Que venga un viento y lo vuele todo

Que venga un viento y lo vuele todo

Mario Berardi

02/04/2018

1.-

Le tiré la ropa al mar.

Eso le había dicho Máximo a ese tipo, aquella vez, cuando por fin se animó a hablar. Después se olvidó, como se olvidó de todo lo que tenía que ver con ese pueblo de mierda. Como si nunca hubiera estado ahí. Como si, treinta años atrás, no hubieran cruzado la estepa, Gabita y él, en aquel Renault 12 destartalado, con la ilusión de empezar una vida nueva. Ahí, bien al sur, justo en medio de los vientos.

Y ahora él, Máximo, había regresado al mismo punto en el que toda aquella historia había empezado. Esta vez había viajado solo, en un auto nuevo con aire acondicionado, butacas rebatibles y hasta GPS, pero era un hombre grande y enfermo, y las molestias en el cuerpo igual se sentían. Se bajó del auto aferrando su bolso de viaje. Estiró las piernas como pudo y miró el frente centenario del bar, los ladrillones descascarados, las ventanas coloniales con sus fallebas abiertas. Ahí, encima de la puerta, debería estar el cartel de la Coca Cola con el nombre del establecimiento. Bar los amigos, recordó Máximo. Ese nombre era un mal chiste. “Bar Los hijos de puta” se tenía que haber llamado. De todas formas, el cartel ya no estaba ahí. A sus espaldas, detrás de los álamos, el río estaba tan manso que casi no llamaba la atención. Una lancha amarró en el muelle y cinco o seis personas bajaron, saludaron al conductor y se desparramaron por las callecitas sin hablar entre ellos. Por unas pocas monedas habían cruzado el río sin tener que dar la vuelta por el Puente Viejo. De eso se acordaba bien. Y también del bar, claro.

Había llegado ese mediodía, había recorrido el pueblo y sus alrededores, había recordado una cosa detrás de la otra, pero no había podido encontrar ningún lugar de los que la memoria le traía. Como si a todo lo hubiera sepultado el olvido. O las tormentas de viento que en verano asolaban la Comarca, recluyendo a los pobladores y sus miserias al interior espeso de las casas. Así que ahí estaba ahora, parado en el punto exacto en el que, aquella vez, se habían bajado con Gabita del Renault 12 y se habían mirado con la ilusión de que, por fin, empezaba una vida nueva. Estamos en casa, llegamos, le había dicho él, pero ella se había reído con esos ojos despectivos de gata. Se acordó también de Gabita sacudiéndose el polvo de la ruta, el pantalón de bambula, el culo perfecto al bajar del auto y caminar unos pasos con el cigarrillo en la mano para pedir fuego al primero que apareciera, la sonrisa impúdica que le dedicó a ese imbécil que (más adelante lo sabrían) se llamaba Gustavo Sierra. Ese tipo que la iba de psicoanalista, de hombre del sur, y que en ese instante inaugural se había acercado a Gabita y le había prendido el cigarrillo (y tantos otros fuegos) con su encendedor verde metalizado, tan delicado que daba asco.

Máximo juntó coraje y entró al bar. Sin pensarlo mucho, fue a sentarse en la mesita que estaba junto al ventanal más alejado. La misma que había ocupado aquel día (en el comienzo de la historia) con Gabita a su lado. La misma mesa, también, en la que se había sentado (ya en invierno) frente al imbécil de Gustavo Sierra, las miradas afiladas como cuchillos, cada uno con su vaso de ginebra, mientras allá enfrente el viento remontaba las aguas del río hacia atrás, hacia sus orígenes. Él, que nunca hablaba, esa tarde había hablado. Le tiré la ropa al mar, había dicho.

Dejó vagar la mirada por las paredes descascaradas, por las baldosas gastadas que en el centro del salón parecían formaban una hondonada, por los cuadros en las paredes, por el río, por la figura de algún solitario que andaba en silencio por la costanera. Llamó a la chica del bar, que se acercó después de un rato, displicentemente. Tenía casi la mitad de la cabeza rapada y la otra mitad teñida de violeta y naranja.

—Traigame dos ginebras. —Dijo Máximo, casi sin mirarla.

