Antes de seguir necesito hablar del sueño de anoche, porque los sueños son señales del otro lugar, de esa otra persona que también somos, que nos viste como una máscara y solo se deja ver en contadas ocasiones a lo largo de nuestras vidas. Nunca, si se es lo bastante afortunado. Desde hace años, desde lo que pasó, tomo nota de todos mis sueños, los analizo con precisión matemática. Busco en ellos una significación pasada o futura, una puerta que me lleve a ese reverso de la realidad, al secreto de la muerte que vislumbré apenas… Pero no nos hace falta la prisa. El sueño fue así: en mi dormitorio, deforme, alto como una catedral, crecía un bosque de bulbos venosos que se hinchaban a mi paso. Me acerqué a tocar el más grande, que creció, tembloroso, desbordando su piel fina y translúcida. Comenzó a escupir su propia carne, sus nervios, sus entrañas vegetales en un parto obsceno, hasta que cayeron del interior dos gemelos humanos con dientes finos de perro. Lloraban manoteando en el amnios derramado, llamándome con desesperación: «¡Felipe, Felipe, Felipe…!» Así que los recogí del suelo con la obligación acuciante de buscar a su madre. Me encontraba en una mansión sinuosa, viva, que respiraba y latía; recorrí las habitaciones, llenas hasta el techo de retratos de ciervos que me seguían con sus pupilas de cristal, mientras los gemelos, hambrientos, me mordían las puntas de los dedos con sus dientes agudos como alfileres y yo debía golpearlos brutalmente contra los muros hasta hacerles llorar. El último cuarto de la casa era un comedor que se eternizaba en el horizonte. Allí encontré a don Ramiro. Su cuerpo, su rostro, eran perfectamente nítidos incluso en aquel mundo borroso, de posibilidades abortadas. Comía solo, rodeado de jarrones con flores carnosas y naranjas, masticando una pasta blanda. Me senté frente a él; don Ramiro me enseñó su sonrisa roja, se palpó los labios con una servilleta que venía del infinito; agarró a los gemelos y regurgitó el alimento en sus gargantas, los restregó contra sus pechos desnudos, rebosantes y peludos. Me dijo: «escriba esto, Felipe, le animo a que lo haga. Al fin y al cabo, para eso vino en primer lugar, ¿recuerda?».
Desperté atrapado en el pavor de seguir sentado a la mesa de don Ramiro, de encontrarme perdido en su bosque, rodeado de sus hijos. Mi mujer no estaba en la cama, tampoco escuché sus pasos en las otras habitaciones de la casa. Debía estar fuera, corriendo. A veces, durante la noche, le asfixian los muros y necesita sentir el aire y las cortezas de los árboles contra su piel. Yo no le tengo simpatía ni al exterior ni a la noche. Al cabo de unos minutos, más tranquilo, me levanté y revolví en el escritorio jamás utilizado, saqué un par de cuartillas del interior y una pluma que ya estaba allí cuando ocupamos la casa. Así, sin saber muy bien cómo, empiezo a escribir. Es un misterio hasta dónde podré llegar pero, tras años de olvido sanador, por fin rescato a don Ramiro del fondo de mis pesadillas y lo devuelvo a la vida, como me ordenó, quizás como último reto, como burla final a mi insignificancia. Porque frente a su sinrazón invencible no me queda al fin y al cabo sino la sumisión del escriba por encargo. A eso había ido a Roquedo: a redactar la apología de Patria y Raza.
Mi vida importa muy poco y es igual a tantas otras, pero creo que debo aclarar un par de puntos sobre mí mismo: de niño fui siempre un fantasioso que vivía con un pie en el mundo y otro en los libros; durante años mis amigos fueron todos de papel. De mi padre, Felipe Gracia, heredé el calco de su nombre y unas cejas trabadas hacia arriba, como marca indeleble de candidez; de mi madre, Dolores, todo lo demás. Mis primeros años fueron cómodos, propicios para la ensoñación. Mi padre era cajero de banco —había entrado como aprendiz a los quince años y ascendido trabajosamente durante toda su vida hasta esa posición— y se permitió matricularme en un colegio religioso de Madrid, de cierto prestigio entre las familias con aspiraciones burguesas.
