- – Esta es la historia de un sábado, de no importa qué mes.
- – Oiga, oiga, ¡o sí! No es lo mismo julio que diciembre. Ni lo que se siente, ni lo que inspira.
- – Está bien. Comienzo. Esta es la historia de un sábado tras otro del mes de diciembre. Y también narra la vida de un hombre sentado al piano en un coqueto hotel de madera ubicado en una montaña nívea. Una montaña cubierta de gruesas capas de helada e inmaculada nieve.
- El varón de nombre Jaime tenía por cielo los ojos, y un pelo negro azabache que se revolvía con los soplos de viento montañés. Unas piernas firmes que sostenían un tronco fuerte y brazos acogedores. Era tan guapo que dolía. La sonrisa desafiaba cualquier vicisitud; acompañaba cualquier alegría. Inspiraba confianza y seguridad, al igual que su mirada que, aunque escondía lamentos de ayer aún sin resolver, era bonita y profunda como las cristalinas aguas del Mediterráneo. Nariz chata, y labios carnosos. Era de manos perfectas. Al observarlas, invitaban a imaginarlas acariciando con sutileza, y también con pasión.
- Jaime trabajaba durante todos los meses fríos amenizando con su música, y la de otros compositores, las noches de los huéspedes de aquel hotelito.
- Era un lugar muy transitado por amantes del esquí y personas en busca de la calma y la tranquilidad, aislándose así del mundanal ruido. Los habitantes temporales de allí buscaban refugio donde ocultar, no sólo sus almas cansadas, sino también el agotamiento y los temores de sus miradas. A todos, incluida a mí, se nos notaba un peso mayor que cargar sobre nuestras espaldas. Quizá, por ello, acudíamos allí, para soltar, mientras nos deslizábamos por la nieve, todo el frío acumulado en nuestro ser.
- Este alojamiento había adquirido gran fama y reconocimiento. Muy solicitado por el agradable trato de sus dueños y resto de trabajadores, así como el delicado mimo en todos sus detalles. Los desayunos opulentos y exquisitos y el gusto refinado con el que lo presentaban: la mantequilla tierna, casi derretida, fácilmente untable en el pan tostado o en los bollitos de leche. Las tazas con estampados florales grabados en su loza provocaban una mayor apetencia por el café recién hecho. Olor que impregnaba el comedor. Las galletas y pastas sobre mantelitos de hilo blanco cubriendo las bandejas de plata. Logradas crêpes que nada tenían que envidiar a las francesas. Todo esto eran alicientes para querer repetir año tras año. Fuimos muchos los devotos.
- La fina decoración de sus habitaciones y rincones hacían suspirar a más de una. Y de uno.
- El Sr. Loaiza, se había aficionado al sillón de piel marrón situado junto al ventanal del salón principal y de una lamparita de pie. Madrugador, colocaba sus posaderas sobre el tresillo cada mañana para leer minuciosamente el ABC. No se le escapaba noticia. Cerca tenía una formidable estantería de madera de roble con los grandes clásicos de la literatura universal. De ellos se ocupaba por la tarde.
- Leía siempre con música clásica que ponía de fondo en el viejo gramófono. Una reliquia aquel chisme.
- Y una mente privilegiada con un nivel cultural envidiable la de este noble hombre. Un personaje peculiar, de quevedos de carey, barba poblada, nariz aguileña. Pálida piel, casi mortecina. Surcos indicadores del paso del tiempo decoraban su dermis. Sus ojos verde aceituna observaban por encima de las gafas con aire interesante y conquistador. Podía parecer distante, pero bajo esa falsa fachada, se escondía un corazón de ternura inmensa. Aquel salón, de lámparas de cristal de Murano, alfombras azules con flores de lis, columnas de madera labrada y maravillosos muebles, reunía todos los gustos del señor Loaiza.
- La atención del personal, inigualable. Recuerdo las sonrisas de los recepcionistas al llegar. Todos atentos a las necesidades de sus clientes.
- El olor a chocolate caliente en las horas vespertinas inundaba el saloncito de la chimenea. El humo de las tazas de porcelana blanca se entremezclaba con el de las ascuas. Todo muy acogedor. La humeante bebida siempre iba acompañada con apetitosos bocados de la mejor repostería: bizcochos variados, magdalenas, pasteles… que preparaban con entusiasmo, entre cancioncillas, las cocineras. En ocasiones, comentábamos, divertidos, que parecía el cuento de “Hansel y Gretel”: nos querían engordar para luego comernos. Aquello era un festín continuado desde primera hora hasta que la luna, sonriente, nos invitaba a marchar a las camas. El titileo de las estrellas se unía a las algarabías, a nuestros bailes y risas, a no ser que, no era de extrañar, las nubes eclipsaran su brillo, aguándoles la fiesta.
