No siempre estoy al frente,
pero eso no significa que no avance.
A veces hablo en susurros,
pero eso no significa que no tenga cosas importantes que decir.
Me adapto al abrazo del invierno,
pero eso no significa que no extrañe el cálido aliento del verano.
He sido herido en múltiples ocasiones,
pero ¿acaso existe un corazón que no lleve cicatrices?
Mis marcas son mapas de resistencia, geografías de resiliencia,
escritas en el lenguaje antiguo de la piel.
En algún lugar, un niño toca su primera nota en un piano desafinado,
y la magia despierta entre sus dedos.
En otro rincón, una orquesta inicia su último concierto,
y cada nota se convierte en un eco eterno.
Una carta olvidada finalmente llega a su destino, las palabras dormidas vuelven a respirar,
como un río que encuentra su cauce tras la sequía.
Y una herida que parecía eterna comienza a cerrarse,
porque incluso las grietas más profundas esconden la semilla de la sanación.
En algún lugar, un anciano evoca el amor de su juventud, un nombre, un tacto, un instante congelado.
Mientras un joven bajo las estrellas da su primer beso.
Cada instante, una página en el libro infinito de la vida.
Y en un jardín, el último pétalo de una rosa cae,
como caen los imperios, como caen las lágrimas: con la gracia de lo inevitable.
Pero en otro rincón, una flor comienza a abrirse,
recordándonos que cada final lleva en sí un nuevo comienzo.
Somos más que fragmentos: somos la propia consciencia del tiempo, hilos luminosos tejiendo el gran manto del ser. Cada suspiro es un poema, cada herida una revelación.
Y cada instante, una infinita posibilidad, un eco de lo que fue, de lo que es, y de lo que aún está por venir.
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