-¿Falta mucho?
Luis escrutó los asientos traseros del automóvil.
Sus dos pequeños lo miraban aburridos.
-Habéis preguntado eso mismo unas doscientas veces en lo que va de viaje. ¡Y eso que acabamos de salir de casa! -se rió María, su esposa, aprovechando para fijarse por el espejo retrovisor en los renacuajos.
-Es que esto es un rollo, jo, mamá… -se quejó Roberta.
-¿Qué vas a saber tú lo que es un rollo con seis años que tienes, mocosa? -preguntó de manera risueña Luis.
-Hala, mamá, me ha llamado mocosa.
-Mocosa, mocosa… -canturreó por lo bajo Felipe, burlón.
María puso los ojos en blanco y se centró de nuevo en la carretera.
-Bueno, y si estáis tan aburridos, ¿por qué no nos contáis una historia?
-Eso estaría fenomenal. La verdad, yo también estoy un poco aburrido -terció Luis.
-¿Cómo se cuenta una historia? -inquirió, curioso, el pequeño Felipe.
-Yo tengo sueño -añadió Roberta.
María suspiró.
-En realidad, habéis madrugado mucho. Es lo que tiene que vuestros abuelos vivan tan lejos. ¿Tenéis ganas de ver a los abuelos, no?
-¡Síiii…! -vitorearon ambos.
-Entonces no queda otra que pasar un poco de sueño y aburrimiento para verlos. Hace tiempo que no los vemos, y la abuelita está un poco malita, ya sabéis. Quizá sea la última vez que la veamos, así que tenéis que aprovechar para darle muchos, muchos besitos y abrazos. ¿Se los vais a dar?
Los dos asintieron muy enérgicamente.
-Muchos, muchos besitos, y abrazos, así… -Roberta extendió los brazos a ambos lados, indicando la magnitud de los que le daría a su abuela- de grandes, mamá.
-¿Sólo eso?
-No, mira, asííí… -se corrigió, abriéndolos tanto como pudo.
-Eso está bien -la aplaudió Luis-. ¿Tú también, hijo?
Felipe asintió, muy contento.
-Tengo muchas ganas de ver a la abuelita, papá. ¿Pero por qué es la última vez que la vamos a ver?
Luis miró a su hijo. Abrió la boca. La cerró. Suspiró.
Miró a su mujer, sin palabras. Sintió un nudo en la garganta.
María, por el contrario, sonrió ampliamente.
-Es que eso es un secreto, señorito…
Roberta y Felipe intercambiaron una mirada cómplice.
-Nosotros sabemos guardar un secreto muy bien -saltó Roberta, tan avispada como de costumbre.
-No lo dudo -rió su madre.
Guardó silencio mientras cambiaba de marcha y se unía a la circulación del carril vecino.
-¿Nos lo vas a contar entonces? -preguntó tímidamente Felipe.
María dirigió una mirada a su marido y la devolvió rápidamente a la carretera.
-Si papá no tiene problema…
-Papá, porfa, papá, porfa -suplicaron los pequeños, muertos de curiosidad, tironeándole de la manga.
-Eh, no hagáis eso -les reprendió.
Roberta y Felipe se quedaron muy quietos en sus asientos. Aguantaron la respiración.
-Está bien, os lo contaré -aceptó finalmente él, esbozando una pequeña sonrisa.
-¡Bieeeen! -aplaudieron.
-Pero tenéis que estar muy atentos y portaros bien, para que mamá pueda conducir tranquila, ¿trato hecho?
-Trato hecho -respondieron rápidamente, convencidos.
-Veréis, la abuela Noelia ahora es mayor, pero hubo un tiempo en que fue joven…
-Papá, papá, ¿cómo va a ser la abuelita joven? Eso no es posible, porque ella es vieja -cuestionó Felipe, gesticulando mucho con los brazos.
María rió por lo bajo.
-A ver, hijo, la abuela no ha sido siempre vieja, ella…
-¿Ah, no? -Felipe abrió unos ojos como platos-. Qué secreto más bueno, papá.
Luis no pudo evitar romper a reír.
-Pero hijo, si aún no te lo he contado.
-Claro, Felipe, no te enteras -se unió Roberta, que había permanecido demasiado tiempo callada-. Ese no es el secreto que nos va a contar. Todos saben que la abuela antes era menos vieja que ahora.
-¿Qué les ha dado a estos mocosos con llamar vieja hoy a mi madre, oye? -maldijo por lo bajo Luis.
