Capítulo 1
El tren de alta velocidad cruza los campos del interior de la península y, al no haber ningún sonido en el interior del vagón, me siento capaz de escuchar el ruido de las casas.
Una construcción de tres plantas, con patio delantero y tejado de zinc, que desde aquí parece diminuta, se levanta en medio de una colina de suelo árido, alrededor de la cual se pueden vislumbrar las encinas rodeadas por un perímetro de retama; el calor aprieta y es imposible adivinar un respiro para los que viven en esa casa, si es que en ella habita alguien.
Las hectáreas inacabables de los cultivos de trigo hasta donde alcanza la vista se entremezclan con los olivos, más aún cuando disminuye la distancia que nos separa de la costa y, de cuando en cuando, se divisan los pueblos en un fondo en que resulta imposible distinguir las puertas de los patios, los patios de las ventanas, las ventanas de las paredes de piedra o ladrillo, aunque sí se vislumbra la única iglesia del pueblo y lo borroso, que parece ser la figura de una cruz en su punta.
Me pregunto si este pueblo por el que pasamos en el momento exacto en que declina la tarde y se forma un entramado de nubes pardas —el vestigio de una tromba rítmica y repentina de verano— tendrá una fuente igual o más grande que la que vi en Soportújar y que me impresionó por las figuras de tres brujas que simulan ir con cántaros a recoger agua de un pozo.
Llegamos a la estación en lo que me parece un golpe seco que exhuma agua y humo. Los pasajeros se encontraban durmiendo o escuchaban música, en una especie de letargo.
Le pido a un hombre que estuvo sentado frente a mí que me ayude a bajar mi equipaje.
Salgo corriendo por el andén con la maleta a la zaga para que no me sorprenda la multitud que se va a formar en apenas unos minutos. Llevo todo el viaje —y antes, hace más de un mes que no le veo— pensando en el abrazo de mi padre, en cómo olerá, en el descanso que me producirá su apretón y en que por fin podré agachar la cabeza para apoyarla sobre su hombro.
Apenas media hora después, en el coche, mi padre, su novia y yo vamos camino a la casa de la playa.
—Tu hermano ha estado limpiando como un loco desde que hemos llegado.
—¿Por qué?
—Dice que está todo muy sucio.
Mi hermano llama por teléfono a mi padre y le pide que me ponga yo.
—¿Tienes hambre? ¿Quieres que metamos una pizza?
—No tengo —contesto con sinceridad, los viajes me cierran el estómago. De repente me siento egoísta y continúo—: Pero quizá papá y Gloria sí.
A la casa se entra a través de una cancela blanca cubierta de óxido, rodeada a ambos lados de naturaleza: a la izquierda jacaranda azul y las hojas cortantes y rígidas de un pino, a la derecha una impresionante demostración del árbol del amor, flores rosas descansando en un manto verde. Recuerdo entonces cómo el tallo diminuto con puntiagudos pelillos blancos de la flor azul se adhería al pelaje del gato que tuvimos durante la infancia mi hermano y yo, el gato lo odiaba y nosotros le molestábamos pegándole más, o yendo a buscar entre las macetas alguna otra cosa. El punzón del cactus en la piel ya nos había advertido suficientes veces, las flores de jazmín de las que chupábamos el corazón cuando estaban todavía en forma de capullo preferíamos no gastarlas en algo tan insignificante como enfadar al gato.
En la casa de la playa, la cancela es amplia para que pase un coche. Está cerrada con un candado también venido a menos, corroído por el óxido y a punto de ceder, y a su lado hay otra puerta del mismo material blanco amarillento, más pequeña para que puedan entrar las personas. La traspaso y recorro la entrada de baldosas cuadradas de barro con mi maleta, pensando en quien una vez veraneara aquí, el amigo de mi padre que nos ha dejado la casa. Debía estar obsesionado con las plantas, porque a ambos lados del camino se acumulan macetas de todos los tipos y formas, algunas secas ya, otras se han transformado en malas hierbas y algunas se mantienen, quizá por la caridad de algún vecino al que haya dejado la llave o por personas como nosotros, a las que permite la entrada y la estancia durante unos días.
La puerta principal es de madera y está entreabierta, pero dentro parece haber poca claridad. Tengo miedo de entrar y encontrarme una familia de cucarachas sentada a la mesa. Empujo levemente la puerta y el polvo, la suciedad del rellano, se revuelve con mi acción. Accedo directamente al salón, muy amplio, al fondo tiene una ventana corredera y unos sofás y, más cerca, a la derecha, justo después de una puerta cerrada que debe ser la de la cocina, una mesa de cristal que parece destinada a comer o a estudiar —mi hermano está enfrascado en lo último, sentado frente a un libro—. En la pared tras él veo un cuadro del dueño de la casa sosteniendo con un brazo a su hijo pequeño y a su mujer con el otro; están dibujados en tonos pastel sobre un emborronado fondo rosa (la mujer lleva una camiseta a rayas rosas y blancas). Cada punto hacia el que detenga la vista parece repleto de objetos sin utilidad: un candelabro negro y pequeño, un sombrero de paja con una cinta verde en la que se lee «VIVA», una vela grande y extinguida, un cuenco de flores vacío, un ambientador verde, revistas apiladas.
