Siempre he sido una mujer obsesiva. Con todo, pero especialmente con la limpieza y mi propio aseo personal. Así que luego de bajar del coche, y tomar el carrito con ambas manos, me sentía sucia. ¿Cuántas personas habían tocado ese objeto? La sola idea me daba un profundo asco. Recorrimos los escasos metros que nos separaban de la entrada del estacionamiento. Mi esposo, holgazán como pocos, protestaba a cada paso, ya que no tenía ni la más mínima intención de acompañarme. Como siempre, y fiel a mí misma, no le prestaba atención en absoluto.

Entramos, y ahí mismo vi los sanitarios. Debía lavarme las manos. De paso, traería algunas toallas descartables para asear el carrito. Le dije a mi acompañante que entraría al baño a higienizarme. Volvió a quejarse, asintió y tomó el carro con la misma alegría que tendría alguien que se sentara desnudo en un hormiguero. Por supuesto, no le presté ninguna atención.

Enfilé hacia el baño y traspasé la puerta. Me quedé boquiabierta, ya que todo estaba limpísimo, impoluto. Brillaba tanto como para herir los ojos. Nunca había visto nada igual. El resplandor que emanaba de la loza blanca, las paredes blancas, el mármol blanco, era enceguecedor. Los objetos metálicos estaban rodeados de un aura perlada que deleitaba el entendimiento. Al menos el mío, fanática como era de la limpieza.

Me acerqué a un lavatorio para higienizar mis manos y hasta parecía que el agua que fluía de las canillas emanara de un prístino manantial de montaña. Estaba en éxtasis. Me hubiera gustado quedarme ahí por siempre. Envidió tanta limpieza y blancura. El aroma que se percibí me traía recuerdos de los hermosos prados que recorría en mi más tierna infancia. Aromas de flores silvestres, olor a pasto recién mojado por la escarcha de la mañana…

Comencé a sentir que los olores, junto a la blancura de lo blanco, y al brillo de lo brillante, se transformaba lenta pero inexorablemente en sonidos que repiqueteaban en mi cabeza. Una dulce melodía que irradiaba paz y armonía.

Cuando terminé de lavar mis manos me dirigí hacia el expendedor de toallas. Pensaba secarme y tomar algunas. Pero algo me llamó la atención. A mi derecha, la puerta de uno de los reservados estaba abierta, y en el interior todo era suciedad y desorden. me sorprendió tanto que el resto tuviera tal grado de limpieza y ese espacio fuera un ejemplo de todo lo que estaba mal. Se me cruzó por la mente avisar a los responsables del establecimiento para que corrigieran tamaño desatino. Era intolerable.

Mientras pensaba en todo esto, algo sucedió dentro del cubículo. Parecía como que alguien estuviese dentro y en problemas. Me acerqué y escuché como una voz femenina pedía por ayuda. Sin pensarlo entré. A mis espaldas se cerró violentamente la puerta. Y ante mí ya no estaba el mugroso inodoro que segundos antes viera desde fuera. En su lugar, un pasillo larguísimo, sin final a la vista. Espantosamente sucio, tenebroso y hediondo. Si afuera estaba tan limpio que hasta la mismísima Virgen María hubiera ido a cagar allí, esto no hubiese seducido ni al más descarnado de los demonios.

El asco más profundo se adueñó de mí. Giré hacia la puerta dispuesta a abandonar de inmediato aquel asqueroso y horripilante lugar. Pero al abrir la puerta lo único que encontré fue otro pasillo, idéntico al anterior en todo, salvo que estaba más sucio, si es que era eso posible.

Por supuesto, comencé a gritar pidiendo ayuda. Le gritaba a mi marido, que se encontraría a escasos cinco metros de mí, pero el inútil no venía. ¿Acaso no me escuchaba? Ni para eso servía. Así que cuando mi garganta ya no pudo más y estuve obligada a dejar de vociferar, me detuve un momento y traté de pensar. ¿Qué estaba pasando? Ahí no había nadie a la vista. Ninguna persona acudió en mi ayuda. Estaba sola y rodeada de mugre. A un lado y al otro únicamente dos corredores oscuros y hediondos en los que no se apreciaba final alguno. Así que decidí comenzar a recorrer aquel que estaba en la dirección de la puerta por donde yo había entrado.