Recuerdo mi infancia más como un territorio que un tiempo, un geografía difusa en la que algunos momentos se imponen sobre los demás como montañas o simas. Luego, cuando crecemos, tratamos de descifrar ese mapa de memorias repleto de monstruos marinos, cinocéfalos y dragones como los de Marco Polo. Desde hace años vuelvo una y otra vez a un episodio aparentemente banal pero que, con todo lo que vino después, me parece una premonición: en el colegio mi asignatura favorita era Historia Sagrada; yo tenía una edición infantil de la Biblia que me fascinaba, con ilustraciones de colores brillantes y figuras planas que imitaban las de los iconos. Aún tengo clavada en la memoria una imagen de David rodeado de un aura dorada, levantando en alto la cabeza decapitada de Goliat sobre un fondo linear, de colores absolutos. El brillante goteo de la sangre del gigante me demoraba en aquella página minutos enteros. Mi profesor de Historia Sagrada era un joven jesuita atormentado, todavía, por los granos y la masturbación culpable. Cautivado por mi atención a sus clases y mi continua lectura de aquella Biblia infantil, llegó a convencerse de que yo era un caso claro de vocación eclesiástica. Un día, mientras yo acariciaba los párpados caídos de Goliat, el tajo mágico que concluía su cuello antes de tiempo, el maestro se sentó a mi lado. Estábamos en el patio del colegio, en la hora de recreo. Los demás niños jugaban al fútbol, al pilla pilla. “¿Por qué te gusta tanto la historia de Goliat?”, me preguntó. “Por la sangre”, le contesté, distraído. “¿Por la sangre?” Me miró, alarmado. “¿Por qué la sangre?”. Le respondí, como si fuera lo más natural del mundo: “Porque en la sangre está el secreto”. No sé qué me llevó a a decir aquello. ¿De dónde salió esa intuición prodigiosa, ese enigma que era un camino directo hacia la comprensión del universo? El padre no se lo tomó así. Supo, en ese momento, lo equivocado que había estado respecto a mi vocación, y no volvió a sonreírme ni a acercarse a mí. Ahora me parece que aquel profesor —¿qué habrá sido de él? ¿Estará muerto, habrá comprendido por fin que, en efecto, en la sangre está el secreto de la vida y de todos nosotros?— subestimaba el papel de la violencia en la vida, en la religión.
Como no podía ser de otra manera, al acabar el bachillerato elemental ya tenía decidido, para desesperación de mi familia, que quería ser escritor. Antes de los veinte años ya había perpetrado muchos relatos y poemas monstruosos. Me gustaba inventar historias grotescas: fantasmas que poseían el cuerpo de los vivos para forzarles a cometer violaciones asesinatos; hombres consumidos por el deseo de sangre virginal, mujeres que se acostaban con su novio descompuesto sobre el lecho de mármol del cementerio. Ahora creo que, en el fondo, mi fantasía macabra no iba muy despareja de la realidad del mundo: mientras yo perdía el tiempo siguiendo a los figurines literarios de la época por el inframundo de tertulias y cafés, paseando mi casquería literaria por revistas y editoriales, se gaseaban pueblos y se cortaban cabezas en Marruecos, estallaban revoluciones, se inventaba el fascismo, se pudrían las monarquías. Tras años de bohemia fingida, mi padre, desesperado de que me diese por hacer el examen de ingreso para trabajar con él en el banco, logró colocarme en la prensa a través de un amigo. “¿Te gusta escribir?”, me dijo, con el tono ominoso de las profecías bíblicas, “pues así escribas hasta morirte”. De esta forma llegué a El correo vespertino, un diario madrileño de tirada local que había conocido su apogeo en tiempos de Cánovas, y en el que por fin vería mis creaciones publicadas, en la sección de esquelas y obituarios a la que fui desterrado. En esa ocupación enterré mis sueños, hasta aquel día de Diciembre.
