Poco me importan las primeras palabras de una novela. De este modo contestaba siempre Ernesto José Uribarri cuando le preguntaban por la manera ideal de comenzar una obra literaria. Explicaba que iniciarla de una forma memorable, con una frase ingeniosa o que pretendiera ser gloriosa, hacía que el lector percibiera dos novelas distintas, la que auguraban esas primeras palabras lapidarias, y la que realmente después leía, seguramente inferior a la que había imaginado. Para que el lector no se viera constantemente decepcionado al comparar lo que leía y la novela imaginaria que le había prometido ese inicio espectacular comenzaba sus escritos con una frase cualquiera, sin prometer nada, dejando que el interés del lector por la novela fuera despertando poco a poco.

El escritor apenas podía reconocer su cara en el espejo. Tenía que acercarse mucho para que sus facciones fueran reconocibles, hasta casi tocar el cristal con la nariz. Pero de esta forma lo que veía dejaba de tener sentido, intuía que él mismo seguía allí pero oculto tras una imagen distorsionada. Si el propio escritor ya no era capaz de saber cómo eran sus rasgos yo me siento menos capaz aún de describiros su aspecto.

Las caras de los demás tampoco le resultaban nítidas, eran borrones y siempre seguirían siendo borrones porque por motivos obvios no podía acercar su cara a la de ellos tal como hacía con su reflejo y con el rostro de su esposa. Junto a ella caminaba, pero a pesar de sus problemas de visión rechazó cogerse de su brazo porque quería disfrutar de todo el tiempo en que pudiera valerse por sí mismo. Tendría mucho tiempo para depender de ella, utilizarla de bastón y parapeto, y no quería desperdiciar la poca autonomía de la que aún disponía. Así que avanzó por un pasillo que era todo oscuridad intentando que la inseguridad de sus pasos no arruinara su porte. Algunas de las caras de los bultos con que se cruzaba le estarían mirando pero no podía distinguir cuales dirigían sus ojos hacia él y cuales le ignoraban. No queriendo enfocar su mirada en nada para no descubrir cuan poco veía, concentró los últimos despojos de su visión en la puerta del fondo, donde le esperaba el doctor Garrigues, Alberto, por favor, llámeme Alberto, como siempre le decía.

El médico, servicial, les abrió la puerta él mismo con la actitud de un turista feliz que ayuda al botones a cargar con las maletas y esperó a que estuvieran ya instalados para tomar asiento. Allí sentado en silencio, sin duda mirándole fijamente, se le antojó un juez a punto de dictar la sentencia, incluso un verdugo preparándose para ejecutarla. Su aspecto pulcro, cuidado, sus palabras en todo momento justas y apropiadas siempre le habían hecho pensar en él como un buen profesional, más allá de eso, una persona que se movía por este mundo (que facilita al pobre de espíritu numerosas oportunidades para apartarse del camino trazado) con una ética y corrección intachables. Pero ahora que sus rasgos de persona responsable se difuminaban solo le llegaba claramente el olor penetrante de su perfume, un perfume distribuido diligentemente por su cuerpo con el propósito de ocultar algo, seguramente un hedor de alimaña, una alimaña que se asea de forma metódica antes de devorar los cadáveres de sus víctimas.

Le parecía que su lenguaje tan correcto le convertía en una especie de tahúr, un embaucador que ocultaba con su hipnótica verborrea una verdadera incompetencia en su oficio. Pero no iba a culpar al médico de su ceguera. Éste ya le había dicho que no debía forzar la vista, pero no le hizo caso y se empeñó en terminar su última novela, pegando los ojos a la pantalla del ordenador durante horas. Y aunque su agente fuera el que le apremiara a ponerle punto y final antes de que acabara el año tampoco podría hacerle responsable. La única culpable era su propia vanidad, ese defecto o virtud que siempre tiraba de él y que en este caso le había empujado a dar fin a la novela porque con cada obra terminada su ego se volvía gigante, tocaba los cielos y desbarataba los dibujos de las nubes que los mortales creían ver para darles un regalo mejor, darles algo a lo que ellos solos no podían jamás acceder con sus pobres, deficientes, pequeñas mentes. Así que fue él mismo el que había precipitado su ceguera y, por mucho desprecio que le produjera el doctor Garrigues, Alberto, por favor, llámeme Alberto, no tenía motivos reales para culparlo. Sin embargo la culpa no necesita motivos, es una bala que se incrusta en el corazón de su víctima sin necesidad de apuntar.