Caminé durante un largo rato, gritando de tanto en tanto sin recibir respuesta alguna. Con lo único que me encontraba, y en grandes cantidades, era con basura y mierda. Parecía mierda humana, olorosa y asquerosa como recién hecha. Las lágrimas saltaban de mis ojos y mi estómago hacía enormes esfuerzos para no incrementar la cantidad de vómito que también había en el suelo. Era mi peor pesadilla.

Después de un tiempo, no lograría precisar cuánto, empecé a sentir ruidos raros. Al principio ininteligibles. Al rato me pareció que eran sonidos de pisadas y algunas voces. Me alegré. Tal vez eran otras personas que me pudieran ayudar. Corrí hacia dónde creí que provenían los sonidos, que era la dirección contraria a la que yo llevaba. Los sonidos se acrecentaban al mismo ritmo que mi esperanza. Al fin terminaría la pesadilla.

Pero nada en la vida me había preparado para lo que encontré. Las personas, no eran personas. O al menos no lo parecía. En su lugar, vi a unos andrajos pegajosos y sanguinolentos, cubiertos de unos harapos mugrosos, y despidiendo un olor tan asqueroso que no pude contener en su lugar lo que había desayunado estaba en mi estómago. Es decir, vomité con violencia. Y lo peor de todo es que esa horda de mugrosos se sintió atraída por la pestilencia que emergió de mi boca.

Se abalanzaron como animales y comenzaron a devorar con afición, como si de un apetitoso manjar se tratara. La repugnancia que en ese momento se apoderó de mí no me impidió gritarles e insultarlos, para acto seguido dar media vuelta y comenzar a correr lejos de esa pestilencia. Hasta ese momento mi repulsión superaba mi temor. Algo que en pocos minutos comenzaría a cambiar.

A medida que corría, y trataba de hacerlo cada vez más velozmente, los repulsivos seres que se alimentaban de mis jugos intestinales comenzaron a seguirme. Grité y chillé todo lo que mi condición de mujer dictaminaba. No sólo nadie me ayudó, sino que parecía que atraía aún más a los asquerosos.

El terror me invadió el alma. Vi con repugnancia cómo se comían mi vómito. Solo restaba imaginar lo que haría conmigo si me atrapaban. ¿Me provocarían asco para que regurgitara lo que llevaba dentro, que ya era más bien poco, y si lo comerían? ¿O se servirían directamente de dentro de mi cuerpo? Comenzó a caer sobre mi mente un velo gris y blanco que la nublaba.

Creía que perdería el conocimiento. Pero justo en ese momento sentí la profunda fetidez del aliento de uno de ellos que estaba acercándose demasiado. Eso me infundió algo de fuerzas y pude alejarme un poco hasta que encontré una puesta que pude traspasar. Por supuesto y sin sorpresa de mi parte, otro pasadizo idéntico a los anteriores. Pero la ventaja es que al otro lado de la puerta hallé que ésta se podía trabar. Un pestillo que cerraba el paso a esa horda maldita. Escuché cómo golpeaban y gritaban, evidentemente enojados por no poder trasponer ese umbral que era mi salvación.

Pero mi alegría duró bastante poco. Pensé que, si había engendros en el anterior pasadizo, nada impedía que también los hubiera en éste.

Como no tenía nada mejor que hacer, y visto estaba que pedir ayuda era del todo inútil, me puse a caminar por el nuevo recorrido. Tal vez hallaría la salida o algo que me sirviera de ayuda. Ya ni siquiera sabía qué cantidad de tiempo llevaba retenida en ese lúgubre y sucio lugar. ¿Mi esposo se estaría preocupando? ¿Habría entrado él a buscarme y caído en la misma trampa? Con lo gandul que resultó ser, ya lo habrían atrapado y estarían dándose un festín con su prominente abdomen, hogar de cantidades casi industriales de alimentos en descomposición.

Dejé de pensar en estupideces y traté de diagramar algún plan de escape, o al menos de supervivencia. Pero ¿cómo? No tenía ni idea. Había comprobado que con tenacidad podía correr más rápido que ellos, lo que me infundía algo de ánimo. Pero tarde o temprano comenzaría a cansarme y finalmente el agotamiento me vencería y me atraparían. Debía buscar un refugio. Si la puerta a mis espaldas estaba trabada me garantizaba cierta seguridad en la retaguardia. Si encontraba otra más adelante que pudiera también bloquear, quedaría en un conducto seguro y a la espera de ayuda. Pero ¿hasta cuándo? ¿hasta cuándo podría soportar? No tenía ni la menor idea. Pero pensarlo me distraía, aunque sólo fuera un poco, del temor y el odio que sentía.