Era por la tarde cuando el chico de redacción se paró delante de mi asiento en la mesa larguísima donde nos apilábamos los periodistas y gacetilleros de El correo vespertino: don Servando me esperaba en su despacho. “¿Para qué?”, pregunté, “no he acabado aún las esquelas del domingo”. El muchacho se encogió de hombros, fue a perderse entre los estantes de diccionarios y libros de estilo que nos rodeaban formando un laberinto de papel y palabras vacías. La jornada laboral terminaba de forma escalonada en El correo. Los perezosos y los afortunados iban saliendo para sus casas a medida que acababa el trabajo del día. Las crónicas, las columnas de opinión, los artículos, las críticas teatrales, ya estaban debidamente preparadas para su encuentro con la imprenta. A mí todavía me quedaban varias esquelas y obituarios que componer: «Doña Beatriz Sandoval y Goñi, viuda de don Esteban Fernández Bravo, falleció el día 2 de Diciembre de 1932 a los 56 años. Sus hijos Anabel, Rafael y Samuel no la olvidan. D.E.P». Este era mi trabajo en el periódico, después de tantos años de ambición literaria: sepulturero de papel y tinta. Por suerte para mi cordura, se me había ocurrido un pequeño juego para soportar la erosión necrológica: de cuando en cuando me inventaba un par de muertos y los colaba en la cascada blanquinegra de los anuncios fúnebres. Por ejemplo: «Don Ataúlfo Pérez Lasalle, explorador del África negra y héroe de la cartografía, murió masticado por caníbales en el Okavango, el día 5 de Agosto de 1932. Trabajó toda su vida por ampliar el conocimiento y eliminar los puntos ciegos de los mapas», o «Doña Herminia Santos Ridruejo, eminencia del opus nigrum, falleció ayer, 31 de Octubre, a los 20 años al caer sobre el tejado de su casa desde el palo de una escoba. Los aquelarres madrileños no olvidarán sus impagables contribuciones y sapiencia, a pesar de su corta edad». Nadie me había llamado la atención ni hubo nunca una queja. O bien pocas personas se entretenían en leer las páginas necrológicas o al fin y al cabo disfrutaban de mi desvarío creativo. Yo conservaba mis obituarios de fantasía más memorables, enmarcados, en las paredes de mi habitación de la calle del Carnero.
Por aquellos días Madrid había empezado a dolerme. Me daba la impresión de que las calles delgadas y en cuesta me tragaban, que la ciudad entera se había convertido en un inmenso aparato digestivo en el que cada persona, cada perro callejero y cada esquina eran bacterias dedicadas a disolverme con su contacto. Había sido así desde lo que ocurrió con Raquel. Quería salir de la ciudad. Tenía deseos de viajar, pero no sabía muy bien adónde. Imaginaba París, Londres, Nueva York, como lugares sagrados donde la aventura era una cosa diaria; imaginaba que lo dejaba todo y me largaba a probar suerte. Pero la costumbre me ataba a Madrid, a las mismas calles y los mismos cafés, a mis esquelas.
Cuando llegué a la puerta del despacho de don Servando, el jefe de redacción del periódico, me detuve un momento a tomar aire. Llamé apenas, y esperé hasta que una vocecita me respondió desde el otro lado del vidrio: «adelante». Don Servando sostenía un fajo de papeles con la punta de los dedos, los leía con interés fotográfico. En un cenicero humeaba un cigarro a medio terminar, llenando la habitación con una neblina de relato de fantasmas. El jefe de redacción era un hombre reducido a la mínima expresión, apenas un hilo de carne vestido de camisa y chaqueta de cuadros, siempre impecable y repeinado con colonia. Aunque de aspecto frágil, inspiraba un respeto incierto a sus subordinados, quizás porque no se le conocían opiniones políticas, en una época en la que todo el mundo era fanático de algo y llevaba la solución a todos los problemas de la humanidad debajo del sombrero, lo cual le daba un aura catedralicia. Carraspeé, temiendo que don Servando se hubiese olvidado de que estaba allí.
—Le estoy dando los últimos retoques a las esquelas, don Servando. En media hora las tiene en su mesa.
—Olvídese de las esquelas, Felipe. Nos han encargado un reportaje sobre un partido político, se llama, se llama… Patria y Raza, eso es —El nombre no me inspiró confianza: olía a orujo y altar de iglesia—. Ya puede imaginarse de qué palo van. Acaba de fundarlo un tipo aristocrático, un tal Ramiro Monsalves.
—Comprendo, don Servando— Crucé las manos en mi espalda, confundido. ¿Por qué me contaba todo eso?— ¿Y a quién va a encargarle el reportaje? ¿A Cervera o a Gómez?
Se echó en el respaldo de su asiento, los dedos de mantis entrelazados, la mirada fija en mí, evaluándome desde los pies a la cabeza. Retorció una sonrisa.
—Se lo estoy encargando a usted, señor Gracia.
Se me encendió un fuego en el estómago. Disimulando los nervios, logré sentarme en la silla frente a la mesa de don Servando. Lo adecuado era responder con modestia, mencionar el nombre de algún compañero.
—Don Servando, le agradezco la confianza pero estoy seguro de que Cervera o Gómez…
—No se encuentran disponibles para este encargo. Cervera está trabajando en un artículo sobre el atentado anarquista de hace en Barcelona, y a Gómez, bueno, le cayó un piano encima el otro día. Usted ya lleva años de empleado en la casa y esta es una buena oportunidad para dejar atrás las necrológicas, ¿o es que no lo estaba deseando?
