Capítulo 5. La Cripta.
Bajaron por la trampilla a través de unas hoscas escaleras de mano. Comenzaba a subir un olor a humedad en un aire frío y cargado. Al final de las escaleras, podían ver un suelo poco iluminado. Grimthor llegó al último peldaño de la escalera y tuvo que dejarse caer un par de metros para hacer pie. Un sistema de luz indirecta iluminaba tenuemente la sala.
—Xion —murmuró Yae. Sus compañeros eran capaces de ver en la penumbra, por sus características de nacimiento. Ella, sin embargo, había adquirido la capacidad de ver en estas condiciones a través de años de exploración en Vajra.
—Así que estamos por debajo de la superficie —dedujo Kurome.
—Todas las tumbas lo están —aseveró Grimthor, examinando las paredes de la estancia.
—¿Qué? —preguntó Kurome—. ¿Estamos en una tumba?
Grimthor asintió, en silencio, y se arrodilló para dedicar una plegaria al Peregrino.
—Qué mal rollo —dijo Gunarkh.
Panit Yae comenzó a leer las inscripciones grabadas en la roca. Eran una mezcla de imágenes y texto bastante antiguos.
—Cuenta la historia de Khuwala Dian-Bhuttan. Como véis, las primeras imágenes confirman lo que nos contó Owyylian, todo el tema de la vida y las batallas de Khuwala. También dice “y, así, la ciudad de Nakuro honró a su héroe, Khuwala Dian-Bhuttan, tal como él pidió —Panit Yae leía los grabados y empezó a avanzar por el pasillo—, y le honra construyendo su cripta, la que él mismo diseñó. En lo más profundo de la tumba fue depositado, junto a la espada que unió a su pueblo, para que nadie interrumpa su eterno descanso.”
—Así que esta es La Tumba del Condestable —respondió Kurome—. Chicos, la Espada Enlutada está en esta cripta.
—¿A qué estamos esperando? —añadió Grimthor. A su izquierda, un estrecho pasillo acababa en una esquina que parecía girar a la derecha. Delante de él, otro pasillo, delimitado por una puerta cerrada. A su derecha, otra pesada puerta le invitó a tomar la iniciativa, así que la abrió y entró en una habitación, tenuemente iluminada por el fulgor del Xion. Yae entró con Grimthor.
Dentro había tres sarcófagos dispuestos a cada lado de la estancia.
Kurome encaminó el pasillo que seguía directo desde la entrada, justo detrás de Gunarkh. Al fondo, una robusta puerta de madera parecía custodiar como un guardia apostado a la entrada de un castillo. Abrieron la puerta sin dificultad. A Kurome le dió la sensación de que aquél portón le había permitido pasar. Como si, de alguna manera, fuera bienvenida en esa estancia.
Aquél cuarto transmitía una sensación de sosiego. Al lado oeste había un pequeño atril con una urna para ofrendas y, a ambos lados, columnas con más grabados representando la odisea heroica de Khuwala Dian-Bhuttan. Al otro lado, dos puertas y, entre ellas, un pequeño altar dedicado al Peregrino. Entre ambas paredes, una placa de acero honraba a su héroe y advertía.
—“Aquí descansa Khuwala Dian-Bhuttan —leyó Kurome, en voz alta—, pacificador y unificador del pueblo mida, y aquí obtiene su merecido descanso. Aquél que ose perturbarlo hallará la ira y el rencor del pueblo que un día fuera unido por El Héroe, y aquí descansará con él.”
—Vamos, que la espada está ahí —dedujo Gunarkh.
—Sí, pero está claro, querido, que se han tomado ciertas molestias para garantizar el descanso de Khuwala y que, por tanto, podría ser peligroso traspasar esas puertas. Tal vez deberíamos tomarnos un minuto antes de tomar una decisión precipitada.
—Pero está ahí. Hemos llegado hasta aquí.
—Lo sé, querido. Entraremos, pero déjame examinar esas puertas.
—Nada más que tumbas —observó Grmithor, mirando a Panit Yae—. Yae, ¿crees que en uno de estos estará el condestable?
—¿Por qué no se lo preguntas? —respondió, horrorizada, con la vista perdida en algo que se levantaba detrás del enano.
Una horrible figura esquelética se alzaba tras Grimthor. Amenazante. Su inexpresiva calavera irradiaba una ira antinatural. A ambos lados del cuerpo descarnado, otras dos figuras interrumpieron su descanso. Grimthor observó, como en un espejo en el que se reflejase Panit Yae en su lugar, cómo otro esqueleto alzaba una espada roma y oxidada sobre la cabeza de su amiga. Dio un salto y empujó a Yae a un lado, recibiendo la descarga sobre su hombro izquierdo. Alcanzó a detener, a duras penas, el martillo de guerra de otro de sus atacantes, arrebatándoselo de las manos.
Yae consiguió zafarse de dos esqueletos que intentaban agarrarla. Tomó cierta distancia y descargó tres impactos mágicos con los que logró desmontar a dos enemigos.