La chica se pasó la mano por el lado rapado de la cabeza, dio media vuelta y se fue a buscar el pedido sin prestarle mayor atención. Máximo se acordó del tipo que atendía antes el lugar: un gordo mugroso que se mimetizaba entre los objetos inservibles y las botellas ancestrales de licor acumuladas. Según decían en el pueblo, el hombre tenía visiones cada vez que llegaba alguien de la ciudad. Visiones de muerte, de sangre, de pecado. Un tipo repugnante, ojalá se haya muerto, pensó Máximo. También faltaba la vieja radio a válvula que solía transmitir (entre nubes de estática) los informes de los paisanos que pedían toparse, en ignotos parajes, con un médico, un veterinario, una encomienda. Ahora el mostrador estaba limpio y, por detrás, tres o cuatro muchachitas reían y se hacían burlas. Debían ser amigas de la chica rapada. O hermanas. ¿Serían todas parientes del cantinero gordo?

¿Y los cuadros? ¿Había cuadros en las paredes del Bar los amigos treinta años atrás? Sí, claro que había, pero no éstos de ahora. Máximo recordó un cuadrito opaco con motivos gauchescos, un paisano domando un caballo que se encorvaba sobre la pampa verde. No sobre la estepa amarillenta sino sobre la pampa verde. Pero ya no estaba, alguien lo había reemplazado por pinturas “geométricas” que parecían representar planetas desconocidos con sus lunas, y por la foto de dos caballos blancos, en un almanaque, que si uno se movía un poco a un costado se transformaba en un pueblito alpino cubierto por la nieve. ¿Y los cuadros que pintaba Máximo? No, de eso él no se acordaba. Es cierto, a veces lo asaltaba la imagen de la casita de la playa, el patio abierto, el humo arrebatado por el viento, el tambor de la basura lanzando chisporroteos. Pero Máximo no recordaba (no quería recordar) que lo que allí se quemaba eran sus cuadros, destrozados previamente por él mismo con su cuchillo de pesca.

Él iba a ser un artista, iba a pintar, iba a encontrar su ser interior (para eso habían cruzado medio país en un auto desvencijado). Pero no, las cosas no resultaron así. Se había traído un equipo de pesca que le habían prestado, junto a telas, bastidores, oleos y pinceles en los que se había gastado su último salario. Mal que mal, con el tiempo había aprendido a encarnar, a tirar la línea, a soportar las horas de aburrimiento con los pies en la orilla. Pero nunca había pescado nada. Y lo mismo con la pintura, porque eso que hacía no era pintar. Por las tardes armaba el caballete. Frente al mar, en las lomadas áridas, en el interior húmedo de la casita, pero lo único que lograba era repetir obstinadamente el mismo motivo: una línea gruesa que bajaba en espiral hasta formar un tronco como de árbol, como de arteria, figura que luego iría febrilmente rellenando, desdibujando, deformando. Mandala decía Gabita al principio, metida a crítica de arte de puro aburrimiento, de pura desazón, mientras él rellenaba furiosamente los huecos con ocres y bermellones. Pero unos meses después ella le tiró uno de esos cuadros por la cabeza, mientras le escupía sus odios y rencores, ahí en el interior de esa mínima casita sacudida por los vientos y el salitre, y le decía pedazo de pelotudo, ¿qué es lo que estás haciendo? ¡Pintás siempre el mismo cuadro! Son todos iguales, todos… Y él no le contestaba. No la miraba. Ni respiraba con tal de que no ardiera todo de verdad. Pero poco después pasó todo lo que pasó.

La chica caminó hasta la mesa, dejó dos vasos grandes con ginebra (uno cerca de Máximo y el otro un poco más separado, como si se esperara a alguien más) y regresó con sus amiguitas. Máximo la observó alejarse: la muchacha podría ser su hija, incluso su nieta. Instintivamente, tomó su bolso de viaje y lo apoyó sobre sus rodillas. Después, se bajó de un trago medio vaso de ginebra, respiró hondo, y se quedó mirando mansamente por la ventana cómo la costanera desierta se iba hundiendo en la opacidad del atardecer. Nada estaba en su lugar en ese pueblo de mierda. Toda la tarde andando por la Comarca para acá y para allá, y nada. Era como si alguien se hubiera tomado el trabajo de hacer desaparecer todos los sitios amados. Y también los sitios odiados. Lo único que permanecía igual era la insignificante entrada del pueblo: después de eternas horas de ruta desierta habían ido apareciendo, ese mediodía, los primeros arbustos y los primeros caseríos, como en aquel otro viaje. Enseguida, un cartel despintado y un desvío en desnivel hacia la derecha, el camino de grava que llevaba directo a la plaza central, la terminal de ómnibus, la iglesia y los veintitantos negocios. Lo primero que buscó fue el corralón municipal donde solían reunirse con los artistas de la comarca, pero no lo encontró. Igual le importaban un carajo los artistas de la comarca, ese grupo de inservibles que se reunían para hablar de proyectos que nunca llevarían a la práctica. Ni siquiera se acordaba del nombre de alguno de ellos. Estaba esa señora grande, que seguro ya habría muerto, que tejía bufandas mientras los otros le alababan la obra (algún poema, un texto breve de carácter moral, el comienzo de alguna novela que nunca sería terminada). Y estaba también ese flaquito de pelo largo que dibujaba o diseñaba, y pestañeaba como un idiota. Y la bailarina y la pintora que competían todo el tiempo (una de ellas los había invitado una noche a cenar a su casa, pero no recordaba cuál de las dos había sido). Y ese funcionario de la Dirección de cultura que era el único que sacaba algún provecho de ese asunto. Pero, ahora, nadie sabía nada del corralón municipal ni de los artistas de la Comarca.

