PPP-Niños en el bosque
El Coronel Iuthope había entrado en crisis. Desde que se había levantado esa mañana había presentido que todo lo que pasaría en adelante solo podía ir para peor, y cuando empezó a sentir los primeros ataques de la gastritis supo ya que el diablo acechaba la puerta. ¡Que mala decisión había sido de aceptar la tarta de berenjenas con crema de cebolla de las doñas! que a menudo le cocinaban por su intricada labor. Era pues la cara de la justicia en ese aglomerado de chocitas propias de granjeros y yeseros.
No se llamaba así mismo policía o juez, porque desconocía el significado real de esas palabras, si es que acaso tenían. De niño, cuando su mama lo mando a buscar hojas de laurel a los montes había encontrado el cadáver de un hombre uniformado en la tranquilidad de la empedrada. Tenía los ojos en blanco y en el pecho aun le brotaba el orgullo y la sangre. Rápido como era, corrió para avisarle a su padre, quien después de seguirlo le explico que aquel hombre era un Coronel. Si existía un tipo de persona a la cual el orgullo le seguía palpitando después de muerto, era para el de lo más impresionante y fue por ello tomo ese cargo como suyo.
Sin embargo, hasta ese día poca cosa más que una dispuesta de cabras y terneros era lo que sus sentencias habían resuelto. No sabía de leyes ni de ética, pero sabía palabra por palabra que quien hurta las pertenecías de otra carga demonios en los hombros. Pero acaso, aunque creía que hasta las arañas bananeras que se robaban la comida entre si podían portar los demonios, no creía que eso era posible en los niños. Por eso cuando las doñas le tocaron la puerta esa mañana diciendo que un “crio” había robado unas gallinas de la granja del Visco lo tomaron por sorpresa. Antes de que pudiera ponerse las botas de coral ya estaba en la plaza con toda la gente rodeando al chiquillo que no llegaba a los siete años. La gastritis le golpeaba las entrañas.
- La cosa es fácil — exclamo el Visco — con diez látigos esta la cosa.
- Hoy parece que tiene trabajo liviano — dijeron las doñas, envueltas en la grasa de cabra y el olor de la carne.
Sin embargo, la cosa no estaba tan simple para el coronel. Veía como el niño temblaba, vibrando una piel de tono morado, lo cual marcaba que ya lo habían golpeado antes de que el llegara.
- ¿Quién es la mama? — pregunto.
Miro hacia el circulo de los juzgantes, pero nadie levanto la mano o dijo algo que indicara aquello. Era claro que no era del pueblo pues nunca lo había visto. Entonces le pregunto de donde era, pero el tampoco contesto.
- ¿A que viene el espamento coronel? Si no se atreve lo hago yo, deme la orden nomas — se impaciento el Visco.
Al ver que las doñas también lo miraban con el rostro raro como cuando veían que los chivos no volvían del monte, hizo lo que hacía con cualquier otro juzgado, afino la vista hacia el cuerpo pequeño y entonces los vio. No quería creerlo al principio, pero estaban ahí, colgados de los hombros del niño se aferraban con las uñas negras unos demonios de cola triangular y cuernos de avispa que poco a poco iban creciendo. Se quedo atónito ante la revelación, era como si se le cortaran las verdades que conocía. Sintió una potente ira no por el niño si no por los demonios que empezaban a tomarlo la cabeza y a reírse de él. Pensó en las arañas bananeras, en la muerte de su padre y lo que este le había dicho antes de irse a los eternos campos de maíz, que uno no tiene paz en lo que no cree.
Impulsado tomo la mano del niño y se lo llevo a la vista de todos por el camino del Ombú, el único que salía del pueblo. Cuando le soltó la mano el pequeño comenzó a caminar por su cuenta luego a correr. Lo siguió atravesando las espinas y las enredaderas morenas que le tomaban las piernas como serpientes. Atravesando el monte termino hallando una casucha de madera que estaba a unos pocos tiempos de caerse en la nada, el niño entro en ella y cerró la puerta. No supo cómo explicarlo, pero sentía conocer aquel lugar, lo que lo llevo a transformar la rabia en odio hacia sí mismo. Estaba claro que no viviría en paz hasta que los demonios abandonasen los hombros del niño. Por eso decidió que se los cargaría en la espalda.
Dentro de la cabaña solo encontró un suelo cubierto con láminas de paja y una lona que escondía herramientas de un padre difunto. Sin dirigir la mirada al niño que lo veía aterrado en un rincón saco las herramientas afuera. El terreno pedroso que tenía por delante era propio de la montaña, pero no dudo en penetrarlo, con una azada y un pico de mango de durazno empezó a surcar la tierra. Plantaría semillas de mostaza, luego de trigo y con el tiempo ya no tendrían que preocuparse por comer, lo planifico en la ansiedad de la brevedad y así lo hizo.
El niño poco a poco le fue perdiendo al miedo hasta que finalmente lo empezó a seguir por todos lados sin decir palabra. Nunca más volvió al pueblo, ni para buscar sus cosas, arreglo la casa, la pinto con pintura negra e hizo camas con cañas de bambú, el coronel Iuthope nunca se sintió más vivo, ya no estaba mimado por las comidas de las doñas, tenía que salir a cazar conejos o a pescar carpas, pero con el tiempo le fue tomando la mano y el niño fue aprendiendo con él. Al cabo de un tiempo comprendió que el niño no sabía hablar y que seguramente había vivido la mayor parte de su vida como un animal, por ello lo educo con lo poco que la sabia. No fue hasta que a la luz de un fogón observo que los demonios lo habían abandonado, se sintió feliz por ello aun cuando sentía como estos le clavaban las uñas negras y se le acurrucaban ahora en la espalda. Entonces le dio un nombre, Etíope como su abuelo.
Una noche al verlo dormir supo que Etíope era el Coronel que él se había cruzado muerto en el monte, tenía el mismo rostro orgulloso y fuerte junto con los tonos dorados tatuados por el sol. Si bien sintió tristeza al saber su destino, no dejo que eso lo debilitara, pensó que alguien como él tendría una gran razón para morir.
El Coronel siguió sembrando y cazando mientras lo educaba, hasta que eventualmente la vejez los alcanzo y su hijo Etíope decidió a irse a buscar su vida. Era un joven fornido con los ojos siempre bestiales pero amables. Lo último que le enseño fue la habilidad de ver los demonios esperando que lo ayudara a en su vida. Le deseo buena suerte y se despidió de él.
El Coronel Iuthope vivió sus últimos años rodeado de demonios que lo atormentaban, pero él se les reía porque sabía que los había lastimado en vida. Etíope no se enteraría de su muerte hasta muchos años después, cuando volvería como Coronel luego de haber liberado las tierras del Sur y del Norte. Lo encontró en la choza remachada, que volvía a tener la apariencia de estar por derrumbarse. Tenía una sonrisa de tranquilidad, como si supiera que el muchacho lo había encontrado por fin. Con esa misma expresión lo enterró. Esa noche durmió con los demonios y estaba por retirarse a sus tropas en la mañana cuando un niño lo interceptó en el camino.
Vio al igual que su padre los demonios en sus hombros y una ira en los ojos, era uno de los hijos del enemigo que lo había ido a buscar al enterarse dé su llegada.
- Anda, dispara hijo — exclamo.
El sonido no fue escuchado y nadie supo de la muerte del Coronel hasta que un niño que buscaba hojas de laurel lo encontró con el pecho abierto, brotando orgullo y sangre aun después de muerto.
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