Timothi Chaplote era el total opuesto a las características de Mantis, alto, de espalda firme y rostro armonioso, con un tono tropical muy propio del linaje de su familia. La mismísima de la mano del difunto Sr. Chaplote había sido de las primeras en encontrar la riqueza en esas tierras negras tan productivas e inagotables que su fortuna alcanzo el mismo peso que las bolsas de trigo y cebada que vendían en la Cosmópolis.

El heredero de aquella fortuna no solo era agraciado en la belleza si no que contaba con una agilidad mental tan atenta que aprendía cualquier oficio con facilidad. Aquella inteligencia lo habían puesto en la cabeza familiar antes que sus hermanos mayores, que no contaban con tanta gracia. Muchos creían que era su destino el desposar a la muda, dado que al no recordar al pirata el sentido común los azotaba. Eran la pareja ideal.

Timothi no era ajeno a aquellas visiones que se tenía sobre él. Habría podido desposar a cualquier dama si su comportamiento hubiese sido más libertino y no tan tímido, puritano, concentrado en la belleza que le dictaba el corazón. Era en sí, un hombre enamorado. No veía a la joven como los demás podían hacerlo, admiraba su espíritu divagante y su comportamiento elevado, tan misterioso que le revolcaba en las entrañas del cerebro y del alma. Es por ello que no se apresuró a presentarse, no hasta que se considerase asimismo un hombre listo para recibir su mirada.
Era seguro como nadie, creía en sus cabellos flotados y en la bondad de sus latidos, por ello se dirigió a ella en la única noche que piso los azulejos borroneados, dado que veía al alcohol y a la danza como pérdidas de tiempo.

En secreto había ensayado e ideado múltiples formas de llamar su atención, alguna manera de demostrarle los rincones más profundos de su espíritu en un solo movimiento. Pensó en poemas, tarareos y palabras dispersadas en la tinta, pero al final desistió de ellas optando por lo que creía, era la única forma de expresar su ser.

Cuando estuvieron frente a frente e inevitablemente sus ojos se encontraron entre la barulla y el ritmo, tomo una de sus manos efímeras próximas a quebrantarse y las llevo hacia su pecho color de calabaza.

Quería que escuchara el latir de su corazón, que sintiera el ritmo musical de sus órganos que en cada bombeo le declaraban su amor.

No hubo palabras que escuchar, ni sonido en las dos entidades irrepetibles que ceremonialmente como un dúo de recién casados abandonaron el altar de la noche con la comparsa de aplausos y tambores de sus espectadores, entre ellos la misma familia Chaplote.

Se alejaron rítmicamente por una de las calles anaranjadas y aunque uno de sus hermanos trato de seguirlos al final de todo los perdió de vista.

Pasaron días y solo con uno más se hubiese completado una semana desde la consagración, si no fuese por la bicicleta del correo que trajo en una tarde la carta perfumada con almíbar donde residía el destino del joven Chaplote.
En realidad, la familia nunca dio a conocer el contenido de la carta. Fueron las mucamas y los peones que trabajaban en su finca los que poco a poco entre escuchas accidentales y afinaciones de oído descifraron el misterio.

Misterio que fue confirmando al cabo de un tiempo inútil por la boca de uno de los hermanos mayores, ya borracho como una cuba.

La carta estaba escrita a mano pelada del mismo Timothi, algo que era fácilmente reconocible por la delicadez en la caligrafía. Entre otras cosas el heredero explicaba que la joven lo había rechazado la misma noche en que los vieron abandonar el salón de baile, no explicaba la forma ni el por qué solo aclaraba que “No había sido suficiente”. Dado que sentía una vergüenza horrible por aquello no pudo permitirse regresar y había vagado durante esos días entre las tabernas y moteles de los pueblos próximos, hasta que una mañana desde su ventana vio un enorme navío que estaba a punto de zarpar con destino a la otra punta del continente. Al momento de escribir la carta, aclaro que ya estaba arriba de la embarcación, alegre y feliz de saber que viajaría por el mundo, pues en el fondo ese había sido siempre su mayor deseo. Los últimos párrafos se habían borroneado con el vaivén de la bicicleta y eran inelegibles, apenas si se podía entender que les deseaba una larga vida a todos.

