Tristes guerras

si no es amor la empresa.

Tristes, tristes.

Tristes armas

si no son las palabras.

Tristes, tristes.

Tristes hombres

si no mueren de amores.

Tristes, tristes.

Miguel Hernández


Ana repasa el catálogo de la nueva exposición. No tiene nada mejor que hacer, a mediodía el museo está casi desierto, y más aún la librería de la que cuida ahora. Su licenciatura en Historia del Arte no dio para más, pero meter la cabeza en el IVAM es casi lo máximo a lo que podía aspirar si no quería abandonar la terreta. Al menos, se consuela, pudo conocer a Martha Rosler hace apenas unos días durante la inauguración e incluso intercambiar unas tímidas palabras elogiosas en su patético inglés. Su timidez no iba a quitarle ese honor, faltaría más.

Por el estrecho ángulo desde el que puede ver la recepción sentada tras su mesa-mostrador, parece que se vea más movimiento del normal. Aun así, Ana apenas despega los ojos de las reproducciones del catálogo de Tristes Armas, con Rosler y Renau. Los fotomontajes no pueden observarse con un simple vistazo distraído, están repletos de pequeños detalles como puñaladas que esperan pillar desprevenido al observador. Una elegante —y moderna incluso ahora— cocina de los años sesenta esconde dos soldados que buscan bombas, una acogedora buhardilla de decoración perfecta no esconde un cuerpo desvencijado hecho un ovillo en el suelo, una fantástica modelo no tapa los tanques que cruzan el desierto por el que ella camina.

El revuelo va en aumento en la planta baja del museo, incluso diría que Ramón ha subido corriendo las escaleras. Pasa otra página y se sumerge en el ensayo en el que se desmenuza una antigua exposición de Rosler. Las voces ya ponen en guardia a Ana, acostumbrada a tener los oídos atentos para estar preparada con una sonrisa al acercarse algún cliente, sin necesidad de haber apartado la vista de sus libros ni un instante antes de tiempo. A regañadientes cierra el catálogo, lo coloca en una de las pilas de la mesa principal, la que se ve incluso antes de cruzar la puerta de cristal, y asoma la cabeza por la puerta. María, la de seguridad del piso de arriba, parece haber perdido los papeles y aferra una botella de agua sentada en una silla que debe de haber salido de la cafetería. La nueva recepcionista mantiene un gesto congelado entre ponerle la mano en el hombro o acariciarle el pelo. Algo gordo debe de haber pasado, piensa Ana, para que María esté así y la nueva, de la que no consigue recordar el nombre —por eso la llama la nueva siempre que no está delante—, se tome tantas confianzas.

Si fuera otra la persona sentada en esa silla, Ana volvería a meter la cabeza en su librería y la nariz en sus libros y trataría de ignorar cuanto ocurriera en el mundo fuera de las paredes de su territorio, pero María fue la que mejor la trató cuando llegó, cuando era ella la nueva, y nadie le hizo ni caso por ser tan solo la chica de la librería. Resignada a lo que venga, coge las llaves de la puerta de cristal, sale y la cierra, por si acaso, y se acerca a la pobre cincuentona de seguridad que ahora mismo no hace honor a su uniforme.

—¿Qué te pasa, María? ¿Te has puesto enferma? —casi le susurra, insegura, Ana, poco acostumbrada a confraternizar, al tiempo que se pone en cuclillas delante de ella.

—¡Ay, Ana! Que hay un tipo arriba, en los videos, que está casi muerto. —Se adelanta la nueva porque María se atraganta hasta con su saliva.

—¿Cómo? ¿Le ha dado un ataque?

—Y yo qué sé, Ana. Si yo creía que se había dormido viendo los videos y le he dejado tranquilo… Y ahora se morirá por mi culpa.

—Pero ¿cómo va a ser culpa tuya? —Trata de tranquilizarla sin mucho convencimiento la nueva—. Además, la ambulancia no tardará en llegar. Tú tranquila que seguro que se pone bien.