El pasillo parecía interminable. Estaba completamente sola y decidí detenerme un poco. Tomar un descanso y pensar un poco con más claridad. Hacía un rato bien largo en el que no percibía amenaza alguna. ¿Qué iba a hacer? ¿Y si esto se prolongaba tanto que me venciera el sueño? Sería, seguramente, una mujer muerta.

No tenía ninguna intención de sentarme en esa mugre, pero quedarme parada me agotaba cada vez más. Aunque el destino decidió por mí, y decidió por una tercera opción: correr. Comencé a sentir los mismos ruidos que antes y hui por dónde creía era el lugar opuesto de donde provenían los sonidos. La historia comenzaba a repetirse. Sólo que esta vez encontré varias puertas en el pasillo. Yo regresaba por el mismo lugar que había recorrido antes y esas puertas, juraría, no estaban. No me importó demasiado.

Intenté abrirlas, una por una, pero estaban cerradas. Excepto la última que cedió ante mi intención. La cerré de la misma manera que hice con la anterior. Me quedé mirándola un rato mientras mi respiración se normalizaba.

Al darme vuelta me sorprendió que ahora el pasadizo era mucho más bajo. Igual de ancho, pero con una altura que me obligaría caminar agachada. Al lado de la puerta la altura era como los otros. A unos cuatro o cinco metros descendía. Por encima del pasadizo vi como una especia de claraboya estaba cubierta por un montón de suciedad.

Detrás de la puerta se notaba la presencia de la jauría humana que pugnaba por derribarla. Por suerte aguantaba. Eran puertas metálicas muy fuertes con pestillos muy resistentes. Mi espalda volvía a estar relativamente segura.

En ese momento una piedra cayó a mi lado. Luego otra. Volví a aterrorizarme. Pero descubrí que no me golpeaban. Levanté la vista y observé que provenían de la claraboya. Allí vi a una mujer. No era una hedionda como los otros y me hacía gestos. Siguió arrojándome cosas al tiempo que empecé a escuchar que otro grupo de esos odiosos mugrientos se arrastraba por el petiso pasillo. Con los gestos me indicó que tomara las cosas que me había arrojado y se los tirara a los hediondos. Inmediatamente lo hice y comenzaron a alejarse. Al parecer no les gustaba que los golpearan. Cuando se alejaron lo suficiente, la mujer descolgó la claraboya y me ayudó a subir.

Con gestos y señas me indicó que ni hiciera ningún ruido, y me confirmó que esos espectros espeluznantes no soportaban los golpes. También entendí que era atraídos por los gritos, los sonidos de los pasos y el olor, tanto del cuerpo como de lo que emanara del cuerpo. De ahí la predilección por mi anterior vómito. Me obligó, no sin mucho asco, a untarme todo el cuerpo con el barro del suelo, cuidando que no contuviera mierda ni vómito. Eso no camuflaría por un rato. Embadurnadas y en silencio podíamos evadir a esas bestias que actuaban más como animales que como humanos, aunque tuvieran cierto parecido con estos últimos.

Todo mediante lenguaje de señas convinimos en tratar de dormir. Un rato cada una, mientras la otra montaba guardia, en períodos de más o menos una hora. Si bien no teníamos reloj ni nada parecido (¿Dónde estaba mi celular?) tratamos de contar hasta que se cumpliera la hora e intercambiar papeles. Nadie nos molestó, por suerte, y pudimos descansar y recobrar fuerzas.

Cuando ya estábamos repuestas decidimos continuar juntas. Nos arrastramos por ese pasillo superior hasta llegar a uno con la altura adecuada para seguir erguidas. En voz muy baja me contó que hacía muchos días que estaba allí, que le pasó una situación muy similar a la que me había sucedido y que descubrió cómo poder eludir el peligro y poder dormir. Siempre todo se repetía, así que dormía al lado de esa claraboya cubierta de mugre en todo momento.

Como mis sospechas iban en aumento, finalmente le pregunté si ella también era una fanática de la limpieza, como yo. Para mi poca sorpresa, me contestó que sí. No supe en ese momento si era algo importante, pero llamó poderosamente mi atención. Tampoco imaginaba por qué lo sospechaba. Pero lo cierto es que ambas compartíamos esa compulsión.

Su plan para poder escapar era muy simple. Probar en cada una de las puertas que iban apareciendo en cada uno de los pasillos, con la esperanza de encontrar una que finalmente condujera a la salida. Estuve de acuerdo cuando propuso que lo continuáramos. El único inconveniente es que esos intentos producían ruidos, que podrían atraer a los mugrosos. Pero no quedaba más alternativa. Así que, pese al riesgo, lo hicimos.