Para casi todos en la familia esas palabras entintadas de rojo eran auténticas declaraciones y por ello no tardaron en asimilarlas y aceptarlas, después de todo no era nada raro que un joven se embarcase en busca del rumbo, aun cuando él nunca había mencionado tales aspiraciones. Incluso el mayor de los hermanos, a quien la lengua ebria lo había traicionado, confeso que estaba feliz por ello ya que por fin podía tomar la posición que siempre le había correspondido.

Por ende, las cosas continuaron con normalidad, hasta que más pronto que tarde la ausencia del joven se hizo notar.

Dado que el manejaba gran parte del negocio este empezó a perder ritmo y sus hermanos, con el mayor a la cabeza, no pudieron tomar las riendas adecuadamente algo que, sumado a una mala administración de las ganancias, que normalmente gastaban en las noches entre banquetes y ponches de maíz, provoco que tanto la riqueza acumulada y el negocio se fueran por los desagües verdes llenos de hollín.

Se mantuvieron discretamente entre préstamos y despidos de sus empleados, hasta que cada uno de los hermanos tomo una parte de los ahorros que quedaban y se fueron en direcciones distintas solo avistados por el canto de las ranas.

La madre, la única que no había creído en su totalidad el testamento de la carta permaneció aun en las ruinas, viendo como poco a poco las ganancias y los tesoros que su esposo había conseguido se iban desvaneciendo en la laguna negra del olvido y el saqueo. Tuvo que vender la casa donde los rincones dorados siempre estaban llenos de perfume y bocadillos de mantequilla, quedándose solo con un reloj que pertenecía a su abuelo.
Aprendió la labor de la pobreza empleándose en las destripadoras del muelle, esquivando e ignorando los comentarios burlones y crueles de los que antes solo veía desde la ventana dorada de la finca. Durante largos meses todo lo que olio y comió tuvo la esencia de las tripas de pescado, que heladas y húmedas le arrugaban las manos. Aun así, no perdía los hábitos que siempre había tenido y se arreglaba el cabello cada vez más corroído por la sal del mar y se maquillaba el rostro endurecido con grasa de bacalao. Se veía en el espejo de la habitación como un vestigio de su juventud, cuando era la muchacha más codiciada del pueblo y quizás del país. Había tenido una buena vida y solo se arrepentía de haber sido tan dura con sus hijos.

La última vez que el pueblo supo de ella fue en la noche en que apareció con el olor de las tripas de pescado aun petrificadas en las uñas sobre la pista de baile donde su hijo había declarado su amor. La grasa de bacalao se le derretía por las mejillas cuando se acercó a la figura intermitente por las lámparas de colores. La joven que había rechazado a su hijo tenía una expresión aburrida e indiferente. La viuda belleza tenía un vestido rojo y el reloj de su abuelo colgado en el cuello y no hizo nada mas que mirarla fijamente.

Fue una mirada de segundos eternos, que culmino sin exactitud cuando ya la madre de Timothi se subía a un carruaje y le pedía al cochero que la llevara a la otra punta del continente para buscar a su hijo.

Cuando en el antiguo terreno de los Chaplote las orquídeas y los cardos estaban ya a la altura de la frente de los clérigos de la iglesia, había pasado un año. Los cuis recorrían laberitos interminables siendo los únicos testigos de las piezas de oro y mármol que el tiempo y la barulla había esparcido y ocultado dentro de la tierra. Ni si quiera los antiguos criados se habían topado con ellos, cuando saltaban la cerca y usaban las palas para llevarse algo de abono negro. Nuevamente en la memoria de los locales la vida se había acelerado, no tanto para desaparecer los recuerdos en su totalidad, pero si lo suficiente para que borrosamente en el ocaso se viera un joven casi perfecto y una familia enriquecida. Claro que del pirata no había rastro, hace rato que el sol se lo había tragado.

