Corría el año 1976, tenía dieciseis años y en una charla informal decidimos, con mi amigo Carlos Efrén, que haríamos un viaje “echando dedo” para que nos recogiera cualquier medio de transporte. Jocosamente planteamos ir donde nos llevara el destino sin límites en la distancia del recorrido y en el tiempo empleado para ello.
Decidimos arrancar temprano en la mañana, un miércoles de Semana Santa, con una mochila a las espaldas y entre los dos la cantidad de $ 150 que representaban muy poco dinero, pero que bien cuidados nos sacarían de apuros. Optamos por tomar un autobús que nos dejara cerca a una autopista que saliera por el sur de la ciudad de Bogotá, llegar a su último paradero e iniciar allí el recorrido confiando que alguien nos recogiera.
Empezamos a caminar y a levantar el brazo derecho con la mano entrecerrada, mientras el dedo gordo indicaba la dirección en que queríamos ir, pero muy rápido nos dimos cuenta que los vehículos pasaban de prisa y no nos hacían ningún caso. Continuamos caminando hasta la siguiente población llamada Soacha y allí nos detuvimos en el último semáforo para pedir que nos llevaran. Insistimos con varios automotores y ya nos estábamos resignando a volver a casa con el rabo entre las piernas cuando una camioneta Dodge, paró a recogernos. Atrás llevaba una zona de carga o descubierta que nosotros llamamos platón y que en otras partes se conoce como Pickup. Le dijimos al hombre que conducía que si nos llevaba, nos preguntó a dónde queríamos ir y le contestamos hasta donde usted vaya…
El vehículo llevaba una gran lona enrollada en la parte de atrás la cual nos sirvió para recostarnos, mientras cada uno en un extremo nos aferrábamos con una mano a los bordes de la misma. Hacía un día caluroso y muy pronto empezamos a sentir un poco de cansancio, sed y hambre. Casi a las dos horas el señor paró el vehículo y se bajó con la esposa e hija a comer algo en un restaurante del camino, entonces aprovechamos para bajarnos y estirar el cuerpo. Nos invitó a tomar una cerveza, la cual agradecimos, aunque sinceramente nos hubiese gustado más comer y beber otra cosa. Pero como: “A caballo regalado no se le mira el colmillo” la degustamos con el mayor placer posible y aprovechamos para ir a orinar.
Luego esperamos pacientemente, cerca al vehículo, que la familia terminara de comer para emprender el camino. Mientras avanzábamos los comentarios se referían a que iríamos hasta el fin del trayecto que ellos tuvieran marcado e incluso imaginamos llegar hasta la lejana Costa Atlántica. Los sueños e ilusiones se rompieron cuando el vehículo desvió un poco del camino y paramos a la entrada de una finca. Era el sitio de fin de viaje para ellos, entonces bajamos y con una sonrisa les dimos sinceramente las gracias.
Empezó una odisea para nosotros, quedamos en una carretera en la cual los autos pasaban a gran velocidad y ninguno nos hacía caso. Al rato desistimos acordando iniciar el camino a pie hasta la población más cercana, nos fuimos por una especie de brecha rodeada de árboles y vegetación que nos protegía del sol, ya se sentía un fuerte calor húmedo que aumentaba nuestra sed y también el hambre. Encontramos a nuestro paso tomates y mangos que aliviaron nuestros estómagos, pero lo más curioso fue encontrar un rollo de papel higiénico casi completo que nos hizo caer en cuenta de lo importante que era, además de hacernos sonreír.
Después de nueve kilómetros llegamos a la población de Melgar, extenuados y sudados. Entonces tomamos la decisión de saltar una valla que daba al Centro Vacacional de Cafam, en el intento mi pantalón se enredó con un alambre de púas y se rompió. Escondimos las maletas en un matorral y nos fuimos simulando ser turistas y dando un paseo. El sitio contaba con camping, hotel, piscinas…entramos al restaurante y compramos algo ligero, por experiencia sabíamos que la gente dejaba comida sin probar y la idea era hacernos a ella. En una mesa cercana una señora, con tres niños, hacía esfuerzos para que comieran pollo con patatas y de alguna manera los recriminaba; de un momento a otro se fueron. Nosotros nos levantamos con nuestra bandeja y fuimos a la mesa, nos sentamos y repartimos la comida, repentinamente la señora estaba al frente de mí y nos empezó a regañar. Me sentí muy mal y acalorado, mi amigo le daba la espalda, optó por agachar la cabeza y reír, me contagié de su risa nerviosa. La señora se enojó aún más si cabe, parecía una fiera, terminó su reprimenda y se marchó. Entonces nos dedicamos a comer. Fue una aventura que hoy en día recordamos con gracia y que nos hizo sentir una gran vergüenza.
Nos encontramos unas amigas jóvenes del barrio, que nos ayudaron a ubicar en un camping. Sin embargo al otro día al estar caminando un guarda nos pidió el documento para comprobar si estábamos inscritos y al ver que no, nos sacó del Centro. Dimos una vuelta grande por el campo y después de unas horas volvimos a entrar por la parte de atrás que daba a un lago. Nuestras amigas preocupadas le comentaron al padre y él autorizó para que durmiéramos en la cocina de la cabaña que ellos habían alquilado. Después de desayunar les agradecíamos y decíamos que volvíamos en la noche para dormir, la idea era molestar lo menos posible.
Continuamos con la rutina de comer en el restaurante, ir a la piscina, caminar…Llegó el momento de volver a casa y nos ofrecieron llevarnos en la camioneta que tenían, curiosamente era parecida a la que nos había llevado, lo aceptamos y llegamos a casa.
Sobrevivimos unos días en buenas condiciones y nos fue tan bien que hasta sobró algo de dinero ¡nos parecía increíble! Desafortunadamente no lo volvimos a repetir.
Podríamos decir que la vergüenza le ganó a la aventura…
OPINIONES Y COMENTARIOS