El doctor Garrigues (nunca le había llamado por su nombre de pila a pesar de su insistencia, Alberto, por favor llámeme Alberto) le confirmó lo que ya sabía, que su vista agonizaba. Su cara, borrosa, transmitía aflicción por el diagnóstico, pero su voz le decía que no le importaba lo más mínimo que jamás volviera a ver y que, en el fondo, le regocijaba mirar a todos aquellos pacientes en su misma situación sabiendo que, aunque le devolvieran la mirada, ésta estaría mutilada frente a la suya, que siempre advertía los más mínimos cambios en las indumentarias de las mujeres que visitaban su consulta. Alberto, por favor, llámeme Alberto.

Mientras el médico hablaba, comunicándole el veredicto que ya conocía de antemano, Yolanda, su mujer, le apretaba la mano tranquilizándole, prometiéndole que todo iría bien. Miraba sus dedos entrelazados y al no poder distinguir cuales pertenecían a cada uno supo que ya nada seguiría igual. Notaba el sudor de la mano de ella empapando lentamente la suya, un sudor producto de la inquietud que intuía amargo y que le hacía ver que Yolanda, a pesar de las palabras tranquilizadores que le dedicaba, no confiaba en absoluto en el futuro y que consideraba que quedarse ciego era una verdadera mierda.

El doctor, Alberto, por favor, llámeme Alberto, siguió hablando hasta que sin que el escritor se diera cuenta sus manos sustituyeron a las de su mujer. Darle la mano a alguien al que ni siquiera consideras humano provoca que se perciba su anatomía de forma distinta, sigue siendo una mano pero sientes que se trata de otra cosa. A Ernesto José Uribarri le parecía que la mano que el doctor Garrigues, Alberto, por favor, llámeme Alberto, le había ofrecido no estaba provista de huesos. Indudablemente algo anidaba en su interior que le proporcionaba cierta consistencia, pero de qué se trataba lo desconocía por completo. El escritor solo pareció animarse cuando se alejó del doctor Garrigues, Alberto, por favor, llámeme Alberto, de su opresivo perfume y de la clínica que parecía haber sido tomada por ese fastidioso olor con premura y contundencia de Blitzkrieg.

Ya en la calle los carteles anunciando Fósiles, la nueva novela de Fe, cubrían las paredes convirtiendo la ciudad en un enorme cuerpo tatuado. Ernesto José Uribarri hizo todo lo posible por no mirarlos. Ni siquiera quiso decidir si se trataba de envidia lo que sentía, porque Fe era el mejor escritor del momento, el más reconocido, el más nombrado, el más leído. Se encontraba al mismo nivel de excelencia que Lazarus Smith en boxeo y Demóstenes Gil-López en ajedrez, las dos disciplinas deportivas con más seguimiento de la ciudad y que de alguna forma siempre han estado interrelacionadas, alimentándose la una de la otra. Algunos entendidos de estos deportes incluso han llegado a decir que Lazarus Smith y Demóstenes Gil-López son la misma persona.

Apartando la vista de las paredes caminó cogido del brazo de Yolanda no porque se sintiera inseguro sino para sentirse cerca de ella. Pero dentro de esa oleada de afecto que sentía por su esposa vislumbró una razón oculta, agazapada como un animal al acecho; descubrió que pensaba que cuando él ya no estuviera entre los vivos, cuando se alistara en el ejército silencioso, y ella publicara la biografía del gran Ernesto José Uribarri no quería que la posteridad (la imaginaba como un patio de butacas ocupado por jóvenes modernos y bellos, portando orgullosos una actitud relajada pero a la vez desafiante y exhibiendo de forma inconsciente todo el dinero de los negocios de sus padres) pensara que la ceguera se había convertido en un punto de inflexión en su vida, una bisagra que separaba a un escritor animoso y vivaz de alguien a quien la desgracia le había borrado todo el cariño que sentía por su propia esposa. Su mente le susurraba que ese y no otro era el verdadero motivo por el que se había acercado a Yolanda. Pero enseguida se deshizo de esa visión, pues a veces los pensamientos traicioneros que toman por sorpresa a la propia mente que los crea funcionan como espejos, pero otras tienen la consistencia afilada del cristal del que están hechos.

