Sinopsis: Alucinante viaje hacia un mundo interior en el que el protagonista, a duras penas, intenta encontrar el equilibrio con lo que le rodea y consigo mismo.
RAÍCES
Con azahares perfumaba su espíritu, entre flores de jazmín dejó dormir su alma. Al despertar, sobre su corazón se derramaba la canción de la lluvia, su cuerpo parecía un muñeco de nieve. Lejanos truenos hacían temblar su pecho, el blanco vientre de las viajeras nubes le servía de almohada. A eso de media mañana, indolentemente, con la dorada luz del sol jugaba al escondite.
“¿Qué raíces –se preguntaba– me atan a la tierra? ¿Qué cometas me alzan hasta el cielo?”. Su alma lloraba estrellas. Estrellas que le lanzaban su mirada, pinos que le tendían sus generosas ramas, grillos que entonaban una romántica balada… Sentía la llamada del cielo y, a la luz de la luna, una infinita transparencia anegaba sus ojos… Silbaba el viento. Recónditos fuegos avivaban su alma, calcinaban su pecho; la noche, con sus frescas sombras, apagaba tan ardientes llamas. La luna, la temblorosa luna, iluminaba la infinita negrura de su cansado corazón. Esa noche que todo lo trae, ese viento que todo lo aleja, laceraban su pecho con la horrible mordedura de un obstinado vacío.
SUSURROS
¡Susurros, susurros…! Dulce canción de las estrellas, viejos amigos que marcharon, soledad infinita. En el silencio de la noche presentía los ojos de su amada, rozaba sus cabellos, se sumergía en la oscuridad plena de su cuerpo, navegaba por sus temblorosos senos…
En aquellos sagrados y lejanos momentos sentía que alguien,
Aquel día se acercó hasta el mar. Calladamente, dejó pasar las horas; se puso el sol –grises gaviotas, fugaces pinceladas– y sintió que el árbol de la vida, de tan viejo, tenía frondosos brazos, que sus férreas raíces atravesaban infinitos campos y que, en su recio tronco, las garras del invierno, cruelmente, se clavaban.
¡Mar y cielo, cielo y mar, aguas verdes de peces llenas, vaporosas nubes nadando en el azul…!Allí, sobre la frágil arena, imaginó un palacio ornado por refulgentes gemas, aromado por olorosas flores, endulzado por fértiles colmenas que sobre elegantes estancias derramaban su delicada miel. Cual gráciles almenas, desde sus luminosos balcones escapaban insinuantes melodías. En recóndita alcoba, sobre un verde tapete, dormía, olvidada, muda baraja de inmaculadas cartas repletas de rojos corazones… Sobre su imaginario palacio, ¡qué bello era el espacio iluminado por nobles y resplandecientes soles!
EVOCACIÓN
¡Riendo, soñando, veía pasar el cielo, caminante, ante sus ojos quietos! ¡Riendo, soñando, abierto al mundo, esperaba a que también el mundo se le abriera para saborear su pulpa hermosa que, fugaz, se ofrece al ensoñante, al riosoñante, al, como él, anhelante! ¡Sonreía, por un momento, sí, y suspiraba, ante la pulpa pudorosa de una vida que por momentos se le daba!
¡Y olía la noche, una noche con aromas de mar, de pinos…! Antaño, un olor fresco y penetrante, en esas dulces horas, hacía vibrar su pecho: ¡el olor de sus hijos, el mismo olor que él
Recordaba a la valiente mujer que para él creó un nuevo universo, respiraba su ardiente piel, acariciaba sus negros cabellos, se embriagaba con la incierta mirada que asomaba a sus ojos al oír el susurro de una impaciente mano adentrándose en los cálidos resquicios de su inédito cuerpo. Anhelando sus besos –rojas fresas que, en otros tiempos, sobre su sedienta carne, jugosas, se abrieran– con ella
OTROS MUNDOS
Por la negra herida de la noche se derramaban millones de estrellas. Su corazón, ya roto, se alejaba mar adentro. Había perdido la paz e intentaba esconder sus lágrimas. Veía azarosos astros brillar en el cielo; sentía que viejos árboles, estirándose, queriendo alcanzarlos, abrían sus densas copas. “¿Nosotros –se preguntaba– brillamos como ellos?, ¿hay brazos cariñosos que ansían conocernos…? ¿O nuestra luz se apaga, como estrella distante, sin que nos mire, enamorado, nadie?”.
Ahuyentó su tristeza el canto de la aurora. Tras borrar de su alma todo el hollín y el lodo, dijo adiós a las sombras. Como hacía muy a menudo, se acercó hasta la orilla del mar. Sobre la tibia arena levantó su tienda, lo acompañaba la nívea espuma de evanescentes sueños. Y pensaba en un lejano hogar… Se imaginaba que las olas lo llevaban hasta un reino donde no había invierno, hacia lejanos hemisferios donde la vida tenía rojos labios, escandalosa risa y, con abrasadoras cenizas, sábanas de blanca espuma besaban el mar.