Las noches interminables del presente con los intentos fallidos y las practicas crueles pululaban sin rumbo con firmeza inalterable, en esa vaga felicidad que da la mediocridad. Por segunda vez todo volvía estar como al principio, es decir cerca del final.

Pero entonces las cosas cambiarían con la llegada del Elmatrian.

Era el primero en verdad que llegaba desde tierras tan profundas (la nación de Elmatran queda rosando la Cosmópolis) a aquel pueblo de albañiles y taberneros. Los bares fosforescentes y las libélulas que se disparaban en los pastizales del monte fueron los primeros en avistar el carruaje forrado en cuero de bisonte empujado por un provinciano que llevaba el cartel de “desesclavizado”.

Lo vieron bajar de la de madera vistiendo una seda blanca que se separaba en una camisa abrochada hasta el cuello y un pantalón lleno de aire. Sin embargo, no fue su vestimenta la gran primera impresión que se tuvo de él, lo fue en realidad la agilidad que con la que abandono y abandonaría los sitios altos. Portaba una agilidad destellante, usaba los pies como resortes de caucho para dar pequeños y equilibrados saltos. Cuando aterrizo por primera vez, sus pies apenas si aplastaron y deformaron los tallos de las orquídeas y las manzanillas del suelo.
Antes de desplomarse en las peticiones de la gente que quería verlo hacerlo de vuelta, informado por el provinciano fue a registrarse del mismo modo que lo hacían todos los forasteros que deseaban quedarse. Para ello se dirigió a la choza del único policía del pueblo y lo hizo al nombre de Katchat Man.

  • Pero llámenme Katcha — dijo al viejo oficial y a la muchedumbre que lo había seguido hasta allí y que empezaba a murmurar tras escuchar el extravagante nombre de tintes turquinos.

Una vez oficializada su estadía dio por iniciado una serie de muestras a petición de los dueños locales y algunos ambulantes que vendían paletas de maíz. Primero se subió con permiso del oficial a un tractor que se sepultaba en yuyos y raíces de espinas panaderas por el abandono. Tal cual como bajo subió, de un brinco limpio y ágil que apenas si generaba arrugas en su camisa de seda y que obviamente no abollaba la chapa oxidada y agrietada del capot. Su siguiente espectáculo se llevó muchos más aplausos, esta vez dando un salto voraz hacia las tejas que hacían de techo en la choza del policía. Desde arriba agradeció los aplausos y pidió detenerse pues se presentó a sí mismo como un hombre simple que deseaba disfrutar la alegría lejana de la ciudad (claro que hasta estuvo momento él no sabía de las metamorfosis nocturnas). Los entusiasmados, entre ellos los encargados de los alojamientos lo acompañaron hasta la mejor habitación que podían ofrecer.

Katcha les agradeció infinitamente agregando que si solo tuviese una cama sería suficiente para él.

Fue tanta la simpatía y humildad con la que el forastero se expresó que la mayoría de sus primeros espectadores, entre ellos algunas muchachas que trabajan en la recepción de los alojamientos, no notaron la belleza extraña y refinada que se le tatuaba en los ojos de almíbar y en el bigote afeitado milimétricamente sobre unos labios delgados de tinte rosado. Era un atractivo angelical muy alejado de los rostros duros y desgarrados de los piratas y pesqueros que frecuentaban las máscaras del sudor constante y los tatuajes solares, pero también estaba muy por encima de la belleza tropical que alguna vez el joven Chaplote había caravaneado por las calles. Esas características no pudieron confirmarse hasta ya muy de madrugada cerca de las dos de la mañana, cuando la dueña del alojamiento llamo a su puerta preocupada, debido a que desde su llegada no había vuelto a salir, ni siquiera para el almuerzo que se ofrecía gratis en la planta baja.
La joven propietaria se vio sorprendida al notar que la tabla de roble se abría al instante en que sus torpes toques soltaban el tacto, dejando ver al forastero casi desnudo, envuelto en la funda carmesí de la cama. Entre el nerviosismo y la sorpresa alcanzo a preguntarle si se encontraba bien a lo que el respondió que estaba perfectamente y que acababa de despertarse, para luego consultar si había algo de comer. Rápidamente la dueña se esfumo para luego volver con una tarta de zanahorias por la mitad. Se despidió de el dejándole la tarta y un par de utensilios descartables hechos con caña de azúcar.
Cuando estuvo nuevamente en su solitaria oficina se apresuró a llamar a sus primas y amigas para dar la noticia de que aquel nuevo intruso no solo era ágil como las esporas, sino que también contaba con una hermosura infinita que no habían notado.
Las ondinas acudiendo al llamado, se amontaron en el despacho nupcial donde abundaba el olor a cedro, esperando ansiosas que su curiosidad de abeja se saciara. Se estaba por narrar el encuentro cuando lo vieron bajar por las escaleras dando un brinco desde el descanso hasta la alfombra tapizada con signos de dragón. No les dio tiempo al asombro y les derivo una sonrisa antes preguntarles donde estaba el bullicio.

