En un rincón apartado del mundo, en un pequeño pueblo enclavado entre
altísimas montañas adornadas con nieves eternas, vivía un joven de nombre
Diego. Este adolescente, de espíritu indomable y mente inquieta, siempre había
estado fascinado por las leyendas que poblaban las noches en la cálida chimenea
de su hogar. Entre todas las historias que sus ancestros relataban, había una
que le inquietaba profundamente: un antiguo conjuro capaz de desvelar un mundo
oculto tras los espejos.
Un día, mientras exploraba el polvoriento desván de su abuela, Diego
descubrió un antiguo volumen de hechizos que había permanecido olvidado durante
siglos. El libro, cubierto de una capa de polvo que parecía ocultar secretos
del pasado, emanaba un aura de misterio. Con manos temblorosas, el joven lo
desenterró y, abriendo sus páginas amarillentas, encontró el conjuro que había
encendido su curiosidad. Aunque la duda susurraba en su interior, la ansía de
descubrir lo desconocido lo impulsó a seguir adelante.
A la medianoche, cuando la luna brillaba con una intensidad fantasmal y las
sombras danzaban en los rincones más oscuros, Diego se colocó frente al espejo
del baño. La atmósfera estaba impregnada de una magia ancestral, y el joven,
con voz decidida, recitó el conjuro en un tono que parecía resonar en los
confines de la noche:
«Speculum lucens, porta occultorum, revela secretum
tuum hoc momento.»
Al principio, el espejo permaneció inmóvil, pero pronto, el reflejo comenzó
a ondularse como si la superficie del cristal se hubiera convertido en un lago
agitado por un viento invisible. Diego sintió un cosquilleo recorrer su nuca, y
el espejo se transformó en un portal que revelaba un paisaje prodigioso. Más
allá del cristal se extendía un bosque de árboles colosales y flores resplandecientes,
bañadas por una luz dorada que no parecía provenir de ningún astro conocido.
Pero lo que verdaderamente capturó la atención de Diego fue la figura de una
joven que emergía de aquel mundo encantado.
Ella, de cabello oscuro como el ébano y ojos castaños profundos, lo
observaba con una mezcla de asombro y curiosidad. Sus miradas se entrelazaron
en un instante que se desbordaba de una carga emocional indescriptible. Diego,
cautivado por el enigma que ella representaba, alzó lentamente su mano, y la
joven hizo lo mismo. Al tocar la superficie del espejo, ambos sintieron una
conexión etérea, como si sus mundos estuvieran predestinados a encontrarse.
Determinado a cruzar al otro lado, Diego buscó en el venerable libro el
hechizo necesario para abrir el portal. Con fervor y convicción, recitó el
siguiente conjuro:
«Speculum lucens, porta occultorum, aperi portam tuam,
sine ut intret.»
La superficie del espejo brilló con una intensidad
cegadora, pero cuando la luz se desvaneció, Diego seguía en su baño, mientras
que la joven continuaba su existencia al otro lado, con una expresión de
melancolía en su rostro.
Desesperado, Diego intentó una y otra vez recitar el conjuro, variando las
palabras, implorando y susurrando con la esperanza de lograr la apertura del
portal. Sin embargo, sus esfuerzos resultaron infructuosos. Cada vez que la luz
se desvanecía, él seguía atrapado en su mundo, mientras que ella permanecía en
el suyo, tras la barrera intransigente del cristal.
Los días y las noches pasaron, y Diego persistió en su empeño, visitando el
espejo con una regularidad casi ritual. La joven, en un acto de desesperada
comunicación, trazaba palabras en el vaho del espejo y gesticulaba con una
desesperación que reflejaba la suya propia.
Escribía con caracteres extraños. Un día incluso le sacó una foto a su mensaje para intentar descifrarlo:
გამარჯობათ, მე ქვია კეტევან
Con el tiempo, ambos comprendieron
la dolorosa realidad: aunque podían verse, jamás podrían tocarse ni compartir
el mismo mundo. Sus manos permanecían separadas por una fina, pero implacable,
lámina de vidrio.
A pesar de la imposibilidad de reunirse, Diego continuó sus visitas nocturnas,
y la joven siempre estaba allí, esperándolo. A través del espejo,
intercambiaban miradas llenas de una comprensión que desafiaba la separación
física. Aunque el destino les había impuesto una barrera infranqueable,
hallaron consuelo en el hecho de haber encontrado a alguien que comprendía su
soledad.
Así, cada noche, los dos se encontraban a través del espejo, dos almas
separadas por un destino cruel, unidas por un vínculo que ningún conjuro podría
deshacer. Su conexión, aunque imperfecta, perduraba como un testimonio de la
profundidad de sus corazones y la magia de lo inalcanzable.
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