Ana ya no escucha la desvaída contestación de la pobre María sino que sube las escaleras amortiguando sus pasos, como si la situación requiriera un extraño sigilo. María, piensa, de esta se retira y se vuelve al pueblo a cultivar el huertecillo del que no deja de hablar. Frente a la puerta de la nueva exposición, duda si entrar o no, le infunde respeto la situación y teme molestar aunque le puede más la curiosidad. No es que sea morbosa, es que nunca ha visto a una persona inconsciente. No se ve a Ramón, pero sí se le oye hablar con alguien que Ana identifica como el camarero guapo de la cafetería. Aparte del personal del restaurante situado en el mismo edificio, que no deben de haberse enterado aún, tampoco hay muchas más personas en el museo a estas horas. Ana sigue las voces sin dejar de mirar, aunque sea de reojo, las obras de Josep Renau que acompañan a las de Rosler en la sala. Gira hacia la izquierda, asomando apenas la cabeza, y ve al fondo, tumbado en el suelo a un hombre con un traje y unos zapatos que, a primera vista, piensa Ana que deben de costar más que su sueldo de dos meses. Lo que nunca reconocerá es que su primer pensamiento es que parece listo para enterrar porque le han cruzado los brazos sobre el pecho y bajo su cabeza alguien ha improvisado un cojín con el que debe ser su propio maletín.

Ramón levanta la cabeza al percibir a Ana y se extraña de verla allí como si no la reconociera. «¿Todavía no ha llegado la ambulancia?», le pregunta, a lo que Ana responde que no con un movimiento de cabeza. Pareciera que le da miedo despertar al señor que descansa en el suelo. Aunque Ramón y el camarero la miran de forma rara —ya le hubiera gustado a ella que el camarero la mirara con esa intensidad en otra situación—, su curiosidad vuelve a empujarla y se acerca. Está a punto de agacharse para observar mejor al trajeado cuando detiene el movimiento porque algo ha llamado su atención. Sobre una de las sillas de la primera fila, abierto por una fotografía que Ana conoce bien porque la ha remirado mil veces, descansa un catálogo de la exposición que ella no recuerda haberle vendido.

Es cuatro de marzo y las Fallas, este año, no han comenzado bien.

….

Han pasado veinticuatro horas desde que Ana asomó la cabeza y vio a la mujer de seguridad derrumbada por la culpabilidad. No dejaron de comentar el suceso durante lo que restó de tarde, y ha sido lo primero a lo que se han referido al encontrarse para abrir las puertas. Incluso Ana, que siempre se queda al margen de las conversaciones de sus compañeros, esta vez participa aunque solo sea para escuchar. Ninguno tiene noticias, no se ha dicho nada ni en la radio ni en la televisión, claro que, desde que cerraron la autonómica, los cotilleos de la ciudad son más secretos que nunca.

Ana se teme lo peor cuando, sobre las cuatro de la tarde, ve entrar a una mujer de no más de cuarenta años vestida con vaqueros y chaqueta de piel marrón acompañada de un joven agente de policía nacional. Como pillada en falta por no estar en su puesto, se dirige hacia la librería simulando algún quehacer recordado de repente mientras la inspectora se acerca a recepción. Al paso le sale, desde detrás del mostrador, de la sala de Julio González, como si les hubiera presentido, Ramón, el de seguridad, con un aplomo que a Ana, que observa tras su puerta de cristal, le parece increíble habida cuenta de la impresión que primero ha visto en sus ojos.

Gracias a que su mesa está junto a la puerta, a su oído entrenado y a que la policía no parece tener el más mínimo respeto por el silencio que suele reinar en los museos los días que no hay visitas escolares, Ana escucha cómo la mujer de la chaqueta de piel se identifica como la inspectora Prats, presenta al agente Blanco y solicita ver el lugar donde se encontró al hombre inconsciente y a la persona que lo encontró. Le parece raro a Ana que no pregunte por el director del museo, aunque la verdad es que hace días que está en Madrid en un congreso y puede que ni se haya enterado del incidente. Por lo que oye, la inspectora no contesta a la pregunta de Ramón sobre el estado de salud del señor trajeado, y su compañero debe de ser un mero comparsa porque no ha abierto la boca todavía ni para decir buenas tardes.

Ramón desaparece escaleras arriba seguido por los dos policías nacionales y todos aprovechan para volver a formar el corrillo.

—Este se ha muerto —sentencia Rosa, la veterana de recepción, con esa seguridad que te da haber visto ya de todo.

