Todos los imbéciles

Todos los imbéciles

Marta Sierra

12/08/2024

Un tipo me pita y me adelanta por la derecha. Puto imbécil, ¿es que no ves que hay un radar? Normalmente gritaría, o al menos me quejaría en voz alta, pero hoy no lo hago. No quiero alterar a Ana, aunque ella sabe que conducir saca lo peor de mí.

El mismo imbécil sale de la rotonda sin poner el intermitente, habría que acabar con la raza humana, no merecemos vivir, sobretodo ese. Si tan solo pudiéramos quitarnos a todos los que no ponen los intermitentes, ya sería una mejora. Ya que estamos, también eliminaría a los imbéciles que dejan la mierda de perro en la calle, o los que se saltan la cola en el super. A los que cogen sin pedir, entran sin llamar y cruzan sin mirar, como el imbécil al que casi atropello. No habría sido una gran pérdida.

Miro de reojo a Ana, tiene la mirada perdida en la calle, no parece cabreada, solo triste. Cuando la veo me relajo un poco. Si hubiera más como ella, no tendría tantas ganas de acabar con el mundo. Ana y yo nos conocimos cuando éramos muy jóvenes, hemos pasado media vida juntos. A pesar del desgaste de la convivencia, de sus ganas de discutir sobre cosas que en realidad no le importan y de su capacidad para matar todas las plantas que meto en casa, Ana sigue siendo mi ser humano favorito.

El silencio en el coche se empieza a hacer pesado, al menos para mí. Abro la boca para decir algo, pero no tengo claro qué decir. Todo en mi cabeza suena ridículo. ¿Tal vez nos fuimos demasiado rápido? Podríamos habernos quedado un rato más en el hospital. Todas las preguntas que no supe formular en ese momento, me vienen ahora.

Tampoco nos dieron mucho tiempo. El médico nos soltó la retahíla, el resultado de la amniocentesis no había sido positivo. Nos dijo lo que “podíamos esperar”, las opciones, las probabilidades. Me zumbaban los oídos. Putos médicos, con sus aires de suficiencia. Te hablan como si tú también hubieras estudiado medicina y luego te dicen que la decisión es tuya, o más bien de Ana. Un padre o una madre no debería tener que tomar esta decisión. Por otro lado, ¿quién la va a tomar sino?

Lo único que acerté a hacer fue abrazar a Ana. A pesar de la barriga, sigue cabiendo perfectamente entre mis brazos, eso me da una falsa sensación de que puedo protegerla de este mundo que no la merece, pero la necesita, como yo. Si hubiera más como ella…

De pronto pienso en toda la gente que he conocido a lo largo de mi vida que tenían hijos con algún tipo de discapacidad. Como los vecinos del quinto en el edificio de mis padres, que tenían una hija, Sonia, y en un accidente se había quedado tetrapléjica. Nunca pudieron dejar de cuidarla, estuvieron toda la vida esclavizados.

“Tengo hambre” Dice Ana mirándome, intenta sonreír un poco, ha debido verme muy serio. Le contesto con demasiado entusiasmo. “¿Qué te apetece? Vamos donde digas”. Se pone el dedo índice en los labios, como si se lo estuviera pensando, pero yo ya sé dónde quiere ir. “A los ceniceros”.

Lo seguimos llamando así porque de jóvenes robábamos ceniceros de esa cafetería. Es un sitio que no ha cambiado desde entonces y es reconfortante sentarte en la mesa de siempre y saber por dónde cojea. Es como ir a casa de tu abuela.

Muchas decisiones importantes las hemos tomado ahí. Hemos practicado entrevistas de trabajo, hemos criticado a amigos, hemos buscado piso, hemos decidido a quién invitar a la boda, hemos elegido el nombre del bebé… El abuelo de Ana se llamaba León, y nos gustó ese nombre. Si finalmente viene a este mundo, le vendrá bien tener un nombre que le de fuerza, porque no lo tendrá fácil. Nosotros tampoco. Vuelvo a pensar en los del quinto.

Antes me imaginaba un niño con el pelo rubio, como Ana cuando era pequeña. Delgadito, enérgico, alegre, un poco trasto, creativo y sensible. Supongo que puede seguir siendo todas esas cosas, pero ya no lo consigo imaginar.

Nos sentamos en la cafetería y pedimos un desayuno completo. Isidro, el del bar, nos saluda pero no nos pregunta cómo estamos, supongo que nuestras caras deben decir suficiente. Mientras comemos no hablamos de la visita al hospital, ni de los resultados de la prueba, ni de la decisión que tenemos que tomar. Hablamos de ir al cine esa noche, de que nos hemos quedado sin ropa interior y hay que hacer colada, de que su hermana vendrá mañana para comer. Una vez el desayuno se ha terminado, e Isidro se ha llevado todo menos los cafés, no puedo posponerlo más.

Ella se me adelanta. “No quiero tenerlo”. Esas palabras desgarran dentro mí una promesa en la que había vivido los últimos meses. Que León sería mi hijo, que existiría en este mundo de mierda, y eso haría que todo fuera un poquito mejor. Seré imbécil.

Pienso en los argumentos que le podría dar a Ana para tenerlo pero me doy cuenta de que no ha dudado, no necesita mi opinión, lo tiene claro y además, es lo razonable. Siento rechazo hacia Ana y me odio por ello. Aquella cafetería, que hace un rato era mi segundo hogar, me parece un lugar triste, mal ventilado, estancado. Me quiero ir, no volver a pisar ese sitio. Cuando nos levantamos Ana me abraza, yo la arropo entre mis brazos como siempre, pero esta vez estoy abrazando a León, a ese perfecto bultito que está entre Ana y yo, los responsables de protegerlo y quererlo; y le digo, sin hablar, que lo siento.

Etiquetas: relato relato corto

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