-Mamá, me ha llamado mocosa otra vez -se quejó Roberta.
-Bueno, pues coge un pañuelo y suénatelos, así no podrá decírtelo más, venga.
Roberta obedeció. Se la escuchó sonarse la nariz ruidosamente mientras María decía:
-A ver si pudiéramos tener un viaje en paz. A veces creo que tengo tres niños en vez de dos.
-¡Oye! Que yo me porto muy bien -dijo Luis, colocándose bien en su asiento y fingiendo sentirse dolido.
-Tienes tus días -convino ella.
-Mamá, pon música -pidió Felipe.
-¿Cómo se piden las cosas, Felipe? -interfirió Luis.
-¿Para qué quieres música? ¿No vais a escuchar lo que papá os tiene que contar? -preguntaba al mismo tiempo María.
Roberta se escuchaba de fondo sonándose los mocos.
-Por favor -reconoció Felipe, agachando la cabeza.
-Bueno, yo si queréis la pongo, por mí… -dijo María, indiferente.
-Muy bien, hijo. No te olvides que siempre hay que pedir las cosas por favor, ¿y luego qué se dice?
Roberta seguía haciendo ruidos estruendosos de fondo.
-Parece que vaya a llover -advirtió María, pulsando el botón de la radio y pasando de canal distraídamente.
-Ya está, ya no tengo mocos.
-Hay que decir gracias -recordó Felipe.
-Muy bien, hijo. ¿Y tú, María?
-De nada, mi vida.
Felipe se repantigó en su sillón.
-¿Tú ya has parado de hacer ruido, mocosa? -la pinchó Luis.
-Ya no tengo mocos.
-Y yo que me alegro -se burló él-. Oye, jovencito, siéntate correctamente, que luego te duele la espalda.
Felipe, a regañadientes, obedeció.
-¿Nos vas a contar la historia ya o qué? -apremió María.
-¿Yo? ¡Si no queréis escucharme!
-Yo sí -dijo María.
-Y yo -añadió Roberta.
-Y yo, papá.
-Bueno, pues necesito mucho silencio, ¿vale? No, la radio da igual, no me molesta -dijo, viendo que Roberta señalaba hacia ella-. Lo que necesito es que me escuchéis muy atentamente, porque lo que os voy a contar no lo sabe nadie más que mamá y yo.
-Vale, papá. Lo prometemos.
Luis miró a su mujer.
-Sí, cariño. Lo prometo. Silencio total.
-Está bien. Veréis, la abuela Noelia, mi madre…
-Hala, ¿es tu madre? -le interrumpió Felipe, enormemente asombrado.
-Sí, hijo, es mi madre.
-Guau, qué secreto más bueno, yo pensaba que era abuela.
-Ya, bueno, hijo… Recuérdame que cuando lleguemos a casa tengo que ponerme más contigo a hacer los deberes.
-Vale, papá -sonrió, inocente.
-La abuela Noelia es en realidad un ángel -pudo por fin terminar.
Aguardó mientras sus hijos asimilaban el dato. Después vino el aluvión de preguntas:
-¿Cómo puede ser un ángel?
-La abuelita es muchas cosas.
-¿También un ángel?
-¿Cómo puede ser abuela, y madre y ángel también, papá?
-¿Y tiene alas?
-¿El abuelo lo sabe?
-¿Y puede volar?
-Chicos… -trató de calmarlos Luis.
-Yo también quiero ser un ángel.
-¿Y el abuelo es un demonio, papá?
-Y volar.
-Chicos…
-¿Por eso la comida de la abuela está siempre tan buena?
-Sí, no como la tuya, papá.
-Ah, bueno, gracias.
-La tuya está buena, mamá. Bueno, un poco mejor que la de papá.
-Gracias, cariño, supongo.
-¿Voy a poder continuar ya? -pidió permiso Luis-. Nunca creí que fuera tan difícil esto de contar una historia -suspiró.
-Sí, papá, cuéntanos más, por favor -rogó Felipe con ojos brillantes.
-Veamos… No sé si os lo habré contado alguna vez, pero la abuela Noelia nunca conoció a sus padres.
-¿Ah, no?
-No, hijo. Los bisabuelos la encontraron en su portal, envuelta en una manta. Era un bebé todavía. Ellos no podían tener hijos, así que lo tomaron como un regalo del cielo. Un ángel.
Hizo una pausa.