- La sala de la música se viciaba de humo de la muerte. Y se llenaba también de aromas espirituosos, carcajadas abiertas y notas al viento de unas teclas pulsadas con sentimiento. Eran los largos y delgados dedos de las suaves manos de Jaime. Así, noche tras noche, y madrugada tras madrugada. Sin miedos.
- A veces, al término del crepúsculo, agotada por el esquí, no acompañaba en las danzas al resto, pero me sentaba a mirarlos, reír con ellos, escuchar la música y, por supuesto, a observarlo a él. A Jaime. Mi timidez me superaba y mis palabras nunca llegaron más allá del hola y adiós. La Sra. Arres decía que él me miraba de reojo. Y la dueña del hotel, Mara, como nos pedía que la llamáramos, me apremiaba: “Hay trenes que sólo pasan una vez y no regresan. No tengas miedo. En pocos días te marcharás. Espabila, querida. Es un buen hombre y creo que le interesas”. Siempre le preguntaba lo mismo: si es así, ¿por qué no se acerca él?
- – Él se volvió inseguro y desconfiado desde la infidelidad de su mujer.
- – Hablemos de inseguridad pues – era mi contestación.
- Ellas me miraban extrañadas. No lograban entender mi respuesta, pero en algún momento la comprenderían.
- Mientras yo me imaginaba a Jaime contemplándome de reojo, algo dentro de mí, quizá esas mariposas que se mencionan en todos los manuales sobre amor, se estremecía.
- Sobre la señora Arres y Mara escribiré después. Se convirtieron en dos imprescindibles de mi vida. Y merecen ser conocidas. Pero volvamos a Jaime y a mí. En concreto, a nuestro primer roce.
- Sólo moví mi ficha de ajedrez en una ocasión. Una noche de sábado, el primer sábado de muchos, que el termómetro marcaba menos grados Celsius de lo habitual. Normalmente, viajaba a aquel lugar sola. Me ayudaba a desconectar, pensar y reflexionar. Era una terapia. Sin embargo, la gente me acogía muy bien y entablaba nuevas amistades, entre ellas, Sol.
- Sol era una mujer joven, de cuarenta años, a quien la vida la había castigado arrebatándole hacía cinco años al hombre de sus sueños. Los pedazos rotos jamás podrían terminar de pegarse, pero su ánimo y su sonrisa abierta la mantenían en pie. Era un ejemplo para todos. Su pelo liso y tan dorado como el nombre que portaba, sus ojos violetas, y su cara pizpireta llegaban a eclipsar el negro de la viudedad. A pesar del tiempo transcurrido, no había noche que la mirada se el empañara y se le tornara vidriosa al pensar en él. Desde que su marido murió, ella se escondía en aquel hotel de madera que aunaba pesares, pesares idos a menos al traspasar el dintel de la puerta principal de aquella cabaña. Aquel lugar parecía estar dotado de magia.
- Esa noche de excesivo frío, Sol y quien escribe bebimos más vino blanco Godello de la cuenta durante la cena. Era sábado, pero como si hubiera sido lunes. Estábamos animadas con los chistes y los debates sobre el escarabajo pelotero entre el Sr. Loaiza y d. Joaquín. Nosotras reíamos, brindábamos y bebíamos apurando hasta la última gota. No lo utilizábamos de escudo para olvidar. No. Aquella noche estábamos realmente felices. Sin máscaras. Siendo nosotras, como Sol fue tiempo ha, antes de conocer el verdadero sufrimiento, y antes de encontrarnos. Y yo… yo, igual.
- Al finalizar el postre, nos levantamos para proseguir con nuestras costumbres nocturnas. Bailes, cantes y más risas.
- Ya en el saloncito del piano, transcurrida una hora de estar allí con las fragancias del alcohol y nuestros tragos al ron, me acerqué a Jaime y le pedí que me acompañara al piano mientras yo cantaba “The piano man”. Y aceptó. La dama se acercó al Rey. Jaque mate.
- Entre compás y compás nuestras miradas lo decían todo. El deseo se encendió y se descubrió ante nosotros.
