La esperanza de la mujer incierta

Amar es sufrir y, de lo contrario, no puede haber amor.
Fiodor Dostoievski

La única certeza de la mujer incierta se centra en su incompletitud. Al plasmar una

sentencia así, traiciono cruelmente a Piedad Bonnett, y según sus descripciones, nuestra

relación se vuelve ambigua.

Evocar es la principal forma de materializar el sufrimiento, y Piedad Bonnett lo sabe, no

solamente como estructuración lógica de un texto, sino, como la conversación versada con

los fantasmas adustos de nuestra mente. En La mujer incierta, nuestra materia azul (como

me gusta llamar la contraparte melancólica de la materia gris del cerebro) se ve

contemplada con el fácil reconocimiento de situaciones ajenas que parecen calcadas de

dolores personales, como una inspiración tomada sin consentimiento, vistiéndose de

literatura universal. No es secreto que el material expuesto se germina en las sombras, brota

en el sufrimiento, lleva en sus carnes una culpa invisible, nace de los deseos incumplidos, y

por eso se desliza tan fácilmente en el pecho del lector, porque no hay nada más humano y

unificador que el dolor engendrado por el amor, y la pérdida.

Mediante capítulos divididos con subtítulos sencillos y sugestionables, el libro se presenta

en dos funcionalidades: una guía posterior en el ejercicio de descifrar la literatura de Piedad

Bonnett y el encuentro íntimo con la historicidad de la escritora, que funge como Pilar

fundamental de la vida de aquella mujer, a la que confunden el nombre con Pilar.

El estilo la delata como una agente perita en el uso del ritmo, sus frases sencillas,

conectadas en una estructuración generalmente trimembre, (que suele ampliar o disminuir

de acuerdo a los recursos narrativos necesarios para la cohesión de los fragmentos) y

separadas con comas, regalan un aire pictórico de belleza, así como una sensación perpetua

de leer un poema largo, que no desfallece, íntimo e intrusivo con los propios reflejos y

significados del lector. Lo que produce se puede determinar como una cadena cíclica, una

necesidad de fuerza mayor por descubrir en aquellas páginas, un algo expulsado de nuestra

consciencia, repartido en el mundo con la suficiente cercanía para poder identificarlo.

Al adentrarnos en la profundidad selvática, blanquecina de las páginas, caen rayos y

truenos a la estatua ficticia de la imagen pública de la escritora, erigida, (muy

probablemente) por deseos impertinentes de idealización por parte de las hordas de

fanáticos fieles. La imagen es totalmente contraria: se encuentra una mujer hipersensible,

que sufre, impotente en ocasiones, con un estómago débil ante el nerviosismo del mundo,

una madre enfrentada a un duelo inconmensurable, angustiante, en cuentas breves: una

humana nacida para la muerte, que se encuentra frente a ella en: una rebelión amarga. El

ejercicio de desnudar los lamentos nunca será fácil, y el acto de reunir las circunstancias

aversivas de una de vida perfecta para el ensamblaje de una tragicomedia, nos regala, a los

lectores, una periferia íntima a la hora referirnos al contenido del libro, uno que es mutable,

se esconde y vuelve a aparecer, en opiniones políticas, personales y sociales, pero que

siempre tendrá una que otra escama delatora como un camaleón enfermo: la consciencia

propia magnificada.

Se puede ser maldito y concebido como magnánimo a la vez. La mujer incierta posee las

dos caras de la moneda aleatoria del destino. Su vida está, de una manera personal y somera

de resumirla, sometida a designios invisibles escritos con sangre sagrada, estructuradas

como un dogma en su piel: la inclinación a sentir en carne viva el dolor del mundo. Bonnett

no escatima en mostrar sus heridas a los lectores, pero estas no se presentan bajo

clasificaciones de mártir o de incomprendida artista en un mundo contemporáneo seco y

poco sensible, sino, abre sus brazos, en lo que en la opinión personal se puede tomar como

una invitación al riesgo de amar, una demostración de los secretos escondidos en la

cotidianidad rampante y hasta austera. Pero no todo se demuestra orientado al sufrimiento.

Como una moneda, los dos lados ocultan un peso igualitario; la felicidad, esa contraparte

mítica y escondidiza se revela con un brillo glorioso en el relato de la historia: en los

premios obtenidos, la familia formada, las risas engendradas de la tranquilidad entre

tiempos de turbulencia, las amistades creadas, los libros escritos con la misión secreta de

ser destapa corchos para destapar los lamentos truncados en la garganta, las ganancias por

los mimos. No se puede concebir la felicidad sin el dolor, ni se puede concebir a Bonnett

sin la turbación de su alma, que, funcionando como un cuchillo afilado, lima la punta de un

lápiz en la que se plasma una historia secreta bella y particular, o se dibuja algo que no

tiene nombre.

Nunca se olvidan los lugares en los que el tiempo se detuvo, y el sol se tornó gris. No se

olvidan los rostros de los médicos que comunican malas noticias, ni los cafés donde una

llamada derrumba la estructura de la realidad. Bonnett utiliza la memoria como una

asistente útil y competente, sus recuerdos parecen almacenados en archivos nítidos y

frescos, sumergiendo a los lectores a mares profundos de historias entrañables y exquisitas,

que evocan desde el más puro lamento hasta la risa más honesta, pero siempre pasan por un

filtro imperdible: la conversión a la prosa artística del lenguaje humano vivido.

Nunca olvidaré el libro que me reveló la complejidad de las relaciones humanas, ni olvidaré

el precio del apellido, del nombre que se sentía suave, pero guardaba lagrimas suficientes

para llenar una playa, porqué los mares se componen de la cruel limitación humana de

sentirnos solos en el universo. Lo que no tiene nombre fue mi primera inmersión a la

literatura de Bonnett, una aventura que solo ha sido enriquecedora en el sentido último de la

palabra, y termina temporalmente en este manifiesto público, en La mujer incierta, cuyo

máximo saber se centra en su incompletitud, y la belleza de esta cualidad, que permite

llenar los espacios y recovecos del alma, que permite crecer con perenne ritmo. La única

certeza de La mujer incierta se centra en la volatilidad de los caminos a recorrer.

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