Entre el batiburrillo de huesos y sonidos de ultratumba, Yae observó cómo Grimthor, equipado con un enorme martillo de guerra en un estado extrañamente bueno, aplastó un cráneo. Se giró, esquivó un espadazo y percutió con su hombro a otro esqueleto que, al caer al suelo, recibió un mazazo sobre el esternón, quedando incapacitado.
—Ahora son dos uno contra uno —sonrió Panit Yae, no del todo exenta de malicia.
Grimthor soltó un pequeño bufido de complicidad.
Los dos últimos esqueletos, ni vivos ni muertos, avanzaron hacia ellos. Grimthor gritó y, descargando un definitivo ataque vertical, machacó al que tenía enfrente. A la vez, su compañero saltó por los aires. Grimthor pensó que, de no tratarse de un cadáver iracundo y privado del privilegio de la muerte, habría sido hasta bonito.
Yae lo miró, soplándose la humeante palma de la mano, y levantó las cejas como diciendo “¿has visto?”
—No te lo creas tanto.
Atravesaron otra puerta, un pequeño pasillo recto y otra puerta más. Una sala más grande que la anterior, esta vez sin tumbas, ricamente ornamentada y amueblada les habría dado una calurosa bienvenida si no fuera por el cadáver que había tendido en el suelo, su cobriza cabellera descansando tendida sobre los adoquines.
—Es Pyrogh —se asombró Grimthor.
—Ahora entiendo lo del martillo. Los esqueletos debieron apropiárselo tras acabar con él.
—Así que Owyylian les tendió la misma trampa que a nosotros. No hemos visto a Greyskin, por lo que me figuro que seguirá por aquí. Deberíamos reunirnos con esos dos, antes de que alguno de nosotros acabe como él —dijo Grimthor, señalando el inmóvil cadáver del duergar.
—Será lo mejor —asintió Panit Yae.
Registraron la habitación y encontraron algunas monedas de oro, un par de dagas de metales preciosos con joyas engarzadas y seis o siete colgantes que dedujeron que podrían vender a un buen precio. Después, desanduvieron sus pasos y volvieron al pasillo del que venían, tomando el camino por el que oían a lo lejos los devaneos mentales de Gunarkh y el redicho tono de voz de Kurome.
A Kurome le resultó fácil desarmar las trampas de sendas puertas, aunque no pudo evitar que el mecanismo de una de ellas se activara y que un par de astillas alcanzaran a Gunarkh. Aunque tampoco parecía que el semiorco estuviera muy afectado.
—Mira, son Panit Yae y Grimthor, el Inquebrantable —dijo Gunarkh.
—Ya era hora —añadió Kurome.
—¿Ya era hora? —respondió Panit Yae—. ¿Qué habéis estado haciendo? ¿Contaros intimidades? Casi nos mata un ejército de esqueletos asesinos.
Kurome la examinó de un vistazo.
—No tienes ni un rasguño.
Panit Yae resopló.
—Chicos —comentó Grimthor—, hemos encontrado el cadáver de Pyrogh. Es posible que el otro duergar ande por aquí. Estad atentos.
—Vale —respondieron Kurome y Gunarkh, al unísono.
Entraron a otra sala. Inmediatamente, dos esqueletos giraron sus caras para ¿mirarles? Yae observó que estos eran distintos a los que habían visto antes. Los anteriores eran los esqueletos de unos mida, estos no. Parecían humanos. Iban mejor equipados, ya que vestían la armadura de la guardia personal del condestable. Yae las reconoció inmediatamente porque ella había visto al condestable actual y eran idénticas, salvo por el evidente paso de los años. Aun así, cuando el fulgor del Xion las alcanzaba, parecían seguir brillando.
—Otra vez no… —musitó Grimthor.
Ambas figuras se apearon de sus respectivas peanas, alzando unos enormes mandobles de acero, y atacaron. Grimthor descargó un martillazo sobre la pechera de una de ellas, lo que causó un desequilibrio que Gunarkh aprovechó para agarrar al esqueleto por una pierna y, con algo de esfuerzo, la hizo girar ciento ochenta grados, estampándola contra la pared.
Kurome se agazapó y pareció desaparecer. Panit Yae lanzó una descarga de fuego que arrancó el yelmo del otro esqueleto. El cuerpo sin cabeza atacó a tientas, pero Yae lo esquivó. Aprovechando que su enemigo había bajado la guardia, Kurome surgió de las sombras como un hábil felino, clavando dos dagas en la espalda de la criatura como un depredador clava sus colmillos en el cuello de su presa. Ninguno de los esqueletos volvería a alzarse. Ahora descansaban en paz.
—¿Os ha atacado un ejército de esto? —preguntó Kurome.
—Bueno —respondió Panit Yae—, eran seis. Pero nosotros solo dos.
Kurome asintió con las cejas arqueadas.
—No está mal, maga.
—Pf.
—Vale, hay dos puertas. ¿Probamos primero con la de la izquierda? —propuso Grimthor. En vano, porque Gunarkh ya la estaba abriendo.
Los demás le siguieron. Atravesaron un largo y oscuro pasillo que daba a una amplia sala, cuyas paredes estaban forradas de libros dispuestos en unas elegantes aunque carcomidas estanterías.
—Aquél líder cuyos soldados no cultiven sus mentes, aquél cuyos eruditos no cultiven su cuerpo, está condenado a ser protegido por ignorantes y defendido por débiles —dijo Panit Yae.
—¿Qué? —preguntó Gunarkh.
—Es una antigua cita atribuida a Khuwala Dian-Bhuttan. Khuwala valoraba la sabiduría como parte esencial de la guerra. Decía que un soldado ignorante es tan útil como un herrero sin manos.
—La sabiduría no se basa en el conocimiento —respondió Gunarkh—. El hombre sabio es el que entiende su entorno, no el que se limita a mirarlo.
Los demás se quedaron tan asombrados que no supieron responder.
—Un proverbio de mi tribu. Se dice que los líderes no aprenden a serlo. Nacen con la bendición de entender la naturaleza y por eso son sabios.
—Eres todo un misterio —añadió Kurome, divertida.
—¿Quién anda ahí? —gritó una voz.
La banda se cuadró, prestando atención a su alrededor.
—¿Pyrogh? —continuó la voz—. ¿Hermano?
—Greyskin —dijo Grimthor.
—¿Grimthor? —dijo la voz.
—Sí, sal de donde estés, montón de hollín.
De detrás de una de las estanterías, asomó la cabeza de un duergar con la piel grisácea.
—Menos mal, pensé que serían otra vez esos esqueletos. He conseguido darles esquinazo por los pelos.
—Lo siento, Greyskin, yo… —titubeó Gunarkh.
—Lárgalo, enano.
—Es Pyrogh.
—¿Qué le pasa?
—Ha muerto. Lo encontré en una de las habitaciones cerca de la entrada. Ten, su martillo de guerra.
Las lágrimas recorrieron el rostro del duergar, que miraba el martillo de guerra como si estuviera viendo morir a su estimado amigo.
—Gracias, Grimthor. Sé que no te gustaba Pyrogh, pero era una buena persona.
Grimthor asintió con respeto.
—Greyskin, vais tras las reliquias. ¿Por qué?
—Son tiempos desesperados, pelirrojo. No sé si las noticias habrán llegado hasta Kiralizor, pero nuestro rey ha muerto.
—¿Zakarr-Orrin ha muerto?
—Sí.
—Parecía que no iba a morir nunca.
—Pues ha muerto, pero no llegó a nombrar a su heredero. Ahora, Magdar, Asana y Tambral conspiran para hacerse con el trono. Para colmo, el embajador de los morlocks ha olido la oportunidad de hacerse con el reino y ha engañado a muchos de los nuestros para atacar a cualquier aspirante al trono.
—Ya veo.
—Esas reliquias son nuestra esperanza para poner fin a la guerra antes de que empiece. Si le entregáramos La Hoja Solar a Asana, ésta se haría con el poder fácilmente, y sería tan grande que los demás contendientes se retirarían alegremente. La Asamblea ostenta el poder hasta la ceremonia de coronación, que será en un año. Es una carrera contrarreloj.
—Entiendo. Por eso vinisteis aquí.
—Así es. Pero sin Pyrogh… no sé qué voy a hacer, Grimthor.
—Espera —intervino Kurome—, ¿conoces la ubicación de todas las reliquias?
—No exactamente. Sé dónde está La Hoja Solar. Al menos, eso creo. Se supone que pertenecía a mi pueblo y hay una vieja leyenda que podría ocultar su ubicación.
—¿Y por qué no has ido a por ella primero? —añadió Gunarkh.
—Es imposible de hallar sin las demás. Es la última reliquia.
—¿Cómo es eso? —preguntó Gunarkh.
—Solo las reliquias revelan la presencia de las demás. La Espada Enlutada es la excepción —aseguró Kurome.
—Por eso estabas tan interesada en nosotros, ¿no? —dijo Grimthor.
—Sí —respondió Kurome—. Necesito La Daga.
—Está bien, Greyskin —comentó Grimthor—. Encontraremos La Espada Enlutada. Ayudaremos a Keynahari a recuperar su título y después encontraremos el resto de reliquias. Ahora sé por qué me requirió El Peregrino. He de ayudar a acabar con el mal en Yngevil. Libraremos a tu pueblo antes que la guerra se cierna sobre él.
—Gracias, pelirrojo, mi pueblo estará en deuda con el tuyo.
Curioseando y hojeando algunos libros, Yae, que estaba ajena al grupo en ese momento, encontró un pergamino. Luz. Lo guardó en su petate. Siguió trasteando y leyó los títulos de Cómo ganar la guerra sin hacerla, de Hostz Sheezer de Shiras-Shirshin; Crítica del arcano no nacido, de Lord Lindcler de Vindusan; Ars Humanoidem, de Kunkun Khan, un antropólogo mida. Había leído los tres. Detestaba a Lindcler, pero había aprendido algunas cosas de su ensayo El camino del arcanista. Algo llamó su atención. De repente, no se oía ni un ruido. Se dio la vuelta. Oscuridad.
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