Comíamos los cuatro en la cocina, como cualquier otro día, comentando qué tal les había ido por la mañana en el colegio, si les habían puesto muchos deberes, o interesándonos por sus amistades, todo ello aderezado con las eternas quejas que se repetían en casi todas las comidas: que si esto no me gusta, que si me has puesto mucho más que a mi hermana… En todas estas conversaciones solíamos participar los cuatro con el mismo interés, pisándonos incluso unos a otros las palabras, pero aquél día la pequeña ―acababa de cumplir ocho años― comía en silencio, pensativa. Fue en el momento de ir a retirar los platos de la sopa cuando, por fin, se decidió a hablar.
«Me dijisteis que existía el Ratoncito Pérez ―nos espetó de repente, mirándonos fijamente a mi mujer y a mí– y luego descubrí que los que dejabais las monedas erais vosotros. Después resultó que Papá Noel tampoco es real, que sois vosotros los que ponéis los regalos ―continuó con seriedad―, y ahora me entero de que, como venía sospechando, también sois los Reyes Magos».
Íbamos a intentar justificar todo aquello, hablarle de la importancia de la ilusión, de cómo hasta su hermana, que se había enterado antes, nos había ayudado a mantener el secreto; pero ella aún no había terminado de hablar.
«Entonces, decidme una cosa ―sus ojos nos miraban ahora inquisitivos―, ¿no seréis vosotros también Dios?».
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