Almibarados versos soñaba, nostálgicas canciones envolvían el blando lecho de aquel alma siempre convaleciente, embriagadoras melodías de tintes wagnerianos conmovían sus expectantes oídos. Huir quería de ese viejo monstruo sin sentimientos –el tiempo– que sus entrañas devoraba, del lóbrego castillo en que se oían sus sarcásticas risas, de sus implacables pasos que avanzaban entre densas tinieblas, de sus enormes ojos de apetito insaciable… Y en estos pensamientos, dejó pasar el día.
PARÉNTESIS
Bajo el dulce cobijo de penetrantes frondas durmió. Mirando las estrellas escuchó extrañas voces, desorientado –¿dónde perdiera su omnisciente brújula?–, sentía que miles de multiformes monstruos lo acechaban. Su corazón llamaba dando golpes, como fríos tentáculos se encogían sus pies, a su espalda enormes e inhóspitas sombras exhalaban desconcertantes susurros…
Entre oscuras tinieblas, ajenas a la brillante pompa del día, escondía sus demacradas vergüenzas; se nublaron sus soles, hacían huelga sus sentidos, lo herían horribles disonancias,oía gritar a escandalizadas musas… Se dobló el hierro de sus tenaces sueños por duras rocas golpeado. A la luz de la luna, su corazón quiso tomar los remos e hilar un heroico destino, la oscuridad de la noche le dictaba seductores versos.
Miraba hacia lo alto esperando conocer, algún día, al juguetón dios niño; sabía que la vida era un pequeño paréntesis abierto en el vacío infinito y, en medio del paréntesis, un gran signo de interrogación se abría al que tan sólo respondían excitantes músicas, sagradas melodías de sensuales perfiles, ardientes tonadas que en el viento viajaban como anónimos gritos, apasionadas voces que dejaron en su alma indelebles huellas…
Y se sintió cansado. Reposando, en los brazos de la tierra, entonaba esta nostálgica balada:
Blancas paredes,
alas negras.
Dos picos unidos,
¿qué secreto encierran?
Vuelan las golondrinas,
¡amor de primavera!
EL JARRÓN
Vivían en su jardín inquietas hadas, al viento ondeaban sus negras cabelleras. En las cálidas noches, su alma se sumergía en las melifluas aguas, cristalinas, profundas, de unos centelleantes ojos que, cual sagradas luces, iluminaban los azules cielos. Sobre sus dulces hombros densas nubes de irredentos sueños
El corazón de aquel hombre encerraba un gran secreto: ¿para quién la corona? Difusas huellas, ¿hacia dónde caminaba? Sus palabras zigzagueaban como los pasos de un torpe vagabundo. Ahí, en la cuneta, yacía el último elefante caído por el peso de sus enormes colmillos… ¡Ya estaba repleto de dolor el corazón del mundo!
Se levantó, desganadamente, y entró en su despacho. Un hermoso jarrón con flores puesto por amorosas manos sobre la desnuda mesa colmó, por un momento, su pertinaz vacío, ese vacío que traspasaba la sordidez de su médula y que tan sólo ahuyentaba la tierra cuando hacía madurar los frutos, cuando ponía nombre a las cosas, cuando daba cauce a su esperanza…
La llama de la tierra, sí, ardía sobre los leños de su rebelde espíritu, ardían también los ríos, las selvas, las montañas… Aquel alma manaba sangre; pasaba el tiempo, su espíritu dormía como la vieja rueda de un antiguo molino. En el leve paisaje giraba un trasnochado corazón. En la tierra ardía el amor, junto al amor danzaban caprichosas ondas y, al compás de unos pasos, movían los cielos su mágico abanico sanando heridas y acompasando las traicioneras risas de la muerte.
EL LAGO
Aquella noche, en el silencio del hogar, se sentó ante el piano. Luego, por el largo pasillo deambuló, pensativo, como un caracol, perezoso, como una oruga. Libre se sentía encerrado en su pequeño palacio, una estatua de bronce parecía a quien ningún viento alteraba. “¿Cuántos años llevo muerto…?” –se preguntó. Miró hacia el suelo, luego al techo. ¡Viejos amigos, lejanas estrellas…! Aligeró el peso de su cruzsumergiéndola en aguardiente.
Y recordó su infancia, cuando tuvo un anillo de oro en sus dedos y sus anhelos volaban hacia el breve paraíso de los sábados. Todos los domingos veía pasar el tren… Pero el lunes llegaba la tormenta. ¡Ay, esas pesadas nubes, con qué grises disfraces ocultaban los cielos…! En la violenta tempestad, su corazón flotaba como un trocito de corcho. Por las noches, un rubio ángel de aturquesados ojos, pacientemente, velaba sus sueños.