—Pobre María… —suspiran al unísono Ana y la señora de la limpieza.

Se interrumpen al escuchar a Ramón presentar a María a los agentes. Por desgracia, las voces se pierden cuando los cuatro entran en la sala de la exposición temporal aunque no tarda ni cinco minutos en bajar Ramón con el pequeño grupo de visitantes que se encontraba dentro de la sala.

—Rosa, mira a ver cómo les puedes compensar porque la policía acaba de ordenar que no entre nadie más en la sala —susurra en el mostrador el de seguridad.

La recepcionista se acerca a los turistas y, tras disculpar al museo de forma discreta por el imprevisto, les habla maravillas de la exposición de esculturas de Julio González y les acompaña con esa seguridad incontestable tan suya. Mientras, asegura, les preparará la devolución del precio de sus entradas.

—¿Pero os han dicho ya si se ha muerto o no?—pregunta en cuanto cierra la puerta y aísla al grupo.

—No sueltan prenda, Rosa. Ahora están preguntando a María sobre sus rutinas de vigilancia y a mí me han dicho que espere aquí.

—No, si al final nos va a caer un paquete porque a un tío le dé un síncope aquí dentro —vuelve a sentenciar.

El camarero de la cafetería, que ayudó a Ramón el día anterior a tumbar al enfermo en el suelo, asoma la cabeza por la puerta que une esta con recepción. A Ana se le escapa la sonrisa tonta al verle, pese al dolor de barriga que le entró en cuanto vio a la policía.

—¿Sabemos algo? —Pregunta al acercarse—. Tengo a dos tórtolos en la terraza.

—Nada, José. Que la policía está en la sala con María. Y no, no sabemos si se ha muerto. —Todos se giran a mirar a una Ana que ha abierto la boca por primera vez tras acercarse de nuevo al corrillo.

—Ya, claro… Estaba yo pensando —titubea José mirando a Ramón—, ¿no te sonó la cara de ese tío? —Ante la cara interrogante que le observa, como todas, añade—: ¿No es el que discutió en mi terraza con el viejo ese que viene todas las semanas?

—No sé, no se me había ocurrido.

—Yo creo que sí, a ese tipo yo le he visto ya alguna vez por aquí, creo que le gusta comer arriba.

Ana se pone en guardia, le duele que llamen “el viejo” y cosas peores al señor que cada semana viene a contemplar las obras de Julio González. De todo el personal del museo debe de ser ella la única que ha hablado con él alguna que otra vez, así que nadie sabe que fue profesor, que está jubilado, que sabe más de historia y de arte que todos ellos juntos y que, además, acude allí tras ayudar en el comedor social de la Casa de la Caridad.

Ana y él han coincidido alguna vez ante el relieve con la mujer leyendo y la afinidad y ciertas confidencias son inevitables cuando compartes el amor por una obra.

—No me jodas, José —protesta Ramón—. Ahora me tocará contárselo a la policía y voy a tener un problema porque no informé de esa pelea.

—Bueno, tampoco es que fuera para tanto, se dijeron cuatro cosas y ya está, y fuera del museo —intenta quitarle importancia Ana.

—Ya, pero nos tocó echar al viejo.

—Se llama Aurelio, y no creo que esa estupidez de hace tantos días venga al caso.

—No sé por qué le defiendes tanto, Ana —tercia Rosa—, pero algo de razón tienes, hay que reconocerlo. Además, José, ni siquiera sabes si era el mismo tipo o no.

—Yo creo que sí que es, tiene razón José. Me tocó pedirle mil disculpas después de echar al… a Aurelio —concede Ramón con una mirada de reojo a Ana.

La discusión, típica de los nervios de momentos así, se zanja cuando aparece María, pálida, con los ojos rojos y un pañuelo en las manos, para decirle a Ramón que es su turno.

—¿Qué os había dicho? Se ha muerto —vuelve Rosa a la carga.

María lo confirma ahogando un sollozo y cuando los pasos de Ramón llegan a lo alto de la escalera el silencio llena el museo hasta que la familia que Rosa había dejado viendo las esculturas decide que ya es hora de recuperar su dinero e irse. Rosa se lo abona y les insta a regresar pasados unos días si siguen en la ciudad, aunque con la seguridad de que no les volverá a ver. Todos están deseando que cierren la puerta a su salida para acribillar a preguntas a María, que con el impasse parece haberse tranquilizado. José, mientras tanto, ha ido a asegurarse de que la pareja de clientes de la terraza no se han ido sin pagar.