Tomaron el tranvía con la mezcla de extrañeza y orgullo con que se toma siempre un tranvía. Las ciudades que disponen de este medio de transporte (las cremalleras de la ciudad como las describió Fe en Singularidad) no solo poseen algo que las distingue del resto de urbes, sino que sus ciudadanos no pueden abstraerse de esta bella diferencia. Una languidez folletinesca empapa sus ánimos igual que sucede con los viajeros de las góndolas, los globos aerostáticos o los zepelines. Esta ciudad y su geografía siempre habían sido proclives al romanticismo (un lago de dimensiones parecidas a la propia urbe descansaba a su lado prometiendo la existencia de una ciudad gemela bajo sus aguas) pero dentro del tranvía este sentimiento parecía envolverlo todo. Nunca se ha producido un crimen en sus vagones, algún pequeño hurto quizás, pero nunca un delito de sangre. Siempre que viajaban en tranvía el ánimo de Ernesto José Uribarri se tornaba melancólico como el de sus conciudadanos y solía escribir unas líneas de algún proyecto literario inacabado. Yolanda siempre le dejaba hacer no reclamando conversación pues sabía que la inspiración es una amante celosa. Pero ese día el escritor no ejerció como tal, se dedicó a mirar por la ventana lo que las borrosas calles le ofrecían. Qué forma tendría la ciudad que veían sus ojos disidentes nadie podía saberlo.

Apearse de un tranvía siempre provocaba en Ernesto José Uribarri cierta desazón, como si abandonara la casa de su infancia, como si el tranvía siguiera su avance hacia terrenos maravillosos y él se apeara prematuramente para continuar con su vida gris y mundana. Yolanda había estado todo el trayecto pensando en cosas más prácticas y ya había deslizado medio shpek en el bolsillo de su marido para cuando entraran en el templo. Esta moneda estaba destinada a la santa del día. Para evitar su cólera no sólo había que pagar con una moneda a la santa a la que se solicitaba su intervención, sino también a la que tenía el día consagrado y los feligreses tenían preparada una monedita, casi siempre ínfima y de poco valor, en un bolsillito dispuesto para tal efecto.

El templo era alto como si maravillosos arquitectos le hubieran añadido columnas a las mismísimas nubes y con una luminosidad que parecía provenir de otro mundo. Intentaba ser imponente pero sin excesivos adornos, alguien vestido con un traje modesto para acudir al entierro de una persona a quien no llegó a conocer bien.

-Yolandita, me parece que hacerle una ofrenda a Eleanor no tiene ya mucho sentido. El doctor Garrigues ya me ha dejado bastante claro que la ceguera y yo estamos destinados a encontrarnos más pronto que tarde.

Yolanda arrebató con suavidad la moneda, un obloid que se había quedado en la mano del escritor como si fuera a realizar un truco de magia y la depositó en el cajetín de otra santa.

-Pues para Margaret, que siempre viene bien una ayuda para escribir una novela.

Los severos rostros de las santas no estaban borrosos para el escritor y pudo así comprobar que la efigie de Eleanor permanecía hierática, pero no podía estar seguro si a la santa que representaba le había disgustado ese desplante. Sin que su esposa lo viera deslizó otra moneda en el cajetín de Eleanor para evitar posibles represalias, admirado por la valentía de Yolanda y a la vez aterrado por su inconsciencia al desairar a la santa.

-Yolandita, me hubiera gustado tener tus arrestos para cambiar la destinataria de la moneda. Estos actos, en apariencia pequeños, quedan marcados en el tiempo como un golpe de cincel en la piedra.

-Yo me encargaré de que tus futuros lectores conozcan también tu coraje – responde mientras le guiña un ojo, oscuro como todo en ella, como su propio apellido, Yolanda de Ríos-Sombra, esposa y biógrafa del escritor.

Antes de abandonar el templo comprobaron el santoral, un cartoncito del que disponían todos los feligreses, y depositaron el shpek en el cajetín de Bethany, la santa a la que ese día estaba dedicado. Bethany era la santa de los vientos y su cepillo estaba siempre repleto de limosnas porque los fabricantes de sombreros le pedían que sus brazos invisibles les dieran oportunidades de negocio.