-Pronto descubrieron que la pequeña, conforme crecía, no podía ver nada; era ciega. Tenía un alma tan pura, tan limpia, que hasta sus ojos eran blanquecinos.
>>Ella conocía el mundo con sus manos, con sus sensaciones. Captaba las malas energías teniéndolas a unos metros incluso. Tenía un don.
>>Pasó su vida tratando de ayudar a gente, a pesar de que nadie podría ayudarla a ella.
>>Cuando los bisabuelos murieron, la abuela Noelia estuvo mucho tiempo apagada y vacía. Digamos que no se sentía tan llena de vida como antes. No quería hablar con nadie, ni salir. Por suerte, el abuelo Pablo estuvo ahí con ella, ayudándola día tras día. Tanto en sus tareas diarias como en sus momentos más tristes.
>>Y se casaron. Y la abuela Noelia no ha vuelto a estar triste un sólo día. Porque el abuelo Pablo siempre ha estado ahí para sacarle una sonrisa enorme. Luego, llegué yo, y mis dos hermanos. Y ahora estáis vosotros.
Sobrevino un silencio.
-Pero papá… No lo entiendo.
-¿El qué, hijo?
-¿Por qué tiene que irse entonces la abuelita? ¿Ya no nos quiere?
-No, no, ¿cómo no os va a querer? Os quiere con todo su corazón, pequeño.
-¿Entonces por qué tiene que irse? -preguntó apenado Felipe.
-Para convertirse en ángel de nuevo -convino María, que había guardado silencio hasta entonces, escuchando, conmovida-. La abuela tiene que ir a otro lugar, donde recuperará sus alas y sus ojos, y podrá ver, y volar en libertad. Y lo más importante de todo: estará con sus padres de nuevo. Aunque, lo más, más importante, es que va a cuidar de nosotros.
-Pero… Yo no quiero que se vaya -susurró Felipe con ojos vidriosos.
A ambos se les partió el corazón.
-Quiero que cuando vaya me de un abrazo grande y me coja en brazos y me de muchas vueltas. Y quiero darle la mano para acompañarla hasta la cocina y que me haga un bizcocho de esos tan buenos mientras va tocando todo con las manos. Y quiero que me toque la cara para saber si estoy triste o contento. Y que juegue conmigo a adivinar cuántos dedos tengo.
-Cariño… -María tragó saliva-. Piensa que la abuela será más feliz con sus papás, porque lleva mucho tiempo sin verlos.
Felipe pareció sopesar la idea.
-Tienes razón, mamá. Entonces ya sé qué es lo que voy a hacer.
-¿Ah, sí?
Felipe pareció animado de nuevo.
-Le voy a dar un abrazo tan fuerte, que le va a durar hasta que volvamos a vernos de nuevo.
-Me parece una idea estupenda, mi vida -repuso ella.
-Estoy totalmente de acuerdo -aceptó Luis-. ¿Y tú, Roberta?
Roberta había permanecido callada, escuchando atenta.
La niña, que era tan avispada, sabía de sobra lo que se traían sus padres entre manos. Así que sonrió de manera traviesa y dijo:
-Yo le daré otro abrazo fuerte.
-Perfecto, chicos -exclamó Luis.
Felipe se frotó los ojos.
-Papá, mamá, ¿puedo dormir? Estoy muy cansado. Y quiero estar despierto cuando lleguemos a casa de los abuelos, para estar mucho rato con ellos.
-Claro, cariño, duerme cuanto quieras. Te despertaremos al llegar. Y tú igual, Roberta.
Roberta bostezó y también se frotó los ojos.
-Estoy muy cansada -admitió.
-¿Y a qué esperáis? ¡A dormir, enanos! Quiero decir, eh… ¡mocosa!
Los niños se rieron y se comenzaron a acomodar, apoyando uno la cabeza sobre el hombro de la otra.
Luis miró a su mujer.
-¿Cómo vas? ¿Estás cansada? Podríamos hacer una parada, tomar algo y seguir conduciendo yo.
-Como quieras, cariño. De momento voy bien. Estaba inmersa en la historia.
Bajó el volumen de la radio para no molestar a los niños.
-Sí que se duermen éstos rápido -comentó Luis, mirando hacia atrás.
-Me recuerdan a alguien… -sonrió María, dándole un apretón en la mano.
Cambió de marcha y siguió conduciendo en silencio, acompañada por la música que emergía de la radio, los ronquidos bajos de sus pequeños y la mano de su marido acariciándole el cabello.
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