Relámpagos Embriagados

Era un día que no llegaba ni nunca se iba, colapsado entre las costillas de un universo cansado. Las nubes caían como gotas de tinta negra, pero nadie las veía, porque los ojos ya no eran ojos, sino espejos rotos, y las almas ya no tenían dirección. El cielo se desplomaba, derritiéndose en un río de luces moradas. Nadie sabía si el sol estaba arriba o debajo, si existía o solo era un eco olvidado de algo que pudo haber sido.

En medio de este caos, un tipo llamado Rosel se arrastraba sobre su sombra, una sombra que cambiaba de forma cada vez que intentaba mirarla. La ciudad a su alrededor respiraba de manera extraña, como si tuviera pulmones en llamas, y las calles eran más líquidas que sólidas. Las paredes de los edificios se deshacían en formas que Rosel no lograba comprender.—¿Qué diablos está pasando aquí? —se preguntó, o quizás lo gritó, pero no sabía si la pregunta salía de su boca o de una garganta ajena, perdida en algún lugar del espacio.

De repente, una mancha de neón empezó a rebotar frente a él. Era un ojo gigantesco, pero no un ojo común, sino uno que parpadeaba con el ritmo de un acordeón, que se movía a través del aire como si intentara escapar del tiempo. El ojo se acercó, y Rosel, con un gesto involuntario, lo tocó. El contacto fue como sumergirse en un charco de líquidos calientes que no tenían nombre. La ciudad comenzó a  desintegrarse, y las calles se convirtieron en serpientes de fuego que bailaban un tango con las sombras. El aire se llenó de susurros sin sentido y risas que venían de todas partes, pero de ninguna parte. Las esquinas se retorcían como si fueran preguntas sin respuesta. Los árboles cantaban a ritmo de jazz y las luces se descolocaban, bailando como si tuvieran su propia voluntad.

Rosel estaba perdiendo las piezas de su cuerpo, o tal vez solo las había dejado caer sin darse cuenta. Las manos, ya hechas de humo, se movían como si fueran un par de alas atrapadas en un viento enloquecido. El suelo, si es que había un suelo, se tragaba las piernas de Rosel, y el resto de su ser se convirtió en un espiral de colores que gritaban en tonos imposibles.

De pronto, apareció una figura flotando, un tipo que no tenía cara, pero sí una corona hecha de cables eléctricos y hojas de plástico. Estaba rodeado de relojes que giraban hacia atrás, hacia adelante, hacia un lugar que no podía ser encontrado. La figura se acercó a Rosel y le ofreció una taza de lo que parecía ser agua, pero era más bien un reflejo líquido de un pensamiento olvidado.

—Tómala —dijo la figura con una voz que sonaba como un eco del futuro—. Este es el brebaje que borra las fronteras entre los mundos. Todo lo que alguna vez creíste será solo un sueño que se olvidará antes de que lo pienses. Rosel tomó la taza, y al beberla, su boca se convirtió en un río de estrellas fugaces. Todo su ser se transformó en un estallido de luces y sombras. Su cuerpo dejó de ser un cuerpo. Ya no había Rosel, solo había pensamientos dispersos flotando en un infinito negro, y las reglas de la realidad se disolvieron en fragmentos brillantes.

El cielo explotó en miles de colores nunca vistos, y los ríos cambiaron de curso para seguir los latidos de las estrellas. Los relojes ya no marcaban horas, solo pulsos de vida que se desvanecían, y las paredes del mundo se caían, dejando al descubierto la infinita nada que lo sostenía todo. Rosel se perdió, pero no como alguien que se pierde. Se desintegró, se fundió con los colores, se convirtió en la risa de una luna borracha, en un suspiro de viento que nunca tocó el suelo. Y mientras todo giraba y se retorcía en un viaje sin fin, se dio cuenta de que nunca había existido. O tal vez siempre lo había hecho. Quizás todo estaba pasando al mismo tiempo, o tal vez no estaba pasando nada.

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