La peculiar normalidad de las noches del pueblo narradas por las abejas creo en la mente de Katcha la imagen de un sitio perfecto que hasta ese momento jamás creía posible. Contenía las dos directrices más destacables de la vida, la paz del sol junto al caos de la luna. Escoltado llego a la ancha calle de tosca que dividía las tabernas, donde la hora pico ya dejaba ver los primeros pájaros azules volando equivocadamente por el aroma de la ginebra.
Su escoltacion duro poco, apenas fue reconocido la gente comenzó a acercarse convirtiendo a las abejas y a la dueña del local en un mito general que se iba escurriendo entro la marcha. Todos le hacían preguntas y le pedían demostraciones de su habilidad, ya que mientras él dormía la bola había empezado a rodar y no se había detenido hasta que cada escarabajo de la región estuviese enterado de su presencia.

Fue el alcalde del pueblo quien lo rescato de la embestida humana, y lo llevo hasta el interior de la bailanta para que se resguardase y no muriera aplastado. Dentro, las miradas de las mujeres lo acompañaron con un antisociego impaciente y las de los hombres con una desconfianza absoluta.

  • Es usted ya muy famoso— le notifico el acalde mientras le presentaba una mesa donde había más personas y donde la bebida de ginebra rojo ya tenía su nombre incrusto.

Katcha no hizo caso a las alabanzas del intendente y sus concejales, dos hombres de piel dorada que al igual que su líder tenían la cabeza rapada. Estos hablaban tan rápido y decían tantas cosas que no alcanzaban a componer una idea antes de que se les presentara otra sobre la lengua.

En vez de eso destino la mirada al entorno chispeante que lo envolvía: era su entorno natural.

Nadie alcanzó a verlos, pero de un momento al otro se le erizaron los cabellos y las pupilas se le dilataron en un espacio negro.

Se levanto de la mesa ignorando las palabras y se entremezclo con la multitud amorfa por el baile y las guitarras.

Contrario a lo que se suponía, su actitud y apariencia no causaron mayores berrinches entre los demás hombres no tan agraciados como el, algo que si sucedía con el joven Chaplote cuando este se paseaba por las calles atrayendo las miradas femeninas. Más de uno había ideado algún plan para matarlo y los hubiesen concretado de no ser por lo ocurrido.
Katcha se desenvolvía en el arte de las palabras con un tono amable y curioso tan voluble que se ganaba la seguridad y la simpatía de sus pares. No había oficio que no hubiera realizado ni lugar que no hubiese visitado, conocía los acentos, los dones, amaba y odiaba lo mismo que todos e incluso más que ellos. La multitud se fascinaba con el ruido de sus labios y no solo las mujeres, los hombres le invitaban tragos y aperitivos buscando un lugar en su simpatía y amistad.

Cuando el sol apuntaba por el rincón de los tapiales anunciando el final de la noche, no había persona que no hubiera intercambiado palabras con Katcha sin que este les ganara la confianza.

