No era difícil encontrarlo, ahí bajo el sol tempranero de esa banca metálica. Aquiles Valdez no se escondía de amigos y enemigos. Enganchaba la vista sobre la plaza que tenía enfrente, todos los días, a la misma hora, como una cita de ancianos. Su nariz parecía gotear de su cara y un pedazo de cigarro jugaba a equilibrarse en su labio inferior. Era un coloquio de humo, de cabello sucio pegado a las orejas, de cejas rebeldes que se apretaban en su frente a la orden de un mal genio. Su cuerpo sucumbía en un atuendo militar negro, de muchas batallas que apenas solía contar, cuando la monotonía y la ebriedad lo empujaban fuera del silencio. No dejaba espacio en la banca a los entrometidos, sabía medir la intención de quien se fuera acercando. Bastaba esa lanza en los ojos para desviar a cualquiera. Sin embargo, mis pasos no lo apartaron de su demencial atención. Por minutos, compartimos su banca, la contemplación y el inigualable respeto de no pronunciar estupideces. Así, sin fallarle a la costumbre, no despertábamos suspicacias.

-Este sol va a joderte la hermosura, Aquiles –comenté apenas advertí su primer pestañeo. Sin duda, la lucidez le regresaba.

-El sol es una chingadera, Miranda. Y como a todas las chingaderas de esta puta vida, no hay que hacerles caso. Además, hace un frío que quema poco.

-Hoy estás filosófico, Aquiles.

-No, esas son pinches calumnias, estoy sin pedo y limpio.

Un sobre invadió su mano, y con movimientos lentos y sin sospecha, lo deslizó por la superficie de la banca.

-Este pedo si viene bien inflado y gordo, Miranda. Si te lo vas a reventar, que no te estalle en la cara –dijo Aquiles sin mirarme.

No contesté, tardé un segundo en mimetizar el sobre y desaparecerlo en el interior de mi chamarra.

-Una loca muerta. Loca, pero muy conocida. Y fresca. No tardarás en oír el borlote -continuó Aquiles.

-Todos los locos llaman alguna vez la atención –confesé.

-Si, Miranda. Pero a los locos vivos se les olvida por asco. A los muertos se les recuerda, por pura pinche lástima, un poco más.

Me levanté de la banca. La brevedad era lo nuestro y lo mejor para el negocio. Si la muerte estaba fresca, había que torearla pronto. No volteé para confirmar lo que sabía: Aquiles contemplando de nuevo la plaza con sus niños gritones que vaciaban la Escuela Primaria cercana. Aquiles, seguro en su oficio de traficante de información. Si, era útil a quien supiera interesarlo, y sacar de él, todo lo que sucedía en esta Ciudad. Esta Ciudad tan suya, tan mía. Y de nadie. Aquiles y su indigencia, que lo mantenía lejano de la impertinencia de los curiosos.

Quien vive en esta Ciudad padece una suerte de locura. Algunos somos enfermos de lo común, como una cara en todas las caras, sin diferencia. En mi caso, podría usar un vestido y pasar convincentemente por una mujer muy fea y sin senos. La estrategia radica en no fijar miradas. Una herramienta oportuna que sujeta evasiones. Estar en un momento y desaparecer al siguiente. Una sombra que se pretende olvidar y lo consigue, un caminante sin rasgos que se pierde en una multitud. Mi cara, mi estatura eran suficientes para el trabajo y suficientes para ganarme inatenciones. La incomodidad desvía y procuro olvidos. Yo era esa clase de incómodo.

Dentro del sobre que me confiara Aquiles Valdez, se incubaban unas notas y varias fotografías. Una mujer representaba su muerte varias veces. Pude sentir una horda de impresiones, pero a esas señoras las tenía guardadas para ocasiones más solemnes. En mi actualidad, ya escaseaban. Sin embargo, las repasé a detalle. Las imágenes congelaban una escena que pudiera atribuírsele a una de esas pinturas renacentistas de ladrones, retorciendo su calvario en lo alto de una cruz. El tronco y ramas de un gran árbol figuraban como tal; la mujer desnuda, invadida de golpes, sujetos sus brazos y piernas con gruesos amarres de cuerda, en una grotesca crucifixión. En el abdomen distendido, centímetros arriba del pubis, había una incisión horizontal. Abierta lo necesario para dejar colgando unos metros de intestino, sin que se vaciara el resto por gravedad.