- Aquella noche tan fría se tornó en fuego volcánico. Los últimos pasos de baile se dieron en la 1221 bajo unas sábanas blancas de algodón. Ahí se enredaron nuestros sueños y parecía que comenzaba nuestro futuro. Un futuro que se iniciaba idílico. Sus manos, igual que al piano, acariciaban mi cuerpo con extrema delicadeza. Sus labios gruesos recorrían todo mi cuerpo, besándolo de arriba, abajo. Me estremecí. En mi interior, su apasionada fuerza. Y en mi exterior, la suavidad de las caricias. Madrugada de fluidos compartidos. De respiraciones y ritmos acompasados. De bocas mordidas y lenguas entrelazadas. De manos cogidas y apretadas. De gemidos contenidos, y otros tantos imposibles de silenciar. No hubo noche más calurosa, o sí, que aquella, aunque Celsius, Kelvin o Fahrenheit quisieran indicarnos lo contrario. Había ganas. Mientras conciliaba el sueño, sintiendo su respiración sobre mi nuca, y su abrazo rodeándome, pensaba que arriesgarme a jugar al ajedrez nunca me había resultado tan satisfactorio. Analizaba sus largos dedos sobre los míos, protectores, y me culpaba, tontamente, de no habérmelo cruzado antes en mis torcidos caminos. Tal vez todo llega a su debido tiempo. “Sí, eso es”. Y con una reluciente sonrisa me dormí en sus brazos.
- Mara golpeó con los nudillos la puerta de la 1221. Pronunció mi nombre en un susurro. Me incorporé de la cama, me puse la bata beige de seda con encajes en el escote, tirada en el suelo, y le abrí.
- – Ssssshhhh – indiqué con mi dedo sobre mi boca. – Aún duerme.
- – ¿Quién? –preguntó asombrada.
- – ¿Cómo que quién? –abrí mis ojos, incrédula.
- – Sí, ¿quién? –insistió.
- – ¡Qué raro que no te hayan llegado con el chisme!
- – Aún no ha amanecido nadie. Parece que anoche fue la gran noche de todos. ¡Lástima que estuviera tan agotada!
- – Agotada yo ahora mismo.
- – Uy, uy, uy. ¿Y eso?
- – Luego te cuento.
- – Favor de amiga, ¿quieres que te suba el desayuno?
- – No sabría cómo agradecértelo, pero somos dos.
- – Marchando desayuno para dos – y me dio la espalda, no sin antes guiñarme el ojo.
- La vi desaparecer por la puerta del pasillo, con esos andares de paso corto, pero lleno de viveza. Sin duda, Mara era el alma de aquel sitio.
- Cerré la puerta de mi dormitorio, y al girarme lo vi, permanecí unos minutos embobada. Cubierto su cuerpo desnudo por las sábanas blancas plagadas de secretos, palabras de deseo y gestos de pasión y entrega absoluta. Arrojé la bata al sillón de tela brocada, y volví a meterme en la cama, junto al calor de su robusto torso. En actitud provocadora, con ganas de más guerra, recorrí su cuerpo con mi mano, con la firme intención de despertarlo. Hubo que insistir. Entre otras características, Jaime era dormilón. Nada que envidiar a las marmotas. Aunque, aquella mañana, confesó estar haciéndose el dormido. -Quería seguir sintiendo tus caricias en mi piel. ¡Qué delicadeza guardas en ese cuerpo de lujuria y frenesí desenfrenado!
- – ¡Oye! –protesté entre risas. -Soy muy, muy, muy tierna. Y muy mimosa. Pero también hay que ser pasionales, ¿o te parece mal?
- – Me parece fenomenal –susurró en mi oído. –Ven –dijo empujándome hacia él-, hoy vamos a pasarnos toda la mañana remoloneando.
- – Maravillosa idea –dije, con irresistible caída de párpados. – Nos vendrá bien. – Anda, boba, ven y bésame, que eso sí que me sienta bien.
- Alguien volvió a tocar a la puerta. Me incorporé. Esta vez sin vestirme. Habían colado una nota por la rendija. “Disfrutad del desayuno y de la mañana”. Se leía.
- – ¿Quién es?
- – El desayuno –respondí irónica.
- – ¿Desde cuándo hay servicio de habitaciones sin la necesidad de llamar? — Desde que tengo una amiga estupenda que me concede caprichos.
- – ¿Tienes hambre?
- – Mucha.