No pasó mucho tiempo probando puertas hasta que los sonidos atrajeron a los harapientos asquerosos. No nos quedó más alternativa que seguir. Ya sabían dónde estábamos y el barro que nos cubría se había comenzado a caer a medida que se secaba. Y no había más que mierda en ese suelo. de manera que estábamos jugadas, escapar o sucumbir.

Mientras corríamos probamos puertas y sentíamos los típicos ruidos que los asquerosos hacían detrás nuestro, cada vez más cercanos, lo que nos llenaba por un lado de temor, y por el otro nos daba las fuerzas necesarias para seguir adelante. Una, dos, diez, cien puertas. Todas eran iguales y conducían a los mismos pasillo horrorosos, sucios e interminables.

Con los asquerosos cada vez más cerca nuestro, el miedo se hacía realmente insoportable. Llegué a pensar en entregarme a ellos y terminar con semejante suplicio. Pero el sólo pensar en la mugre que eran me impedía hacerlo y me empujaba a continuar en la búsqueda de la puerta indicada, la de la salvación, la que nos condujera a la luz. Y a la limpieza.

Ya casi sin fuerzas, con las esperanzas agotadas y con el resoplido de esos engendros en nuestra nuca, se hizo el milagro. Una de las puertas me condujo hacia fuera de ese infierno infesto. No sé qué pasó con mi compañera ya que fui la única que logró traspasar el umbral. Sentí una profunda alegría por escapar a la vez que una terrible angustia y pena por aquella mujer que seguía dentro, sufriendo.

Al salir pude observar con enorme sorpresa, y a la vez furia, cómo el inútil de mi marido estaba ahí parado, apoyado en el carro, con su mirada embobada observando los culos de las muchachitas que pasaban. ¿No me había escuchado? ¿Acaso le importaba que lo llamara insistentemente presa del más grande terror que en mi puta vida había sentido? No, por supuesto que no. Él únicamente se babeaba con mujeres que no fueran yo.

Me puse frente a él con la mirada más inquisitiva que podría tener. No me salían las palabras. No podía hablar con la boca, pero lo decía todo con mi rostro, surcado del miedo y la ira que mi experiencia me había marcado. Me miró confundido y, haciendo gala de la mayor elocuencia de la que era capaz, me preguntó:

– ¿Pasa algo?

No lo podía creer. ¿Que si pasaba algo? Había estado metida en ese laberinto horroroso por más de un día. ¿Acaso no se había dado cuenta? Entonces, viendo mi cara de angustia volvió a preguntar:

– ¿Pasa algo? Entraste hace unos segundos y saliste. ¿Se te fueron las ganas de lavarte las manos?

Mi mente era un torbellino. Me percaté que era del todo imposible que yo hubiese permanecido más de un día en ese lugar. Era un espacio público y alguien hubiera notado lo que sucedía. No entendía nada. Comencé a respirar más tranquila y pensé que todo había sido un sueño o una alucinación mía. Por fin pude hablar y le dije:

– No me siento muy bien. Vayamos a casa

Él asintió y dimos media vuelta. Al comenzar a caminar pude ver cómo un empleado de limpieza, apoyado en el marco de la puerta del baño de caballeros que se encontraba enfrente, me observaba de una manera extraña, mezcla de satisfacción y frustración. Me irritó su forma de mirarme. Dirigí la vista hacia otro lado y me alejé de aquel esperpento, con la esperanza de olvidar todo lo que había vivido las últimas horas. ¿O fueron sólo unos segundos? Ya no sabía qué pensar.

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El matrimonio se alejó del lugar. Decidieron irse sin realizar ninguna compra. La mujer tuvo suerte. Sólo sufrió una alucinación tremenda, pero sobrevivió. Otras no fueron tan afortunadas. Ese establecimiento había sido noticia unos días atrás por la muerte de unas mujeres, de forma un tanto inexplicable, dentro del baño del lugar.

Y el ingeniero químico, devenido en empleado de limpieza, solía «aderezar» los limpiadores que utilizaba en el baño de mujeres con productos químicos alucinógenos, salidos de su perversa y asesina capacidad. Fue una lástima que, en su último trabajo, como químico en una importante empresa del rubro fuese despedido, precisamente, por una mujer. Hecho que potenció su imaginación profesional, que sólo fue superada por su intenso odio hacia las mujeres.

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