Si hay algo que nunca o casi nunca pude hacer, fue cambiarle un pañal a mi hijo. Como ya les había contado en algún relato anterior, era muy asquiento desde chico y lo sigo siendo. Las pocas veces que logré cambiar un pañal, en realidad creo que puedo contarlas con los dedos de una mano, involuntariamente volteaba la cara hacia un lado y las arcadas aparecían incesantemente mientras lo hacía, lo cual era siempre motivo de burla de quien me observara en ese momento. Siento algo de vergüenza al contarlo, pero es algo que no podía evitar. Sin embargo, hay algo que hacía siempre y lo hacía con mucho amor.
Como todas las madrugadas, alrededor de las tres de la mañana, me despertaba el llanto de mi hijo que reclamaba su teta. Era lo justo, ya habían pasado varias horas desde la última vez que tomó su leche. Desde mi cama y mientras me incorporaba, empezaba a hablarle con voz de padre engreidor. “Lisura, cayajo, ¿quién tene hambre… quién?”. Con un ojo abierto y el otro apretando los párpados entre sí, me acercaba a la cuna y extendía los brazos para cargar a mi niño que no dejaba de llorar. Pero una vez que el pequeño sentía el calor de las manos de su padre, casi instantáneamente se calmaba y cesaba el llanto. Él ya sabía, aún con sus pocos días de nacido, que iba a ser trasladado hasta los brazos de su madre para ser alimentado.
A pesar de la hora, de la interrupción del sueño, de saber que en pocas horas tendría que levantarme para ir a trabajar, el tener que esperar que mi hijo termine de amamantarse para volver a cargarlo, apoyarlo sobre mi pecho y hacer que “bote el chanchito” para luego arrullarlo hasta que nuevamente quede dormido, hacía que esos momentos se convirtieran en mágicos entre padre e hijo.
Seguramente muchos papás que hoy me leen hicieron lo mismo con sus hijos y mientras los arrullaban para que vuelvan a dormir les cantaban canciones de cuna tradicionales, como el “Arrorró mi niño, arrorró mi sol, arrorró pedazo de mi corazón” o alguna otra de ese tipo. Lo cierto es que yo, padre primerizo y fanático del fútbol, hacía que mi pequeño vuelva a dormir con un cántico de barra brava de un equipo argentino. La primera vez que lo cargué desde los brazos de su madre después de haberse alimentado y luego de unos golpecitos suaves en la espaldita para que «bote el chanchito», sin darme cuenta empecé a cantar “Vamos, vamos, Boca Juniors, Vamos, vamos, a ganar, que esta barra bullanguera, no te deja no te deja de alentar” y mi hijo se quedó quietecito mirándome fijamente a los ojos por unos minutos, yo repetía la canción una vez tras otra y de pronto se quedó profundamente dormido. A partir de ese día, canté solamente esa canción con él entre mis brazos. Lo curioso es que su madre o sus abuelas cuando intentaban hacerlo dormir, usaban las canciones infantiles más conocidas y no lo conseguían. Incluso si cantaban la de Boca, tampoco lo lograban, podían pasar horas arrullándolo hasta que el bebé de tanto llorar quedaba dormido rendido por el cansancio que produce el llanto.
¿Qué era lo que hacía que mi niño durmiera inmediatamente en mis brazos con el cántico de Boca? No se explicarlo exactamente y como comprenderán, mi niño, que hoy es ya un hombre tampoco lo sabe, ni lo recuerda. Podemos encontrar miles de explicaciones románticas, que hablan del profundo amor entre padres e hijos, de una conexión especial e infinita. No importa cuál sea la correcta. Lo importante, lo verdaderamente importante es que ese nexo que se establece desde los primeros minutos de vida con los padres no se rompe nunca. Que puede haber solo unos metros o quizás miles de kilómetros de distancia entre tu hijo y tú. Pero ese nexo va a estar ahí. Siempre va a existir la necesidad de tenerlo cerca, de volver a cantarle el “Vamos, vamos, Boca Juniors” como quien canta un himno que identifica este amor interminable e incondicional entre hijos y padres.
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