Después de dar varias vueltas sin ningún resultado volvió a la ruta y se fue bordeando las chacras hasta el fondo, hasta la amplia boca en la que el río se mezcla con el mar. Ahí, donde el camino de grava se transformaba en pastizal y se diluía en los médanos tendría que haber estado, sobre la playa, esa casita de pescadores que alquilaron con Gabita. Ese hogar de la vida nueva en el que ardieron todos los fuegos. Pero no estaba ahí. Ahora, el camino de grava terminaba en la nada, se agotaba en arenales y desniveles, mucho antes del mar. Y no había lomada, ni pastizales ni casita del amor, ni pisos de baldosas, ni ventanitas adornadas con rústicas cortinas de cuento, ni ropa colgada al sol, ni el patio abierto al mar. Y tampoco, claro, podían escucharse gritos impúdicos a horas desiguales, carcajadas satisfechas, insultos de amor desafiando al desierto y al mar.

Pero habían pasado treinta años y él había decidido volver, a pesar de todo. Así que buscó a alguien con quien hablar, aunque no le gustaba pedir ayuda. Estacionó el auto frente a una de las chacras y golpeó las manos, varias veces. Un hombre de mediana edad se acercó a paso tranquilo. Al verlo, con ese pantalón deportivo, esos lentes oscuros y la sonrisa leve, Máximo supo enseguida que no tenía sentido preguntarle nada. Que el hombre era de otro mundo. Que no podía entender. Pero igual le preguntó por la casita y por la pareja que vivía ahí en otra época. Claro que el hombre no sabía nada, no conocía a ninguna Gabita ni tampoco ninguna casita de la playa. Máximo extendió la mano para despedirse rápido, pero justo en ese momento, imprevistamente, se acordó de algo. De algo más. La memoria, como el mar (y como el viento), busca sus propios caminos y al final pasa. La playa de los mundos, recordó Máximo, mientras le retenía la mano al chacarero y lo miraba buscándole los ojos detrás de los cristales oscuros.

—Lo que seguro usted conoce es la playa de los mundos —le dijo Máximo a viva voz, como si ese nombre que él había inventado treinta años atrás significara algo para alguien—. Si usted es de acá la debe conocer. Ahora el camino está borrado. Lo cubrió la arena, parece.

El chacarero escabulló la mano y se fue rápido para adentro de su propiedad, musitando algo que podía haber sido un saludo.

—Es esa playa que está más allá de los acantilados. ¡La que tiene un puente! —gritó Máximo, para que el otro pudiera escucharlo— ¡¡Ey, pedazo de hijo de puta, te estoy hablando!!

Durante los quince minutos que tardó en hacer el camino de regreso, Máximo pudo revivir nítidamente los sonidos, los olores, las texturas de la playa de los mundos. ¿Era posible que todo eso lo hubiera inventado él? ¿Que nadie la conociera? Se llegaba descendiendo por un camino empinado que partía al medio el acantilado, como un tajo siniestro entre dos mundos. Una vez abajo, había que caminar sobre las rocas húmedas, rugosas, perforadas por las olas, entre estallidos de agua y espuma. Y también: los alaridos de las avutardas sobre el bajo continuo del mar, las nubes de yodo revoloteando con el viento de la orilla, Gabita corriendo desnuda, furiosa, entre nubes de arena. ¿Nada de eso había existido? Y el puentecito, claro. Había que meterse al mar y caminar sobre las piedras hasta llegar, según la altura de las mareas. Y después subir la escalerita por un lado y bajar por el otro lado, que estaba también en el mar. No servía para nada. Solamente para pescar, pero él nunca pescó nada. Y detrás, el acantilado. Le tiré la ropa al mar, volvió a pensar Máximo, aunque no se acordaba de las bombachas, las blusas de bambula y los pantalones hindúes revolcándose entre los piletones de roca, una y otra vez, antes de ser devorados para siempre por la furia hambrienta de la naturaleza.