“Barajeaste el resto de las fotografías y una idea. Veías odio contenido, rencor, salpicando por todos lados las raíces de ese árbol inculpado, casi con matices profesionales. Si, conocías a la mujer: Sofía Teresa del Prado. De edad madura, los pechos caídos en una tristeza, sin curvas sugerentes, nada agraciada. Valiéndole madres, se compartía en primeras planas de periódicos, entrevistas, acudía a foros con empresarios y políticos. Sí, tenía movimiento. Aunque en los últimos meses, no habías escuchado gran cosa de ella. Ahora aparecía muerta, en una de las extrañas formas que tenía esta Ciudad de repudiar a los suyos, si es que alguna vez fueron subjetivamente los preferidos. Las notas referían que la habían encontrado despertando el día, cuando uno de los vecinos veteranos de un fraccionamiento pacífico, al sur de la Ciudad, había interrumpido su caminata diaria con semejante espectáculo. Un principio de infarto y una llamada de emergencia después, había acudido la policía. Esmerados en conseguir el propósito de despertar y alarmar a los vecinos, habían confinado el área. No tardó en congregarse el público, que viendo aniquilado su sueño y convertidos en mirones, habían cumplido a la perfección el papel de horrorizarse. La realidad, pensaste, no era para menos. Tenía que ser alguien, quizá algunos con la entraña envilecida acechando la oportunidad de morder la carne de confiados y desprevenidos. Pero estabas especulando. Un mal vicio que te había llevado a los aciertos y a los problemas gratis. Era lo tuyo, imaginar rompiendo barreras convencionales. Los asesinatos no las ostentaban. Tienen cierta creatividad macabra que dejan sin dormir. Este podría ser uno de esos. Miraste el reloj. Se habían cumplido apenas cinco horas del hallazgo del cuerpo. No tardaría en propagarse la noticia. Esto se volvería un festín de días, semanas, meses. Crónicas y presiones. Teorías que llevarían a un lado, a otro; historias estrechándose hacia alguien que tiene mucho qué decir. Alguien que había visto, que había escuchado, alguien que sabía más que todos. Ese otro desconocido que siempre existiría. Una sombra esquiva, casi como tú mismo. Y tu trabajo era acorralarla. Ve, averigua, te apremiaste. La Ciudad, ésta pinche Ciudad, te está aguardando, Miranda. A tono con las circunstancias, te colgaste de una pregunta: ¿quién odiaría tanto a Sofía Teresa del Prado para matarla?…Alguien, alguien…Siempre, alguien…”.

-Aquí todos la aborrecían –declaró categóricamente don Toño mientras se abanicaba el sudor del ejercicio con la sección deportiva del periódico.

El parque donde compartíamos banca tenía más viejos caminantes, como él, que árboles frondosos. Una chulada. Hacía que mi condición física revoloteara inflada de vitalidad y con olor a medicina.

-Mire, joven –me invitó señalando el periódico- Aquí afirman que es un crimen pasional. ¡Vaya mentiras! Los periódicos solo hablan tonterías. ¿Dónde quedó el buen periodismo? No dicen nada de lo que nos hacía esa señora aquí en la colonia. Era descortés, grosera y autoritaria.

Don Toño, en cambio, era cortés y solícito. Lo había abordado unos minutos antes, en esta misma banca, mientras descansaba de su caminata. Le había preguntado despistadamente si sabía de alguna casa por el rumbo que estuviese en renta. Sin preámbulos, Don Toño se había apuntado para indicarme, con pomposa mímica, las calles de las posibles opciones, números de casa, nombres de dueños y horarios.

-Usted no es de por aquí joven, pero como verá, aquí todos nos conocemos. Hemos envejecido en esta colonia y nos vemos todos los días. Usted lo ve, hay cordialidad y buena convivencia. Todos nos saludamos, nos damos los buenos días, las buenas tardes y buenas noches. Lo hacemos de siempre. Por educación y por cariño. Menos esa señora. Por eso no me extraña nada que haya aparecido muerta.

-Dice el periódico que se ensañaron con ella. Por muy desagradable que haya sido en vida, nadie merece tal muerte –aseguré con intención de pasar como alguien moralista. Esto abre confianzas.

-No le falta razón, joven –coincidió don Toño- Pero todos los males se ganan a pulso.

El cliché me hizo callar varios parpadeos. Bien podría vivir entre estos viejos apacibles con mi disfraz de joven decente. A veces los días con plática, se añoran.

-El fraccionamiento donde la encontraron no está lejos de aquí –medité.

-No, joven, nada lejos. Solo una calle nos divide –informó don Toño- Tengo amigos ahí. Viejos como yo. Viejos aquí y allá. Metidos en nuestros pocos días y en lo que nos contamos cuando nos vemos.

“Tenía sentido lo que don Toño filtraba entre líneas. Había elementos para perpetrar el crimen: tiempo, cierta privacidad. Ancianos convaleciendo cansancio dentro de sus camas y lejos de las ventanas. Desprevenidos por completo, aferrados y consumidos a una vida, donde todos los días parecían ser de lo mismo. Se te figuró alguien cercano, alguien que la conociera en sus movimientos, en su ir y venir. Alguien que la observara pacientemente…”.

