Tenía por delante una ardua misión. Era noche cerrada y tendría que estar durmiendo, arropada con múltiples mantas hasta las orejas, como bien le recordaba el fuerte silbido del viento a través de las endebles ventanas de la casa de campo. Fuera hacía frío, era más que consciente de ello.
No. No. No.
Era lo único que obtenía por respuesta cuando solicitaba permiso para salir al exterior por la noche.
Hace frío, te resfriarás. Está todo oscuro, te asustarás.
Pero ya era consciente de ello. ¿Qué se habían creído? Era diciembre, evidente que haría frío. Era de noche, evidente que estaría todo oscuro. Pero no era tonta, ni una niña pequeña, ya tenía 12 años, no le daba miedo la oscuridad. Y, sino, para eso inventaron las linternas. Y ella tenía una. Pero no podría encenderla hasta llegar fuera o despertaría a todos, y entonces la mandarían a la cama; y como se levantaran con el pie equivocado la castigarían de por vida. Y eso no se podía consentir, había que llegar al exterior. ¿Por qué? Por la magia. Todas las noches pasaba algo allí fuera. No sabía el qué ni el cómo porque sus padres cerraban los desgastados postigos de su habitación cuando la mandaban a la cama para que nada pudiera perturbar su descanso, asustarla o inquietarla; pero todo el esfuerzo de sus progenitores había sido en vano. Allí fuera pasaba algo; algo mágico. Lo presentía; y afortunadamente la cabeza de los niños aún no se encuentra contaminada de absurdos prejuicios que les impida seguir sus intuiciones y corazonadas.
Y era su deber averiguar qué pasaba cada noche en los campos extremeños.
Siempre había soñado con ser algún tipo de exploradora o investigadora; descubrir cosas increíbles y compartirlas con el mundo, ampliar los límites de conocimiento de la mente humana que tan estrecha de miras le parecía a veces. Y esa noche iba a descubrir los misterios de la magia; iba a desentrañar la base de todo lo que los adultos no comprendían, o no querían comprender. Y no os creáis que no era consciente de su propósito, llevaba un cuaderno y un lápiz para tomar apuntes, una linterna para explorar hasta la boca de un lobo, y una cámara de fotos capaz de funcionar en “modo noche”, por si la comunidad científica no quisiera tomarla en serio. Era una niña muy espabilada para su edad.
Resultaba difícil avanzar por la casa sin que las suelas gomosas de sus botas de agua rechinaran contra la madera gastada del suelo. La cámara de fotos colgada al cuello rozaba la tela sintética de su anorak azul marino a cada paso que daba, provocando un suave murmullo ahogado. Sin embargo, por mucho empeño que pusiera en moverse con suma delicadeza, no se daba cuenta de que el sonido que provoca la presencia humana no iba a desaparecer, y que cuanto más despacio fuera más evidente se volvería su presencia y, por tanto, más hiriente su sonido. Tuvo suerte de que los ronquidos de sus abuelos ahogaran el ruido de su desobediencia. Pero claro, tampoco era consciente de ello.Su bufanda de lana roja arrastraba por los peldaños de escalera que dejaba tras su paso. Se había dado tantas vueltas alrededor de cuello que la prenda le tapaba hasta la nariz, pero eso no era suficiente para disimular la largura de la estela escarlata que seguía su marcha. La bufanda la había tejido su abuela, y todo el mundo sabe como son las abuelas cuando se ponen a tejer.
Podría haber encendido la linterna si hubiera querido, ya que en la planta baja de la casa no había nadie; las habitaciones estaban arriba y allí solo quedaban los restos de la cena amontonados en el fregadero de la cocina, esperando a que alguien se ocupara de ellos por la mañana. Pero no necesitaba encenderla, por las ventanas del salón se filtraba una insólita claridad que iluminaba toda la estancia. En la mesa del salón reposaban cuatro copas aun húmedas por sus bordes, símbolo de que sus padres y sus tíos habían estado charlando animadamente tras la cena, mientras a ella le habían obligado a acostarse, con los postigos de las ventanas cerrados. ¡Es tan injusto ser pequeña!
Pero eso se iba a acabar porque por fin había alcanzado la gran puerta de madera maciza que daba al exterior. Iba a conseguir su propósito. Iba a ver los misterios de las noches extremeñas. Iba a demostrarlo ante el mundo y la gente se daría cuenta de que no hay que subestimar a los niños pequeños, que éstos son tan o más importantes que un adulto. Inspiró profundamente dos veces antes de salir, y después giró el pomo.
No necesitó esperar a que sus ojos se acostumbraran a las profundidades de la noche en medio del campo, tal era la claridad, y se quedó esperando en el umbral de la puerta, hasta que su cuerpo decidiera responder. Aquello era mejor de lo que había imaginado. Tanto preparativo para nada: no necesitaba ir a explorar a ninguna parte, porque estaba todo ahí, delante de sus narices, sin más misterio. Dejó la linterna y la cámara de fotos en el suelo, y se sentó en una pequeña roca que había unos pasos a su derecha, justo bajo una de las ventanas del salón. Y levantó la mirada.
No veía duendes, ni gnomos, ni ninfas, ni personajes de cuentos, ni seres mitológicos de sus películas favoritas. Pero tampoco le hacía falta verlos. El prado que se extendía más allá de la casa era una mancha oscura perfilada por la escarcha de la noche y su brillo diamantino; un lugar perfecto para vivir si una fuera un hada. Más lejos la pendiente descendía, dejando a la vista un profundo valle por el que discurría un río, sinuoso, cristalino y lleno de luz y destellos plateados. Porque el río reflejaba lo mejor de la noche; lo verdaderamente mágico: el cielo y las estrellas. Nunca había visto tantas estrellas juntas, el oscuro del cielo estaba veteado de blanco en las zonas con más luces. Sentía como si hubiera escapado de su vulgar condición terrestre y se hubiera instalado en el centro del universo, con toda la belleza habida y por haber bajo sus ojos. Reconocía constelaciones que le habían enseñado en clase, y alargaba su manita hacia el cielo, como queriendo acariciar el manto estrellado.
Inspiró profundamente por tercera vez en la noche; olía a hierba recién cortada y a tierra húmeda. Y en ese momento se sintió plenamente feliz porque había logrado su objetivo con éxito; había descubierto los misterios de la magia, y sólo ella conocía el secreto. Todo formaba parte de la magia, desde que había planeado su aventura tres días atrás hasta que había alcanzado el portón de madera, el espectáculo que había imaginado y el que se había encontrado. El único secreto era vivirlo con ilusión. Sentir las emociones plenamente dentro de ti, sin censura alguna. Y, sobre todo, saber ver la belleza de una simple noche estrellada. Recordó su cuaderno de notas y lo abrió por la página marcada con un doblez; su letra infantil y clara componían una frase solitaria en el papel en blanco: “sobre la magia”. Se perdió en el vacío de sus notas por un pequeño lapso de tiempo, luego cerró el cuaderno de golpe y sonrío. El mundo podía esperar.
Se levantó dispuesta a volver a su cuarto, satisfecha con su decisión. Al fin y al cabo, la magia hay que buscarla para encontrarla, no te la puede revelar nadie. Tienes que creer en ella. Y la niña creía más que nunca en que la magia estaba escondida en el mundo, en la naturaleza, en la belleza, en los pequeños instantes de la vida que dan sentido a la existencia… solo había que querer verla y esperar el instante adecuado para encontrarla; y entonces, atesorarla.
A partir de entonces todos sus momentos mágicos olieron a hierba recién cortada y a tierra húmeda. Por siempre jamás.
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