Cíclicamente a la ebriedad de las veladas se le sumo el calor de imán que irradiaba su presencia. Nadie acordaba la cantidad de muchachas que salían de su habitación por las mañanas, ni las largas horas que pasaba durmiendo durante el día, tantas que solo algunas veces se lo habían visto deambular por el pueblo en presencia del sol, normalmente revisando los pescados de la bahía mientras intercambiaba chistes cómplices con las destripadoras.
La joven dueña del alojamiento que también había sido víctima de sus encantos, fue la primera en ver sus extravagantes posturas para el sueño, presenciando que en ocasiones se extendía como una alfombra sin huesos y en otras se enrollaba como el caparazón de los caracoles. Esas extrañezas en sus comportamientos en cualquier otro hubiesen causado alguna mirada insegura o abominable sobre él, pero era tal su arraigo en las voces elogiadoras que todos ignoraban sus acciones poco comunes, incluso cuando descubrieron que nunca se duchaba ni se lo veía cerca del agua.

Fue el revuelto de estos motivos los que pasado un mes de su llegada habían opacado por primera vez las prácticas y ensayos propios de la noche del pueblo.

Hasta que eventualmente las noticias llegaron a Katcha.

En realidad, él ya la había visto con anterioridad, aun cuando nadie le había notificado de su existencia. En aquel momento estaba intercambiando palabras con un provinciano que contaba con tonos felices la buena cosecha del año. De pronto, desde la mesa donde estaban sentados la luz dejo entrever la vitrina que estaba cruzando la calle. En ella la silueta de una muchacha se estampaba al mismo tiempo que su débil reflejo.

Fue un vistazo fugaz suficiente para caer en la bobera, pero Katcha solo volvió los ojos al campesino y exclamó:

  • Pues yo brindo por ello.

Fueron pocos los que razonaron lo tanto que habían tardado en contarle sobre ella. Algunos pensaban que la ya lo habían hecho y otros no creían que él no se hubiese dado cuenta por sí solo, nuevamente habían sido víctimas de la obviedad. Mientras bebían tragos en el interior de una de las tabernas los jóvenes hacían desfilar los elogios hacia la muchacha y a narrar sus intentos por obtener si quiera una palabra que no fuera un rechazo. De tantos intentos que se narraron, donde cada uno era similar a otro, cuando presentaron el caso de Timothi Chaplote este parecía una exageración tal que Katcha solo alcanzo a poner una cara de extrañeza.

  • ¿Pero cuál es su nombre? — pregunto, cortando el relato de uno de los jóvenes al que el acné comenzaba a mutarle el rostro.

Los que rodeaban la mesa se miraron entre si buscando una respuesta que no existía. Nadie lo sabía.

Con algunas preguntas más Katcha comprendió que nadie sabía quién era realmente aquello que añoraban. El lugar de donde provenía y hace cuando aparecía por esos lados, todo quedaba al color de la incertidumbre.

El ruido del asunto le fue picando en los talones y de un salto paso por las cabezas de los muchachos sin casi tocarlos para llegar a la puerta. Por esa noche los dejo hablando solos.

Camino por los techos para esquivar a la gente y para por primera vez desde que había llegado, alejarse de la fiesta eterna.

Hallo el silencio que buscaba en la cúpula de la iglesia donde nadie podía entrar mas que el cura que ya tan aciano no podía ni usar las escaleras. Desde allí el ruido solo era murmurar alejado y tosco, sin sentido alguno. Divago un poco en el paisaje montañoso que se le presentaba, pero antes de que lo anticipara estaba pensando en la joven de quien no se sabía nada, pero se deseaba todo.
Katcha no había contado sobre su efímero momento con ella por una razón en particular. Algo había sentido cuando sus ojos habían traspasado su reflejo cristalizado. Era algo que no podía distinguir con claridad y por eso le incomodaba, le bailaba en la nariz dándole una irritable comezón. Fugazmente con poco esmero llego a la conclusión de que era algo que nunca había experimentado. Lo que antes le hubiese parecido divertido, lo irrito.

Normalmente cuando veía a una joven sentía ganas de tenerla a su lado, no importaba que fuera solo un momento o una noche, lo que era más, prefería eso. Sin embargo, aquello no le ocurrió. De la misma manera que su cuerpo era atraído por un vórtice era a su vez rechazado. Medito sobre ello hasta que el sol empezó a brillar la superficie del mar y el sueño a cerrarle los ojos.

La dueña del alojamiento no vio como Katcha entraba por la ventana esa mañana para enrollarse en el suelo agotado de tanto pensar. Si la hubiera cruzado en el camino Katcha tenía la seguridad de que hubiera querido acostarse con ella una vez más, sentir el calor de sus brazos y el cosquilleo de sus cabellos rizados y quizás contarle todo, quien era, lo que pensaba hacer, le hubiera contado que quería aniquilar aquella incertidumbre en sus sentidos.

Cuando Katcha despertó eran las tres de la madrugada, había dormido alrededor de veinte horas, se sentía como endurecido, pero no era nada que una extensión en sus extremidades no disolviera. Afuera las luces estaban como siempre, no parecían extrañar su presencia, pero eso a el ya no le importaba.

Al atravesar las calles la normalidad de su fama lo hacía moverse entre saludos y abrazos, el aliento ebrio que nunca le molestaba comenzaba a incomodarlo. Por ello apresuro su paso. Iba en dirección al centro, al lugar detrás de la vitrina, donde rodeada de almas muertas siempre se encontraba. La vio enseguida, como una estrella en medio de los médanos del pantano, envuelta en una flor de vestido negro que pululaba en el aire alquitranado.

El sentimiento volvió a aparecer y se incrementó cuando los ojos de ella se intercalaron por primera vez con los suyos.

Eran unas fosas finitas y transparentes a las cuales tuvo cerca luego de danzar entre los demás cuerpos deformados que le tiranteaban la camisa al verlo pasar. Avanzo con fuerza y cuando finalmente todo se halló delante suyo no dijo nada.

Acerco sus labios a los de ella para fundirlos en un color de caramelo.

El beso convirtió al mundo en el silencio. La joven seguía fundida a el cuándo sus ojos se abrieron, entonces se alejó. Aun mirándose, Katcha la tomo del brazo y con un movimiento la acomodo en su espalda para sacarla de las miradas de un santiamén.

Lo vieron subirse a los techos con sus típicos saltos de algodón, alejándose con el enigma y como era costumbre sin hacer ruido alguno.

Las montañas que rodeaban la fantasía del pueblo estaban recubiertas con pocos arboles lo cual dejaba apreciar las sombras alargadas por el ángulo lunar. Los dos únicos caminantes nocturnos marcaban pisadas sobre un camino diferenciado con piedras negras. No se decían nada mientras intercalaban los pies, arrugando la seda que los recubría.

Katcha veía como los finos cabellos de la joven se tironeaban sobre un viento ausente. A la par de la luna, su acompañante parecía totalmente transparente, casi de cristal.

  • ¿Hacia dónde vamos? — pregunto quebrando el páramo.

La joven volteo a mirarlo unos segundos, no se le veía el rostro. Señalo una colina donde reposaba una amorfa casa de madera.

Siguieron caminado en silencio, en la cabeza de Katcha aún se hallaban presentes los tambores de su corazón, el temblor hacia redoble en sus huesos.

  • ¿Cuál es tu nombre? — pregunto.

En esa ocasión la joven no volteo, siguió de espaldas a él y respondió luego de dejar un hiatus.

  • No recuerdo tener alguno…pero creo que Cicindela podría ser.
  • Como las luciérnagas.

Cicindela dejo salir un fragmento de sonido tan efímero que bien podría haber sido un suspiro de lamento o el inicio de una risa.

Llegaron en ese instante al portal de la casa. Cicindela abrió la puerta empujando con fuerza, como si esta no se habitase desde hace décadas. Dejando crujir a las bisagras, la oscuridad que adentro habitaba los invitaba a entrar. Katcha accedió a la oferta mientras notaba como una gris nube se tragaba la redondez de la luna.

No había tonos en esas paredes y tampoco se distinguían figuras, ambos estaban completamente en el abismo. Sus respiraciones y el tambor de Katcha eran los únicos vestigios de vida.

Afuera la nube boba comenzaba a destapar lo inevitable

Cuando Katcha intento desplazarse en la habitación noto que su paso se llenaba de una sensación esponjosa y algo pegajosa que le oponía resistencia a la marcha. Sintió también sobre su cabeza microcaricias suaves que se le enmarañaban en los cabellos e instintivamente intento quitárselos de encima.

Estaba por librarse cuando finalmente la nube termino de pasar dejando entrar luz por el único y sucio ventanal de la choza.

Los misterios que se acurrucaban en la negrura se descifraron entonces.

Aquella fuerza esponjosa que no lo dejaba avanzar y aquello que se le enchinchaba en el rostro era una enorme masa de telarañas que adornaban toda la casa. Eran tantos los hilos que el piso estaba casi totalmente blanco, al igual que los podridos tirantes del techo.

Katcha sin darse cuenta estaba parado justo en el centro de aquel bosque.

Sobre la enorme viga que separaba la casa se columpiaban tres cuerpos envueltos como si fueran adornos de pentecostés. Katcha sintió enseguida el aroma de la muerte humana. Eran dos hombres y una mujer, a esta última aun le colgaba un reloj de plata sobre el cuello, el tiempo había permitido que la tierra se adentrase en las manillas ocultando los diminutos numerales.

Aquel paramo infernal de filamentos desembocaba en la joven que hasta hace algunos momentos carecía de nombre. Había escogido Cicindela, una palabra que en el idioma antiguo era usado para referirse a las luciérnagas.

Con la iluminación repentina Katcha por fin pudo ver su rostro con claridad, sin las gruesas sombras que se le tatuaban en el camino y sin las constantes titilaciones de la parranda. Su tez pálida era casi tan densa como las telas que le salían de la espalda.

  • ¿Podre sentirlo contigo? — pregunto.

Posteriormente y antes de que pudiera atinar a hacer algo empezó a escuchar un murmullo como si se trituraran huesos.

Provenían del interior de Cicindela. Repentinamente aquellos ojos cristalinos saltaron de las cuencas dejando salir unas enormes extremidades que se hacían paso en el reducido espacio, estas al principio indesignables fueron tomando el sentido de patas-

Patas de araña.

— ¡Bojbojbojboj!

El rumor se intensifico cuando su espalada se abrió de par en par formando una especie de boca ensangrentada con encías de costilla de donde salían las extremidades que faltaban para concluir la horrible metamorfosis. Una vez que el estómago y la cabeza de la enorme araña se vomitaron en la habitación, ya no quedaba nada humano, quizás solo sangre que se empezaba a teñir los hilos.

La enorme araña comenzó a caminar por las paredes que apenas contenían su descomunal cuerpo comparable al tamaño de tres vacas.

Katcha que hasta ese momento había presenciado el infierno sin mover un músculo termino de atar sus conclusiones.

Aquel sentimiento inaceptable que lo incendiaba en realidad se había apaciguado mientras caminaban a la casa.

Era claro que los cuerpos pertenecían a los jóvenes que la habían desposado de la noche, aunque desconocía el caso de la mujer y el de uno de los hombres, pero si alcanzaba reconocer el tono dorado del joven Chaplote al que los gusanos ya estaban por terminar de consumir.

Aquel destino era el que la descomunal araña le ofrecía, sería uno más de esas decoraciones humanas.

Pensó fugazmente en la dueña del hotel, realmente podía haberse casado con ella, formar una familia y finalmente alejarse de las noches que siempre lo invadían. La electricidad de su cerebro no dejaba de circular en futuros inciertos.

Se veía a sí mismo como un anciano que se levantaba temprano para alimentar a las cabras.

Cuando la araña estuvo a punto de abalanzarse sobre él, el ruido horroroso comenzó a escucharse nuevamente, pero no provenía esta vez de la araña, si no de su presa. Quien apresado por las fronteras del miedo había actuado presintiendo lo peor.

