Un patio y un árbol y un aroma: la niñez. El aire huele a tiempo. A todo el tiempo de una
vida. No sé aún lo que significa esa palabra; seguramente nunca lo sabré. Solo sé que mis
pulmones no son tan grandes como para albergar toda esa esperanza.
Olfateo y siento que el viento limpio de la mañana me trae los aromas que me parieron.
El olor de la cebolla friéndose en la perola. El olor de las lentejas recién hechas, el del
pescado fresco friéndose en la sartén envejecida. El olor de mis nostalgias, de lo pasado sin retorno.
Aferraba con fuerza mi pequeña mano la suya. Sus manos firmes, grandes,
acogedoras. Sus manos de piel curtida, llenas de las asperezas dejadas por los quehaceres
diarios. Sus manos como el lecho donde reposar mis inseguridades y mis miedos.
Así nos sumergíamos en aquel espacio sin límites definidos. No definidos en mi
mente infantil. No en mi mente pero sí eternamente en mi alma, mi alma de niña.
Aspiraba el olor de esa realidad, la inhalaba y me dejaba inundar por sus aguas cristalinas hasta
que casi no podía respirar.
Después hay más, o menos. Después no es ya aquella ciudad de mi infancia: clara y
límpida. Después aparece en el horizonte de mis recuerdos la otra ciudad: inabarcable,
imposible, hostil.
Aferra delicadamente mi mano la suya. Empequeñecida y plegada en sí misma a través de
circunvoluciones tortuosas, rugosa como la mano de un bebé, transparente casi en su inevitable
fragilidad. Sus manos que esperan ansiosas ser guiadas hacia un destino desconocido e
insospechado.
Su reposo en mí, su abandono a mis seguridades y certezas. Nos sumergimos en un espacio sin
contornos, en un espacio ocupado por sus olvidos. Y no sé si me quiere ni siquiera mirar cuando
comprende que mi alma ya adulta no sabe dar cobijo a su perdida mente anciana. Y me siento yo
niña perdida en mí, en esta recién parida yo adulta que recuerda el aroma de la realidad que ella
supo inventar para mí y que ahora inexorablemente se ahoga en su acuoso mirar.
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