Cuando ya todos la rodean, María comienza a hablar a borbotones:

—Al principio no me lo han querido decir. Han comenzado a preguntarme mis horarios de ayer, mi forma de hacer las rondas, si había mucha o poca gente. Después me han preguntado cuándo vi a ese señor por primera vez, cuánto tiempo estuvo allí sentado, si había más gente con él… ¡Qué sé yo! Muy raro todo. Que cuántas personas han entrado en la sala de videos desde entonces, que si se había limpiado. Y solo al final me han dicho que se murió llegando al hospital y le están haciendo la autopsia.

—¿Y tanta pregunta por un tío que se habrá muerto de un ictus o un mal infarto? —Dice, desconfiado, José.

Ana le da la razón a José, y no por lo guapo que se pone con su cara de teórico conspiratorio.

—A ver si Ramón baja con alguna información más —dice Ana sin querer entrar en suposiciones.

—Bueno, yo tengo que volver a la cafetería. Ya me decís si hay novedades.

Ana aprovecha el momento para volver también a la librería porque ha empezado a ponerse más nerviosa y no quiere que nadie se lo note. La policía y la guardia civil siempre le han impuesto más miedo que respeto y quiere creer que si se esconde tras su mesa ni se acordarán de que existe y no le preguntarán.

Los quince minutos que tarda Ramón en bajar se hacen eternos. Reorganiza la distribución de su mesa, recoloca los marcapáginas de regalo. Saca el plumero y lo pasa por los estantes del fondo yendo y viniendo a la puerta para observar si ha habido cambios ahí fuera. Por fin ve movimiento en recepción y, para cuando sale, Ramón sube las escaleras con José.

—Le han dicho que bajara a por él cuando ha contado lo de la pelea —informa Rosa.

—Pero si no fue una pelea…

—Esto va oliéndome peor a cada instante.

Ana la mira y asiente. En las series policíacas que tanto le gusta ver, la policía solo hace tantas preguntas cuando ha visto algo raro. Los malos presentimientos van en aumento y comienza a preocuparse por la importancia que la policía pueda darle a la discusión de ese hombre con Aurelio.

—Seguro que quieren hablar con José porque ayudó a Ramón cuando María se desmoronó. —Ana trata de tranquilizarse quitándole importancia—. Por cierto, ¿dónde está María?

—Cuidando de la cafetería, por si llega alguien decir que el camarero vuelve en seguida. Solo nos falta tener que cerrar el museo del todo por culpa de esos dos.

—Menos mal que es una hora tranquila, pero los turistas ya no tardarán en empezar a llegar, ¿qué vas a decirles si no pueden entrar a la nueva exposición? —Se preocupa Ana.

—Pues no sé, chica, porque el jefe tampoco coge el móvil, así que tendré que improvisar —contesta tranquila Rosa.

Rosa, piensa, está muy tranquila porque a ella no van a interrogarla porque ayer no trabajó, estaba la nueva. ¿Pedirá la policía que la llamen? Vuelve a esconderse tras su mesa. Ahora ya no le queda nada con lo que distraerse a parte de con los libros, así que coge uno en oferta sobre una exposición de hace dos años y trata de enfrascarse en su lectura.

SINOPSIS

Diego, un defensor de causas sociales perdidas, irrumpe en la vida de Ana, dependienta de la librería del Instituto Valenciano de Arte Moderno, cuando un anciano inocente es acusado de asesinar a un ejecutivo en la sala principal del museo.

Los dos jóvenes tratan de descubrir al verdadero culpable y su principal sospechoso es el grupo radical de protesta civil València per la gent, cuyos miembros utilizan el arte como conductor de sus mensajes. Ana, Licenciada en Historia del Arte, será la encargada averiguar qué se esconde tras esas protestas artísticas. Mientras, Diego ejercerá de detective aficionado y juntos meterán la nariz en más de un avispero.

Con el trasfondo de la ciudad preparándose para las Fallas, Ana y Diego descubrirán que no todas las víctimas son tan inocentes ni ellos mismos son como creen ser.

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