-…ella se encaraba con todos, joven. Decía que tenía influencias en el gobierno. Que era Presidenta de una Asociación protectora de animales con todas las facultades para multarnos por la inconsciencia hacia nuestras mascotas. Que éramos unos decrépitos y que no teníamos ni idea de los cuidados que necesitaban. Y todo esto lo exponía a gritos. Pero, ¿cómo no vamos a saber cuidar a nuestros peludos si son nuestra única compañía? Si los queremos, ¿cómo no vamos a procurarlos? Los hijos se van, los nietos se van y sólo nos quedan estas horas solitarias donde les hablamos para no sentirnos tan ajenos del mundo. No joven, si era una persona bien difícil. No se podía razonar con ella. Se metía en nuestras casas arbitrariamente y se llevaba a nuestros animalitos a su albergue. Y las multas de recuperación, joven, no le cuento, ¡eran elevadísimas! Aquí la mayoría somos pensionados, y con ello, medio vivimos. ¡Imagínese el desfalco! Yo siempre creí que se trataba más de una treta por sacarnos el dinero que por crear consciencia. ¿No lo cree usted?

Afirmo por cortesía y ambos nos enroscamos en un silencio. Es suficiente. Me levanto y le agradezco su atención y su charla. Le pregunto indiferente dónde vivía la difunta. Me indica una cuadra más allá del parque, doblar a la izquierda y contar tres casas. Nada complicado.

Esa misma noche conozco más de don Toño. Trabaja medio tiempo embolsando la compra de los clientes de un supermercado, seis días a la semana. Gusta de la política y de los deportes. Ataca con frecuencia un dolor hemorroidal. Tiene una esposa, dos hijos y tres nietos. Su esposa limpia su cara escrupulosamente por las noches. Cocina gran cantidad de verduras, incluye pollo en la mayoría de sus recetas. No utilizan mucho su auto. Don Toño juega a la lotería cada domingo. No bebe licor y si jugos envasados. No tiene el colesterol alto. Le gusta Dickens, Dumas padre y H.G. Wells. Alimenta a su snauzer pimienta con trocitos de carne de marca. Lo cepilla todos los días. Ahorra en luz y agua. Sus hijos lo visitan los sábados, nunca los domingos. Admira a Juan Pablo II y a Francisco I. Canta las tristezas de José Alfredo. Asiste a misa y reza por las noches. Es transparente, casi sin secretos. Todos están ahí, expuestos a los que sabemos descifrar el profundo abismo de las bolsas de basura.

Pablo Miranda, es como te llaman. Ha pasado demasiado tiempo y no recuerdas otro nombre. Quizá sí, pero es preferible no hacerlo. Se devienen demasiados recuerdos. Muchos, sin censura, y sí con unas ganas renovadas de joder. Respiras y los detienes un poco. La noche está calma, casi dormida. No logras detener uno, el que siempre se filtra, el que siempre golpea. El rostro de una mujer. Ahora es fácil maldecir. Ya no dices su nombre. No fuera a revelarte que aún existe. Todo comienza y termina en una mujer. Adentro de una, afuera de otra. Fisionomías distintas, amores distintos, llantos iguales. Pero una sola mujer te esclaviza. La que no mencionas, la que temes que siga completa dentro de ti. Los senos desnudos, las caderas cubiertas con tus manos. El cuerpo húmedo bailando sin turbaciones, sin fatigas. De la esencia aromática de ese amor, te vino lo amargo de las calles, después de una despedida y una caída de la fortuna impensada. Sin nada que te perteneciera, cargaste con tu suciedad, caminándola entre desconocidos. El jugo del mezcal barato en tu garganta, cubriéndote de indiferencias, de mareos, de correr desnudo. Vivir de las sobras de los demás, de no reconocer la dignidad ni la repugnancia de los que alguna vez fueron tus amigos. Tenías ese recuerdo, la embriaguez y ninguna fe en los bolsillos. Llegó un sol, luego otro, y el descuido fecundó en tu cara. Eras irreconocible, aberrante. Habías muerto, sin duelos, y la Ciudad recibía amorosa tu cadáver. El tiempo no pudo regalarte felicidad, solo cierto alivio. Y te viste libre por instantes. A veces molías a puños a las sombras que hurtaban tus pláticas nocturnas. Solían tener caras y perdiste la cuenta de las ocasiones que caíste. Dormías de inmediato sobre la paz de las canteras coloniales, abrazabas a la Ciudad y las noches te dejaban un hábito de estrellas. Las miraste en silencio por su infinito y juraste nunca olvidarlas. Tranquilo, visitabas las calles, sus rincones, sus oscuridades. Aprendiste rápido. Las caras que te usurpaban caían con tus golpes y permanecías de pie. Cada noche, los locos permanecían encerrados dentro de sus casas, en vanidosa libertad y dejándote afuera, con la inmensidad ante tus ojos. Cualquier banca, banqueta o quicio de puerta fue tu cama y los botes y basureros tus expendios de comida. No había que mirar a nadie, y sin embargo, podías mirarlos a todos. Veías sus miedos, inseguridades, obsesiones. La prisa en sus pies, la desesperación cayendo de sus ilusiones fracasadas. Si, los locos invadían la Ciudad, la Ciudad que dormía contigo. No recuerdas cuando, pero fue el Licenciado Segura quien venció el prejuicio y te invitó un refresco junto a la fuente del Marqués. Ese Marqués hablaba extraño, recordaste, por ello, a veces lo ignorabas. El Licenciado Segura no llevaba traje caro que contrastara con tu miseria. Pronunciaba suave, tenía armonía y no te molestaba. Observaba tus silencios, tu mirada perdida, sin juicios. Te pareció que armaba ideas de tus palabras sueltas. Quizá analizaba tu indigencia, tu falta de realidad social. Sabías que quizá estaba lejos de ti, no obstante, permitiste que avanzara. Se deslizaron muchos días que tu contaste como uno solo. No te ofreció un cambio de vida, te expuso la oportunidad de perdonarte. Y seguir, apartado en esa locura tan propia de esos otros que la negaban. Podías ser libre. Él necesitaba gente que escuchara, viera e informara. Era una tarea simple para ti. Lo que hacías todos los días sin tener una falta. Repetir, y conmover a la soledad. Ahora lo harías platicando con las personas correctas. Solo eso. Perdido ya estabas, era una pequeña decisión que quizá te perdiera aún más y te aventará sobre ti mismo.