Mientras tocaba la Marcha Fúnebre de Chopin voló hasta un sombrío lago al que llamaban el Lago de la Muerte. Sus aguas anunciaban brumosos horizontes, quien en ellas nadaba se convertía en esclavo, en su salobre vientre viejas arpías velaban, la vida enmudecía, el paisaje callaba. A su alrededor la desolación se imponía, ¡hasta el tiempo parecía un rígido esqueleto…! ¡Tan salinas las aguas, los peces se asfixiaban! Letargo. Moraban en aquellos fluidos inquietantes espectros. De las sombrías profundidades fuerzas siderales surgían derribando columnas, decolorando mármoles, desvencijando soles… ¡Por abruptas montañas cristalinas aguas descendían…! En el fondo dormían irrespirables sueños, por sofocantes aires densas sombras volaban.
BÚFALOS
Sagrado, el beso de la luna y el mar fertilizaba el vientre de la tierra, el horizonte mostraba sus tesoros, tras densas nubes se escondían las estrellas…
Había perdido los viejos anteojos y confundía el amor con sus quimeras. En el Mar del Eterno Silencio bellas sirenas nadaban. Entre cristalinas ondas se oían festivas risas. Para él, el mundo era silencio; en silencio, veía pasar las nubes, la vejez era silencio… ¡Hasta los dioses callaban!
Dormidas, las montañas parecían aguardar las suaves caricias de atrevidas lunas. La noche, con negros ojos, su alma traspasaba. Tras el tul de las nubes sentía hervir la crepitante llama de una fulgurante vida.
Aquella noche, a la orilla del mar, se lamentaba: “¡Ay, cruel destino! ¿Por qué, desvergonzado sino, me muestras la horrible fealdad de tu rostro?”. La tierra vomitaba fuego, sus ardientes cenizas parían nuevas y crueles lunas. Soñaba, soñaba con grandes manadas de salvajes búfalos que anunciaban buena caza. Disfrutaba viendo pacer los rebaños por la amplia llanura. Oliendo a carne fresca, sintiendo el retumbar de sólidas pezuñas, cantaba: “¡Carne, carne, carne…! ¡Caza, caza, caza…!”, y veía girar la rueda del telar movida por las blancas manos, divinas, ausentes, de su amada.
Al despertar, azules mariposas revoloteaban a su alrededor. Reparó en tan extraño sueño. Le pareció un agónico suspiro, tenía un sabor agridulce, como de rojas fresas, era travieso, como el alma de un niño, maravilloso cuento de hadas, un largo etcétera que entró y salió de su ajetreada cabeza traqueteando como un viejo tren. ¡Tenía los pies alados…! Aquél sueño fue un insólito hechizo atrapado para siempre en el cálido embozo de sus celosas sábanas.
CRUCE DE CAMINOS
Brumoso mar lo envolvía acentuando la desnudez que helaba sus desmayados labios. Cruel silencio, pesado, lo golpeaba como impávida piedra. Se perdía su mirada en el lejano horizonte. Ágiles nubes lo ayudaban a olvidar su parálisis, a calmar su locura. En oscuras profundidades trabajaba, solitario buscador de oro. ¡Cuántos secretos escondidos en la más honda inmensidad…!
Hacia lejanos bosques apuntaron sus pasos. Sonaban las pisadas, frías, del invierno. Purpúreas rosas se tiñeron de nieve. Extrañas alas, volando entre las sombras, eclipsaron la luz anaranjada de la tarde. El sol, igual que un niño, corría colina abajo; un árbol, solitario, veía pasar las nubes.
Iba en pos de remotas estrellas, ensoñadora luna le indicaba el camino. Con remotos mares sus ojos jugaban, repletas de sirenas estaban las aguas. Contemplando la inmensidad del océano, quedose dormido y soñó que salía a recorrer el mundo; entre las sombras avanzaba buscando su destino. Tortuosos senderos lo llevaron hasta un extraño país. Antes de entrar en él, se detuvo en un cruce de ocho brazos, ocho brazos que bailaban sin permitirle decidirse por ninguno. De pronto, pasó ante sus ojos un negro toro que llevaba clavadas en sus cuernos ocho blancas mariposas, pero las ocho mariposas tenían una sola conciencia con forma de estrella de ocho puntas…
Por sus frías mejillas, sintió correr un torrente de ardientes lágrimas. Súbitos rayos iluminaron exuberantes bosques, sobre sus plateados cabellos se dibujaban inquietos reflejos. Entre desvaídas luces, distraídamente, su cuerpo deambulaba con dubitativas pisadas…
Al despertar, mágicas luces fecundaban la tierra y, en la dulce penumbra, se mecían ramilletes de improvisados versos. De versos, sí, de versos, porque él, de vez en cuando, escribía versos, versos que, como un enjambre de abejas, clavaban su aguijón sobre su recia piel; versos que tenían la luz de un crepuscular sol, que olían a enebros, que a otoño sabían. Nacidos, muy bien lo conocía, en lo más profundo de su alma, gustaban de corretear, libremente, por las amplias praderas, ¡de nada servirían en lejanos cielos…! Quedamente los declamaba y, poco a poco, se le iban revelando sus profundos secretos. En ellos daba sugestivas formas a evanescentes quimeras, moldeaba el paso de los siglos con sus profundas huellas, hacía latir, con insinuante ritmo, el corazón cansado de la tierra, reavivaba olvidadas ilusiones, encendía esperanzas nuevas, despertaba su espíritu indolente, ¡se enfrentaba al poder de la belleza!