La novia de mi hermano, Ángela, sale a recibirme abriendo la puerta de la cocina, estancia impregnada por olor a queso fundido y en cuya encimera y paredes se repite el mismo intento de apilar sin fin objetos cubiertos de polvo. Me abraza —hace una semana que no la veo— y me pregunta qué tal el viaje. Cuando mi hermano, sin levantar la cabeza, me saluda con la mano plana, comprendo que su estado de ánimo ha entrado en conflicto con esta casa.
Ángela me dice que ha visto a dos hermanos gato y les ha dado algo de comer pero que acaban de salir corriendo al oírnos llegar. Antes de entrar me había dado cuenta de la presencia en el umbral de la puerta de un cuenco con agua y un tupper de plástico vacío, pero no comprendía a qué se debían.
—¿Tu amigo tiene un hijo pequeño? —le digo a mi padre, señalando hacia el cuadro del dueño de la casa.
—Qué va —contesta con tono brusco, como cuando piensa que estoy hablando o comportándome como si fuera más tonta de lo que debería—. El hijo tiene por lo menos treinta años ya. Si esa fue como su segunda o tercera mujer.
Me siento al lado de mi hermano y lo busco con la mirada. Él está concentrado en el libro.
—Me ha dicho papá que has estado limpiando.
—No sabes cómo estaba el cuarto de baño. Vomitivo.
Mi padre me explica que antes de venir a recogerme han explorado la planta de abajo, a la que se accede por unas escaleras exteriores, y que es imposible que yo duerma allí, está asqueroso. Ángela lo secunda y habla del sofá-cama que estaba destinado para mí, y dice que olía a humedad y estaba cubierto de moho; hay restos de cascajo en el suelo, las paredes están desconchadas. Al principio no les creo, o no entiendo. Quizá no está tan sucio como ellos dicen.
—¡Gata! —me llama la novia de mi padre. Es el nombre que me pone cuando ha bebido un buen rato y, casi siempre que me llama así, me explica que gata significa guapa o niña bonita en brasileño, pero esta vez no lo hace—. Puedes dormir en el salón con Filiña esta noche, y mañana vemos si lo de abajo se puede limpiar.
Me había olvidado de Filiña. Está sentada en uno de los sofás, con los auriculares puestos, el portátil en su regazo, probablemente viendo una película. Es una mujer tranquila y de frente despejada, casi siempre prefiere ignorar nuestras conversaciones. La opinión de Gloria sobre Filiña es la siguiente: dice que como su vida está dedicada a cuidar a sus padres ya muy mayores, de noventa y casi cien años, está acostumbrada a regular la soledad.
—¿Qué? —dice mi padre, en tono jocoso, dirigiéndose a mi hermano—. ¿Ya has recuperado la cabeza?
Mi hermano levanta por primera vez la vista del libro y lo mira entre el cansancio y la comprensión, y le habla con ese tono que tiene reservado para dirigirse con respecto e ironía a él:
—Estoy agotado.
Mi padre se ríe.
—El piso sigue asqueroso, las sillas, las mesas… he limpiado el suelo de nuestro cuarto, el del baño y el del salón, pero tampoco veo mucha diferencia.
Ángela sale de la cocina con dos platos, uno en cada mano, encima de ellos las pizzas, y los deja en la mesa de cristal, pero nadie hace ningún movimiento al respecto de la presencia de la comida, como si no estuviera allí.
—El frigorífico daba ganas de vomitar —continúa mi hermano—. Se estaba desprendiendo un líquido de arriba, casi todo lo que había estaba podrido, lo hemos tirado todo.
—¿No crees que te estás pasando un poco?
—Este sitio me da mal rollo —secundo a mi hermano, mirando alrededor, pensando que hacen falta un tenedor y un cuchillo, o unas tijeras, para cortar las pizzas.
—Bueno, los reyes de Roma, vaya dos niños malcriados que tengo, no tenéis suficiente con nada, ¿eh? El piso está muy bien, me lo ha dejado mi amigo sin haberle avisado con antelación. No sé qué más tenéis que decir al respecto.
He comprendido que aquí se acaba la discusión. Mi hermano pregunta:
—¿Nos tenemos que quedar aquí todos los días que estemos en la playa?
