Se levantaba temprano. Un mate cocido y a la escuela, esperando la leche con pan, la hora de los cuentos y el recreo para jugar a la pelota. Los partidos eran contra los del otro quinto o contra los más grandes. Joselito jugaba a ser Julián, “la Araña”.
Por la tarde, descalzo, iba a la canchita de don Krem, un jubilado empeñado en librar a los chicos de las tentaciones de la calle.
Ahí era feliz, llevando la pelota atada a su derecha, gambeteando angustias, pozos y patadas de los más grandes.
Una tardecita volvió acompañado por el viejo.
—No se asusten, no pasó nada —dijo—. Quería contarles que mañana viene al “Villa Regina” un buscador de talentos de un club grande de la Capital. —Suspirando, agregó—: Su nene es muy bueno, sería lindo que se pruebe. Es gratis, no pierde nada.
La charla terminó cuando el padre dijo:
—Lo vamos a pensar.
Por la noche casi nadie durmió, pero temprano estuvieron todos en el Deportivo.
Claro que Joselito llamó la atención. Pisadas, gambetas y enganches le valieron ser uno de los tres seleccionados para ir a probarse a la capital.
—Voy a ser franco, si aceptan la prueba la semana que viene, el nene puede quedar —dijo a los padres el encargado del scouting—. Gustó mucho lo que vi de él, tiene condiciones para seguir creciendo y llegar a primera a su tiempo.
Agregó que tendría todos los gastos cubiertos. Al año siguiente se instalaría en la pensión, donde podría seguir estudiando y lo visitarían una vez al mes.
Si había alguna duda, el entusiasmo del nene y la posibilidad de “triunfar” los convenció.
La primera prueba pasó.
Febrero llegó y, con él, el viaje a Buenos Aires. Joselito se encandilaba con todo lo que veía. Se enamoró de las canchas y el aroma de su césped prolijo, de las pelotas, botines lustrosos y camisetas brillantes. El primer día estallaba de alegría jugando con otros chicos y recorriendo el lugar.
Sin embargo llegó la noche… y se encontró sin los suyos, sin los aromas y sonidos familiares. Terminada la cena, cada quien a descansar. Le tocó una cama impecable, mas no era la suya. Tampoco veía las imágenes de su viejo cielorraso de madera.
Los primeros rayos de sol por la ventana iluminaron su almohada, húmeda de lágrimas con sabor a arcilla, regando, quizás, el futuro de quienes amaba.
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