Al recitarlos, doradas gotas de aguamiel corrían por sus labios, se iluminaban las sendas como si una misteriosa luna viajara en su voz, delicados cabellos parecían acariciar los hombros de la tierra. Cristalinos torrentes, sus destellos turbaban; dulces besos flotaban en virginales aguas, rimas eran de agónicos anhelos. Su ritmo centelleaba; su música brotaba con la imparable rabia de un salvaje volcán.
UN TRAGO
La voz de extraño arcano daba impulso a sus alas, borraban su tristeza cristalinas aguas. Embriagado, danzaba entre rosas blancas, la diosa del fuego hacía arder sus palabras.
Degustando un buen vino a la vida abría su alma, tragos de encendidas ilusiones corrían por su loca garganta, sonaba el ronco trino de una guitarra. ¡Cegaban sus ojos luces apasionadas…! En su copa brillaba un rayo de esperanza. Resonancias marinas tenía el cielo nocturno, acogedor silencio arrullaba la entraña de una secreta devoción. En el misterio de la noche tomaban su verdadero nombre las cosas, una dorada luz iluminaba sus ansias.
Dormía la tierra, las estrellas le hablaban; suaves murmullos acariciaban sus irredentos oídos. En lo más hondo de su espíritu sonaban las risas de atrevidas sirenas, sobre tranquilas aguas resplandecían itinerantes astros. ¡Ya maduraban los estivales frutos…! Sobre la espalda del mar, luminoso, zigzagueante sendero conducía hasta la clara inmensidad de la luna. Caprichosas hadas hilaban irredentos destinos; soñando otras auroras, su trágica ansiedad, inquieta, se calmaba.
Escuchaba los latidos de un inquieto corazón, sus manos se abrasaban acariciando ardientes y nocturnales senos. Bajo infinito árbol, de melancólica copa, dormitaba. ¡Qué dulce aquel regazo, qué prístina pureza! En retorcido tronco se apoyaba, entre frágiles ramas bostezaban sus dolientes sueños. Espíritus nocturnos iluminaban primorosas tinieblas, la fuerza de unos ojos paraba el pulso del tiempo. ¡Transparentes lagos, ríos de indomable savia…! Dejándose envolver por oscura y espesa cabellera, en cálidas arenas buscaron la paz sus manos…
“¡Ay, banalidad del día –al clarear, se lamentaba–, con qué descaro muestras tus rasgos escandalosamente obscenos! Inocente, mi alma se ruboriza ante tu desvergonzada desnudez. Cuando caiga la noche, mis malheridos labios, en agónicos vientres vomitarán tus esperpénticas mentiras”.
SOMBRAS
Una dulce lluvia atenuaba su dolor, a su alrededor revoloteaban ocres emociones. Se alejaban los ecos de la guerra, ¡era tan pacífica la canción del agua…! Al oírla, pudo dormir en paz.
Soñando estrellas, la noche le dijo su misterio. Una encendida llama, en la que ardía su esperanza, crepitaba mostrándole un cortejo nupcial. Parecían unirse la Vida y la Muerte, insinuantes, se oían los susurros de la luz inclinándose ante las sombras.
¡Oh música, –cantaba–,
oh música de las sombras!
Las alas del tiempo
se mueven con tu ritmo,
se esconde la nostalgia
en tus solemnes notas.
Estridentes graznidos,
turbios presentimientos,
como erráticos cuervos
vuelan entre mis nubes.
Dramática la hondura de esta noche infinita, enigmáticas voces, desde lo alto, hasta él llegaban. ¡Sin romper el silencio las cortinas se abrieron…! Una suave luz se extendió por la alcoba, acarició sus sábanas, iluminó sus sueños. “¡Solos, la noche y yo…! –se decía–. ¡Amada mía, gocemos, gocemos de este breve momento en que nos iluminan las tinieblas!”.
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