Era extraño que los viandantes de la Plaza de los Edificios Altos, como la conocían todos (nadie la llamaba por su nombre real, Plaza del Comendador Ortiz) no pasaran, aunque fuera solo un momento por la cafetería de Julián que, aunque su apariencia austera desentonara con las aristocráticas construcciones vecinas, parecía ser una visita obligada, la estación final del peregrinaje de los turistas y curiosos. Lo de los nombres en esta ciudad siempre ha sido curioso porque sus ciudadanos no respetan los nombres reales y bautizan de nuevo a todos los lugares. Julián, el dueño, como un padre egocéntrico, quiso bautizar a su cafetería con su propio nombre, pero nadie la conocía como la Cafetería de Julián, sino como Disidencia. La culpa podía recaer en la novela del mismo nombre escrita por Fe, donde situaba la acción en esa misma cafetería. Cuando mandó hacer el rótulo no quiso iniciar ningún altercado con los encargados de colocarlo que ya habían preparado uno con el nombre de Disidencia.

Y allí, en Disidencia, Ernesto José Uribarri y su esposa tomaron café. Las coquetas sillitas donde descansaban en un precario equilibrio que resultó ser totalmente contrario al descanso parecían destinadas a personas de varios siglos atrás. Antes de entrar en Disidencia a todos les subyugaba una especie de vértigo porque daba la impresión de que iba a ser del todo imposible que las personas que se amontonaban allí dentro cupieran realmente en un local tan minúsculo. Cuando el sediento o el cansado se encontraba ya en el interior se movía con incomodidad al ir tropezándose con todos los parroquianos y la tarea de acercar una silla para poder tomarse un café resultaba tan pesada como la de conquistar un país enemigo. Pero finalmente el espacio se iba expandiendo y poco a poco se iban sintiendo más cómodos. Es entonces cuando al dirigir la mirada hacia fuera se daban cuenta de cuan inmenso es el exterior y qué desnudo debía uno sentirse en esas plazas tan amplias y qué cerca estaba la inmensidad abierta de los cielos y ese vértigo hacía que demoraran su estancia en Disidencia y que los cafés fríos o las tazas vacías siguieran pareciendo tan apetecibles como una taza de café recién servida.

Ernesto José Uribarri apenas había tocado su bebida, quizás no se atrevía a llevarse a los labios algo que no terminaba de ver con claridad. Yolanda estuvo dando pequeños sorbos a la suya y pensando. Cada vez que probaba el café su flujo de pensamiento tomaba un pequeño desvío pero siempre dando vueltas en torno al mismo asunto. Dejó la taza sobre el platillo y miró a su marido, el gran escritor Ernesto José Uribarri.

-José –ella era la única que se permitía llamarlo así-, ¿cómo ves ahora mi cara?

-Yolandita… – empezó a responder el gran escritor.

SINOPSIS

Al inicio de cada capítulo, como una breve introducción, el narrador describe la forma de escribir de un famoso autor. Nos descubre sus pensamientos sobre cualquier asunto relacionado con la literatura, sus opiniones y su forma de entender el oficio de juntar palabras. Este escritor, Ernesto José Uribarri, resulta ser el protagonista de la novela. La manera en que cada capítulo está redactado respetará (o intentará hacerlo) los consejos y dictados de este ficticio hombre de letras.

Los hechos que se relatarán en la novela son los siguientes. Ernesto José Uribarri, un escritor de cierto éxito entrado en años, recibe de su médico un diagnóstico desolador: se está quedando ciego. Esta progresiva pérdida de visión conlleva ciertos cambios en su personalidad y empieza a desconfiar de su joven esposa y biógrafa Yolanda de Ríos-Sombra pues piensa que le está engañando con algún otro. Los celos que siente hacia ella le convierten en otra persona, un reflejo oscuro de su personalidad afable y calmada. Contrata a un detective para que la siga, un tipo anodino y apocado que lleva a cabo una investigación gris y sin ningún fruto. El escritor, decepcionado con la ausencia de avances en su investigación y con lo poco literario de todo lo relacionado con este detective, decide inventarse otro detective (provisto de todos los clichés del género) y otra investigación más acorde con sus expectativas. Como escritor ha sido creador de ficción y es en esa ficción (quizás en la creada por él mismo) donde se esconde para escapar de una realidad a la que no percibe como tal porque ya no puede verla con sus ojos. Y mientras tanto el misterio de la identidad del mejor escritor del momento, Fe, sobrevuela toda la acción.

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