La cabeza de Katcha comenzó a hincharse y a deformarse hasta el punto en que todo su cuerpo se volvió en una indescifrable masa fusionada. Un pelaje suave comenzó a surcar los relieves de la antigua piel humana , hasta que con un estruendo una enorme torre peluda se elevó traspasando el techo. La casa comenzó a desmoronarse y la araña tuvo que maniobrar para no ser aplastada por las vigas recubiertas de su misma telaraña. Cuando las ruinas estaban esparcidas por el páramo sus múltiples ojos se fijaron un enrome felino que le triplicaba el tamaño.

Era un gato.

La bestia tenía una cara aburrida y un color extremadamente anaranjado, como si el sol hubiese tomado forma. La tonalidad se le degradaba en las extremidades y sus ojos estaban tristes frente a la araña que ahora se había quedado inmóvil. La luna era tapada por sus largas orejas y bigotes.

Katcha dudo unos segundos, pero de un bocado devoro a la araña.

Era una sensación imposible de describir, sus sentidos giraban sobre ella misma, dejándole escuchar el correr de la vida que atravesaba su cuerpo y al mismo tiempo el sabor que esta tenia, un sabor agridulce con tonos amarillos. No tenía en claro que forma poseía en ese momento, si la de la araña, la de humana o una mezcla de ambos, no podía descifrarlo. Las únicas imágenes que le venían a la mente eran confusas y divagantes, pero al final de todo cuanto estaba por desaparecer las vio van clara nitidez.

Estaba corriendo en ese momento, sus pies se enterraban y se dificultaban al andar por el barro pantanoso que las devoraba, aun así, no desistió en su andar, perseguía una luz, diminuta pero existente, que se deslizaba por las hojas y las ramas. Cuando la alcanzo la cerro sobre sus manos.

Era algo que nunca había visto

Algo más que no era ella.

No sabía cómo la había encontrado en aquel lugar donde nada llegaba. La contemplo y vio en su interior una infinidad de lugares postrados en sus recuerdos de luces verdes.

Quería ver todo eso

Quería contemplar el mundo fuera de los pantanos.

Devoro a la luciérnaga, devoro al mundo y finalmente escapo.

El enorme gato aún se pisaba sobre las ruinas ya casi reduciéndolas a la nada, mientras que por el horizonte el sol comenzaba a despertarse caprichosamente. Los ebrios del pueblo que aun podían mantenerse en pie y los que ya estaban sobre los colchones alquitranados escucharon un fenómeno en un principio vago pero ciertamente entendible, era un llanto desconsolado, no de persona si no de gato, un maullido profundo que sacudía los cartelitos de bienvenida.

Katcha había devorado a la araña

había devorado sus recuerdos y sus objetivos,

Su vida, y junto a ella la soledad que la invadía.

La que tanto buscaba resolver entre los bailes, la que los forasteros habían intentado llenar sin éxito. Ninguno era como la luciérnaga, ninguno le había mostrado un mundo que no conocía, ninguno la había liberado al menos un poco de su destino solitario. Amor, pasión y odio fueron las cosas que recibió y las cuales rechazo con la muerte.

Cuando pudo calmar su llanto Katcha apretó sus ojos hacia la luz, tenía sueño, un sueño horrible que lo acostó sobre las ruinas, enredo su cola cubriendo todo su cuerpo como si fuera un brazo materno y lentamente sucumbió.

Abandonaría el pueblo cuando despertara

No sin antes declararle un sentimiento a la dueña del alojamiento de ojos de miel.

Le ofrecería una vida con él, sin mentiras.

Le contaría que había experimentado el miedo.

le contaría quien era

Porque se sentía solo.

Porque podía hacer lo que hacía.

Seria en el lecho de su muerte.

Cuando una mañana su amada ya anciana no encontrase a su marido si no a un gato anaranjado durmiendo eternamente enroscado en las sábanas de su perfume y de su cariño,

Con bigotes altos y estirados.

y con una eterna luz de soledad danzando en su vientre.

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