Te adelantó dinero. Te dio un nombre, unas indicaciones de encuentro y una voluntad nueva para asearte un poco. Confianza era lo que necesitabas y él estaba dispuesto a compartirla. El nombre sería la primera puerta. La entrada para abordar a un tal Aquiles Valdez.

Lo encontraste sin problemas y pedo. Comprometido en un atuendo militar negro, algo insensato en su indigencia, proclive a la destrucción. Como era de esperar y en su estado, te ganaste rápidamente su desconfianza. Resolver la circunstancia era la prioridad, y la única manera inmediata de arreglar sus miradas turbias fue rompiéndose la madre. No demoraron. Fue un acuerdo veloz, sin cortesías. Pelearon en uno de los andadores del centro que sufría ocasionales abandonos. Ausente de testigos, enrojecieron el sudor. Aquiles Valdez golpeaba fuerte, se defendía de tus puñetazos y patadas de una forma efectiva, usando codos y antebrazos para cubrirse la cara. No era centelleante, esperaba. Logró inutilizarte el brazo derecho con un golpe en la articulación y ponerte una pierna inestable con un golpe de martillo sobre el muslo. En tu desesperación y gruñendo una furia, conectaste el puño izquierdo en su abdomen, y quitándote un ataque, lo repetiste. Puso una rodilla en tierra, aún con esa guardia extraña que escondía su rostro, y fracasando notablemente en contener la náusea, después de un eructo, vomitó. Los grados de alcohol dilatados en jugo gástrico que subieron, casi te apremiaron a realizar fielmente lo mismo en la jardinera más cercana. En una confidencia íntima, habías doblegado a otro indigente, con una arte defensivo extraordinario, sin duda tu primer contacto y en estado de ebriedad. En tu pronta lucidez, quizá no habría algo mejor. Por el momento.

Aquiles Valdez había aceptado su parcial derrota también por el momento, aludiendo que a un hombre hay que reconocerlo en su valor, en su miedo al darse de madrazos, y en la hermandad de la borrachera y de la guácara. Descansados de las primeras desconfianzas y aceptados los encargos del Licenciado Segura, fuiste con él a visitar las plazas desiertas, bajo el precepto de una ganada iniciación. En diversos puntos, como vigía solitario, presenciaste los últimos llantos de jovencitas, casi niñas, dejadas y pisoteadas en su ilusión de princesas de cuento. Escuchaste el vocabulario de la madrugada alterado y su incesante invitación a revolcarse en las sábanas ajenas de un motel. Olfateaste el perfume de esposas frustradas que perseguían a sus maridos ebrios, sacándolos con sus erecciones clandestinas de los bares que fingían una vuelta a esa juventud extinta. Los viste pasar, advertiste sus caras de repugnancia y nada te conmovió. Eras testigo de la contrariedad y la contradicción. Esa fue tu primera noche, tu primera experiencia al servicio del negocio. Observabas ya con un propósito y no tenías nada que perder…

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