Supongo que no conozco un nombre para esto, una sola palabra que defina al menos una parte de lo que me pasa. Es una sensación de desapego y distanciamiento ante una amistad que empieza a agrietarse, revelando, con cada día que pasa, intereses divergentes, ideas que chocan y, especialmente, una falta de sintonía en cuanto a nuestros valores.
Al principio, me forzaba a cambiar esa sensación porque me costaba creer que se trataba de algo real. Pero, poco a poco, dejé de sentir la necesidad de forzar algo que no fluía de manera natural y, en lugar de buscar explicaciones, comencé a aceptar que esa distancia era el reflejo de nuestras diferencias.
Soy consciente de que las diferencias son necesarias para el crecimiento y también para la apertura al mundo; sin ellas, no estaría aquí. Sin embargo, tengo no negociables en mis vínculos: me cuesta tolerar la falta de empatía o ese interés que se disfraza de empatía, «te ayudo porque te necesitaré en un futuro». Me agota la falsedad, esa persona que se mueve de aquí a allá poniendo sus expectativas por encima del sentir del otro, que solo es capaz de verse a sí misma, pero incapaz de reconocer cuando se equivoca, porque, ante sus ojos, el mundo es el que está mal. Quien mide el valor de las personas según el número de experiencias que le pueden brindar y quien juzga en otros lo que hace.
Ahora, la distancia entre dos personas que alguna vez se pensaron como una sola se amplía. No por falta de palabras, sino porque cada palabra hace más evidente la desconexión, ya que, a pesar de estar físicamente cerca, hay un espacio extremadamente amplio entre sus almas.
Hoy solo queda un espacio vacío. No hay resentimiento, no hay dolor, solo la serenidad de saber que, al menos, tengo claridad sobre aquello que no deseo en mi vida y de saber que no puedo forzar a nadie a cambiar su esencia, y mucho menos forzarme a mí a hacerlo. A fin de cuentas, cada persona tiene un espacio donde encajará, sin que su ser resulte cuestionable.
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