- Cubrí mi cuerpo con la sábana y recogí la bandeja que había depositado Mara en el pasillo. La boca se me hizo agua ante tantas delicias. Unas plantas del hielo acompañaba la bandeja. “Seguro que las habrá cortado Melchor- pensé”.
- – ¡Esto es un auténtico festín! – exclamó el guapazo de mi chico.
- – Mara es increíble.
- Mara es la dueña de aquel fabuloso hotel, de enclave sorprendente. Es una mujer de unos sesenta años, elegante y muy educada. Sin estudios, pero autodidacta. Con buena oratoria. Casada con Melchor, el jardinero. Hacen una simpática pareja. Algo surrealista, pero es divertido verlos, sobre todo, cuando discuten por tonterías. Madre de cinco hijos y abuela de veinte nietos. Resolutiva. Una señora sin más miedos que el de no ser feliz, ni ver felices a sus seres queridos. Atrás quedó aquella infancia dura que la marcó, pero que jamás le impidió avanzar en sus sueños. De pelo canoso, sombreado por algunos mechones negros, el color natural de su pelo. Mirada y tez morenas. Y un movimiento en sus pupilas lleno de compasión y bondad.
- La mañana se sucedió, entre aquellas paredes, como el navegar de una barca en la mar en balsa. Sosiego y pasional entrega a partes iguales. Perezosos, nos arreglamos para bajar a almorzar con el resto de huéspedes. Parecía que alguien hubiera trazado con su pincel una sonrisa eterna en nuestro rostro. Todos giraron sus cabezas al vernos entrar. Inesperadamente, el señor Loaiza, aplaudió.
- – Al fin, muchachos. Tarde o temprano habría que llegar este momento.
- Nos sentamos a la mesa junto a él y Sol. Mi amiga me guiñó el ojo, cómplice, y me susurró:
- – Nunca un buen vino te sentó tan bien. ¡Ay, con la resaca que tengo yo! Reímos las dos. Con ganas. Y en aquel momento encontré a la auténtica Sol. Y supe que algún día sería tan dichosa como en aquel momento yo lo era. La vida se lo debía. Dios se lo debía.
- Miquel propuso ir ese día a tomar café a la cafetería más antigua del pueblecito, y así despejarnos y estirar las piernas. Miquel era un hombre de unos cincuenta años, muy aficionado al esquí. En contadas ocasiones estaba con nosotros, pues siempre se encontraba practicando su deporte estrella, pero aquel día se unió a nuestra charla y nos resultó de lo más entretenido y ameno.
- Aquella cafetería era un auténtico lugar donde perderse bohemios y soñadores, así como románticos y clásicos. Era un sitio donde se mezclaban todos los estilos, ideologías y pensamientos impregnados y envueltos del espíritu de las letras y del buen sabor a café y dulce tradicional. También se servían platos salados y exquisitas cervezas belgas. Y unas patatas fritas de las más excelentes que he comido. Quitaban el sentido.
- El techo de aquel café estaba pintado con maravillosos frescos que imitaban las pinturas de los grandes de la Florencia dorada, y se sustentaba sobre inmensas columnas toscanas de blanco mármol. Salones grandes con chimeneas palaciegas. Desprendían calidez casi los 365 días del año. Suelos también de mármol de estilo damero. Las mesas de robustas patas de madera tallada y la tabla donde reposaban las tazas y platos de los desayunos o meriendas de frío mármol verde. Sillas señoriales de madera. Y en los rincones más apartados, sillones y sofás nobles, de piel marroquí. Cuadros de los impresionistas decoraban las paredes del salón principal. En otros más recónditos, la decoración era algo diferente. Sedas indias adornaban las salas.
- Por otro lado, cuadros de jeroglíficos y pinturas egipcias, así como ilustraciones cargadas de erotismo, con intenso olor a canela y vainilla en la atmósfera. Y un calor más intenso. Fogoso. Todas las personas que acudían a aquel lugar, dependiendo de sus intenciones, se sentaban en un rincón u otro. Aquel lugar onírico en cuestión se llamaba “Café Europeo”.
- SINOPSIS: Las historias cruzadas o en paralelo de una serie de personajes, encontrados porque así lo ha querido el destino, en un lugar idílico y cargado de paz. Para apoyarse, desprenderse de sus miserias y superarlas, descubrir valores verdaderos, sacrificarse por amor. El enamoramiento, el dolor, la pasión, la traición, el silencio guardado en las miradas, la amistad, el compromiso, la lealtad…
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