Mejor no recordar. Mejor hacer lo que hay que hacer, pensó Máximo y de un trago terminó de vaciar el primer vaso de ginebra. Enseguida acercó el segundo vaso que estaba sin empezar.

—Señorita. —Dijo, con un aire a la antigua. Su propia voz le sonó lejana, como de otro— ¿Podría hacerle una pregunta?

La muchacha lo miró desde lejos, comentó algo con sus amiguitas y, cuando las risas se fueran apagando, se acercó y se quedó parada esperando. Máximo le dio un trago al segundo vaso de ginebra y acomodó su bolso sobre la mesa. Con gesto concentrado lo abrió y sacó de su interior un fajo completo de billetes. Sabía que un fajo eran cien billetes de cien pesos. O sea: diez mil pesos. Mucha plata. Y mucho más en ese lugar perdido del mundo. Buscó la mirada de la chica, y le pareció que por primera vez ella le prestaba alguna atención.

—Necesito un lugar para quedarme. Esta noche. Hasta mañana al mediodía como mucho. Ya sé que esto no es un hotel, me lo dijo el gordo hace treinta años, cuando vine con mi mujer. Esto no es hotel, me dijo, y salimos a buscar por ahí y alquilamos una casita pero no acá, era en la misma playa, pasando las granjas, al lado de la desembocadura del río. Hace un rato estuve por ahí pero la casita no está más. Ni siquiera encontré el lugar. Es todo médanos ahora.

La muchacha lo miraba con un brillo en los ojos que no terminaba de resolverse.

— Ahí al fondo hay una piecita donde el gordo hacía sus siestas, yo me acuerdo. Una pieza llena de porquerías. No me importa. Me quedo ahí. —siguió Máximo.

Extendió el fajo de billetes hacia la muchacha, arrastrándolos sobre la mesa, pero sin quitarle la mano de encima.

—Y hay otra cosa. Antes. Si me decís que sí, esta plata es para vos —le dijo, apretando los billetes contra la mesa. Ella amagó una sonrisa (sensual, falsa, impensada) y apoyó su mano sobre la de Máximo.

—No es eso, imbécil. No es eso—. Reaccionó Máximo. La muchacha retiró la mano—. Es otra cosa. Necesito que te sientes. Acá, enfrente mío. Tengo que hablar. Te voy a contar una historia. Pero quiero que me escuches bien, hasta el final. Te pago, claro.

Afuera, la costanera había sido devorada por la noche. Entonces él se puso de pie, dejó los billetes sobre la mesa y encaró para el fondo del local.

—Voy al baño y vengo. Ya sé dónde es.

Sinopsis:

Máximo (un hombre de ciudad), regresa a un pueblo perdido en la Patagonia (la Comarca), en el que había vivido una historia de amor intensa y peligrosa con Gabita, treinta años atrás. Máximo se siente viejo y enfermo, y sabe que no puede recuperar esa vida que soñó y que no pudo ser. Sin embargo, un oscuro impulso lo lleva de nuevo a ese pueblito que en su momento despreció, decidido a jugarse, ahora, el todo por el todo.

Pero todo ha cambiado, y le cuesta encontrar los lugares y personas que conoció, y se ve atrapado en una red de prejuicios. Después de varias peripecias, encuentra por fin a Gustavo Sierra, quien en su momento había tenido una relación con Gabita, lo que había impulsado a Máximo a abandonar repentinamente la Comarca. Ahora, nadie sabe nada de Gabita en el pueblo, y entonces Máximo y Gustavo Sierra (enemigos ancestrales) se necesitan uno al otro para encontrar el paradero de Gabita y saldar deudas con el pasado. Sin embargo, Máximo oculta algún secreto inquietante: ha traído una desmesurada cantidad de dinero, con el qué logra conseguir voluntades en el pueblo.

La novela está narrada desde distintas focalizaciones y puntos de vista, lo que hace que la realidad de lo que se cuenta sea siempre provisoria y ambigua.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS