Bajo el cielo grisáceo de Dalvik, Islandia, donde el viento canta baladas de tiempos remotos, Gastón, un joven de espíritu inquieto, se adentraba en un sendero olvidado, envalentonado por la soledad y el susurro de la naturaleza. Sus pasos, firmes y decididos, resonaban en el frío de la quietud.
Tras avanzar unos doscientos metros se encontró con una figura que parecía surgir de las leyendas, un miembro de los Æsir, anciano, de rostro surcado y ojos cansados. Su presencia era enigmática.
Gastón se acercó con una mezcla de curiosidad y reverencia. El anciano, notando su presencia, levantó la vista y con su mirada lo sometió a una especie de fuerza gravitacional, de viscosidad emocional.
—»Joven,» comenzó el anciano con una voz cargada de pasado, «he sido testigo de lo inimaginable. Fui todos y ninguno, el que todo lo sabe, el que todo lo ve.»
Gastón, fascinado, se sentó a sus pies, sintiendo el peso de cada palabra.
—»Fui los ojos de la esencia, desde el nacimiento del cosmos hasta tu último suspiro, todo en el mismo instante. Ajeno a la ilusión del tiempo, me consumía. La omnisciencia, querido, sin el consuelo del olvido, es una tortura indescriptible.
No lo soporté.”
—»Y ¿qué hizo?” preguntó Gastón.
—“En mi abismo íntimo, me hundí en el seno del mar, buscando renunciar a quién era. Más, en su ritmo eterno, el océano me entrelazó al tiempo. En el tumultuoso devenir, mi espíritu sintió una violenta pérdida de entropía, todo en mí se llenó de secuencia. En ese instante, mi redención se gestó, en alianza con la historia hallé, sin buscarlo, la senda hacia mi existencia.”
El joven, con el corazón acelerado, no podía dudar de las palabras de este anciano. Aquel versado personaje, era tan humano como un dios.
OPINIONES Y COMENTARIOS