Mi padre se levanta de la mesa y empieza a gritar. Da un golpe con el puño sobre la mesa: ¡¿Pues qué hacemos?! ¡Nos vamos mañana a un hotel de cinco estrellas!
Yo también me pongo de pie y traspaso el salón con paso lento, a mi derecha queda la figura de Filiña con sus ojos detrás de las gafas pegados a lo que sea que esté pasando en la pantalla de su ordenador, deslizo la puerta corredera de cristal y salgo a la terraza. Ya es noche cerrada.
Una sombra sale corriendo al sentirme llegar, su trayectoria en horizontal sigue la dirección en que está colocada la barandilla negra. Si apoyas los codos en el frío del metal puedes ver que debajo de ti hay una piscina con agua podrida y lo que debió ser una tierna vegetación a su alrededor. A la izquierda quedan las escaleras que conducen a la habitación del sofá-cama mohoso. Y más allá de la vista, si observas hacia delante, alcornoques y pinos inmensos enclaustrados entre casas que bajan la cuesta de cemento y llegan hasta la arena y el mar, la costa, la línea del cielo.
A la hora de dormir, Filiña pretende quedarse con la mejor almohada, pero Gloria se la quita con una excusa y la coloca en el colchón donde voy a dormir yo. Filiña que tiene cuarenta años más que yo dormirá en el sofá, la veo echarse una manta por encima y cerrar los ojos.
Apago la luz y me quedo dormida como una muerta, con la rapidez usual de los días que se hacen más largos por un viaje, pero al poco me despierta el sonido como de un grupo de cetáceos buscando aparearse que se me cuela dentro del tímpano y hace daño. Despego los ojos entre la vigilia y el sueño, en la oscuridad puedo sentir cómo se abren las compuertas de mi cerebro, el desperdicio que corre como un líquido oscuro y salpicado de trozos sólidos que hacen ruido al deslizarse entre las fibras curvas y retorcidas de la corteza. Moviéndose rápido, la basura llega a la parte de atrás, cerca del bulbo raquídeo y entonces corro a encender la luz porque sé que en el momento en que la inmundicia llega a ese punto suelo quedarme ciega durante unos minutos, como quien se cae hacia atrás en una pista de hielo.
Filiña sigue roncando como un monstruo marino, la luz no la despierta ni tampoco mis pasos hacia el interior de la casa. El cuarto de baño se encuentra en un estrecho y corto pasillo. Abro la puerta, me siento en el váter, pienso que me calmaré una vez que orine, es lo más probable, el movimiento del cuerpo para serenar el alma.
Junto a mi pie derecho hay una toalla y sobre la toalla blanca una cucaracha grande y gorda, larga, única en su especie. No puedo gritar porque despertaría a todo el mundo.
Salgo, abro la puerta del cuarto de mi hermano, me acomodo en el borde del colchón procurando no tocarle el brazo y me duermo con el ruido del ventilador que han colocado frente a ellos.
Al día siguiente hay mucho sol por la mañana y bajamos a la playa en el coche de mi padre todos juntos y apretados (Filiña no cabe pero dice que no le importa y que prefiere quedarse en la casa). Alquilamos unas hamacas y decido deshacerme de la parte de arriba del bañador, e incluso cuando voy a pedir las dos cervezas que quieren mi padre y su novia sigo desnuda de cintura hacia arriba pero da igual, porque es la playa, hay otras normas. El chico detrás de la barra tiene mi edad, me cuenta que está terminando Ingeniería, alguna de ellas, y que su padre es cocinero en el chiringuito de la playa. Me tengo que ir, adiós. Luego hablamos. Sí. Al volver a la hamaca, mi padre me dice:
—Se le han puesto los ojos vueltos al muchacho, pobrecillo.
Recibo un mensaje de la mujer que se encargaba de cuidar al bebé gato que recogimos en Marruecos cuando estuvimos allí hace apenas tres semanas veraneando con mi madre. Al gato lo bautizamos con el color de su pelaje parduzco, lo llevamos al veterinario y luego a la asociación de la mujer tras donar el dinero que pudimos: Hello ginger died es el mensaje. En aquel momento le dejamos el gato a ella porque en ese país los animales tienen la rabia y por eso en la frontera con España impiden que entren, para que no se propague por Europa. Recuerdo cuando lo encontramos e intentamos darle leche pero no quería y se iba y yo fui a cogerlo, le puse la mano en la panza y noté los gusanos hurgándole dentro.
Cuando estábamos en Marruecos se nos ocurrió salvar al gato porque dos días antes habíamos visto a un perro caminar tranquilo y el coche acercándose y entonces el chillido y la pata retorcida, el perro alejándose cojeando, llorando y Ángela diciendo: hagamos algo, podemos ir, echarle agua. Pero cuando volvimos a mirar el perro ya se había ido.
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