Era el mejor de los finales, era el más amargo de los comienzos, era la sombra tenue del alba y el fulgor ardiente del crepúsculo.
En pocas palabras, aquella época distante era el reflejo en un espejo estoico de la actual. Siempre había sido demasiado tarde para comprenderlo.
Un hombre yacía tendido, ensangrentado, víctima de una mortal y traicionera puñalada en su espalda, en la asfixiante penumbra que es huella de la muerte.
Preso del pánico, huyó, sin saber, o sabiendo, que su destino ya estaba sellado.
Un grito desgarrador estremeció la noche en el callejón oscuro, un eco que se perdía entre las sombras y la bruma.
Regresó al callejón, sabía que tenía una oportunidad, un momento trascendental, la voluntad de hacer un quiebre, de alterar aquel eterno retorno.
Atormentado por lo que comprendió, Rogelio se embarcó en una búsqueda incansable y obsesiva.
Las páginas de aquel libro referían a un lugar donde todo se confunde, donde los límites son zurcidos por sustancia.
En el sótano de la Biblioteca Nacional, Rogelio se encontraba hojeando libros antiguos, aturdido por una motivación impulsiva.
Buenos Aires antiguo, un laberinto de calles donde las pinturas añoran el pasado, allí siempre vivía Rogelio, el bibliotecario, una conciencia confinada entre libros y recuerdos.
OPINIONES Y COMENTARIOS