Sentí, de pronto, la lengua seca. La chasqueé en la boca.
—¿Un piano?
Don Servando suspiró, retomó su lectura.
—Si, el bueno de Gómez. Pasaba por en medio de una mudanza, unos empleados estaban subiendo un piano con poleas… Quizás hasta le toque redactar su obituario. En fin, ¿cuento con usted para lo de Patria y Raza o no?
Recuerdo mirar fijamente la piel traslúcida del jefe de redacción, bajo la que se intuía el flujo pardo de la sangre. Tenía la certeza de que aquel era el momento culmen de mi vida, el punto de inflexión que había aguardado con desesperación durante el último año y que al fin llegaba de manos de un piano de cola y unos mozos de mudanza distraídos. Me levanté de la silla, poseído por una súbita seguridad en mi destino, tendí la mano a don Servando.
—Por supuesto, cuente conmigo. ¿En qué calle tiene la sede Patria y Raza?
—Nada de calle. La sede del partido está en Roquedo, provincia de Guadalajara. Búsquelo en un mapa, a ver si tiene más suerte que yo. Viajará al lugar cuanto antes y allí se entrevistará con Monsalves y sus colaboradores. Como el sitio está lejos, me hago cargo de que necesitará unas semanas para el reportaje, lo menos. Tendré que poner al chico de los recados a hacer esquelas… Una lástima, no podré disfrutar de más obituarios de brujas, exploradores y taumaturgos tibetanos —. Me pareció que el hombrecito me sonreía con algo parecido al cariño—.Y ahora vaya, que ando ocupado.
Asentí. Ya me retiraba hacia la puerta, pero me dí la vuelta. Aquel hombre tenía que saber que me acababa de salvar la vida.
—Don Servando, quería decirle que…
Ya me había leído el pensamiento. Manoteó en el aire:
—Nada, Felipe, nada. Agradézcaselo a los transportistas del piano, y tenga esto en cuenta: el tal Monsalves espera propaganda para su partido, pero aquí queremos algo más tridimensional, sin llegar a molestar. Encuentre ese término medio en el que cualquier cosa puede ser verdad o mentira, y entonces será un periodista de verdad.
Al volver a mi escritorio finiquité la esquela de doña Eduviges Pereira, fallecida en el Hospital Universitario el 4 de Diciembre de 1932. D.E.P, y salí derecho para el café Otumba, donde todavía quedaban algunos compañeros en pleno vermut de la tarde. Al entrar saludé a la compañía, pedí una cerveza y dí las noticias, con el secreto motivo de hacerles saber a todos que ya no hablaban con el petimetre de la necrológica, sino con un periodista de verdad. Estaban allí, recuerdo, Luis Parla, de la sección internacional, con una chica secretaria en la sede de UGT con la que se veía, y José Velasco, el crítico taurino. Había más rostros turbios alrededor de la mesa, pero si no los recuerdo es que no eran importantes. Se alegraron por la noticia, y alguno parecía que lo decía de verdad. La chica de Parla hasta me sonrió significativamente, pero yo solo podía concentrarme en las cervezas que iban pasando. Me recorría el cuerpo un calor placentero, una seguridad infinita en mi suerte.
SINOPSIS
Felipe Gracia viajará al pueblo de Roquedo, perdido en los Montes Universales. Allí se encontrará con que la familia Monsalves es todavía más extraña de lo que había imaginado. Descendiente de un linaje marcado por la locura y el fanatismo, Don Ramiro Monsalves es el patriarca de un clan exclusivamente masculino, no hay mujeres en la familia. Sus madres, hermanas y esposas, han tenido todas muertes prematuras o viven convenientemente lejos. Felipe sospecha que en Roquedo ocurre algo oscuro, sobre todo cuando empieza a soñar vívidamente con una mujer salvaje que habita el bosque que rodea la casona. Felipe continúa redactando una pantomima de reportaje sobre Patria y Raza, cuya ideología visionaria le resulta cada vez más repugnante, mientras busca a las mujeres Monsalves. Poco a poco va dándose cuenta de que la familia vive en un sueño previo a la razón. Forman una secta que ha retrocedido en la escala de la evolución hasta un estado de animalidad beatífica. Finalmente, Felipe descubre que una vez al año, durante el solsticio de invierno, los Monsalves entran en un frenesí carnívoro y celebran en los bosques una orgía caníbal que los renueva y los hace eternos, enhebrándolos con el paisaje montañoso, con el bosque.
OPINIONES Y COMENTARIOS