Lidia, sencillamente, no sabe dónde meterse con su mirada y sus pensamientos. Andrés, en cambio, no se mueve. Ha terminado su cena y parece satisfecho.

Lidia coquetea, tocándose el pelo

— ¿Has trabajado?

—Las comidas, las cenas, quiero cortar con todo eso. Me fatiga. Me pregunto quiénes somos detrás de las cosas que hacemos, ¿tú no, nena?

Lidia repara en esa mesa junto a la pared, ocupada por dos parejas jóvenes. Le bastaría con pensar en que son felices, en que ella y Andrés (no me llames nena) también lo fueron. Es esa visión la que le produce un dolor más hondo que el tiempo. Andrés la mira de reojo, le llama la atención para que lo atienda un momento; la camarera se acerca a retirar los platos.

—Yo me tomo un postre ¿y tú, nena?

—No, no tengo mucho apetito. Tomaré café, gracias-. Lidia sonríe a la camarera (soy una mujer apagada) al mismo tiempo que le alarga su plato de alcachofas escarbadas, esparcidas por el plato intentando aparentar que se ha comido un poco cuando en realidad está igual de lleno pero más desordenado.

La historia común de Andrés y Lidia comenzó un día de otoño, diez años atrás. El frío había empezado. Fue Andrés quien la abordó por la calle cuando llovía a mares y él llevaba en las manos un lienzo envuelto en papel de periódico. Le pidió ayuda, se fijó en su paraguas de estilo chino. “Tienes un paraguas estupendo para ayudarme a que el día no resulte un desperdicio”. Intercambiaba nervioso el lienzo entre mano y mano. Y aunque Lidia bajó bruscamente el paraguas para dejar fuera de un espacio tan íntimo a un hombre tan alto, también pensó que era mucho mejor que los hombres sin cerebro y sin belleza que últimamente entraban en su vida. Una vida en la que se sentía como alguien a quien todo le hubiera pasado de largo.

Aquel mismo día, antes de la lluvia, permaneció un rato en un parque infantil, sentada detrás de un árbol. Y horas después, allí estaba aquel hombre desconocido rogándole asilo bajo el paraguas. Caminaron aparentando ser un matrimonio unido. (Toda vez que estemos juntos haremos algo a lo grande. Vagaremos sin hacer nada especial)

Lidia pensó que tener un padre moribundo no era ninguna razón para entregarse al sexo con un desconocido de mirada abierta, ávida, azul, pero fue en vano. Acabaron a las dos de la madrugada con Lidia inmóvil en la habitación del hotel mientras Andrés bocetaba entusiasmado sus cabellos rubios y le hablaba de una leyenda sufí que cuenta que al caer la lluvia de primavera sobre alta mar, algunas ostras emergen a la superficie para abrir la boca y recibir una gota de lluvia. Luego, regresan al fondo y esa gota de lluvia es transformada en perla. (Nosotros seremos esas perlas que sólo nacen del viaje que eleva). Después, la madrugada les trajo la sensación de ser uno, y la seguridad necesaria para confiar. Pero no lo hicieron. Le resulta ajeno ese recuerdo feliz. Aquella madrugada en la que se atrevió a recorrer con la mano el cuadro que su paraguas había protegido de la lluvia. En especial, el gesto que hacía Andrés para empujarle a recorrer un trazo, una extensión de color, a evaluar la esperanza de un fondo: “Toca, Lidia, toca”. Ese movimiento, ese gesto de pintor con el que trató de desviar sus ojos para dirigirlos al lugar donde quería que ella lo encontrara.

Le bastaría pensar en aquello para poder mirarlo sin aversión. Y lo intenta mientras Andrés pide su postre, dudando entre tarta al ron o tiramisú. Lidia sabe que podría comerse ambos. Uno tras otro, sin pestañear. Y no puede evitar que el desprecio por ese hombre que come con gula, con ansia, que come de una manera que a Lidia le da dolor de estómago, encuentre un justificante y un significado en aquella glotonería de mal gusto, grosera. Ese “todo vale” de Andrés, ese estilo “a la mierda”, produce en Lidia un despojamiento de lo hermoso, algo que le resulta difícil perdonar. Porque no soporta que esté vivo.

A veces, imagina que Andrés muere accidentalmente y ella se enteraría por el periódico, o porque le llamaría su amiga Berta para darle el pésame. También imagina que acudiría al entierro desde lejos, entre la gente de segunda fila en la vida del muerto. Estrenaría para ese día un abrigo de lana fina, tres cuartos y con doble abotonadura, y vería llorar a su viuda y a sus hijos desde cualquier rincón tras una corona de flores. Se apostaría en algún muro a esperar ver pasar el cadáver de su enemigo y regresaría a su casa sola. Libre.

Quisiera por un instante reinventar su nombre, que ya no se llamara Andrés, que tuviera otro nombre, Roberto o Juan, no tiene preferencias, cualquier otro serviría.

Ella tampoco se llamaría Lidia ¿cómo sería su nombre? Marta. Marta hacia la felicidad. Podrían iniciarlo todo. Serían otros que no son Andrés y Lidia los que comenzarían de nuevo a vivirse bajo la lluvia en cualquier tarde de otoño. O mejor, podrían haberse conocido en primavera, entre los lirios del parque que florecen junto al estanque. Y podrían preguntarse cosas diferentes de las que se preguntaron: “¿Estás casado?”, le diría ella, o sea Marta. “Sí”, contestaría él, Pedro o Juan o como se llamase. Podrían prometerse cosas distintas de las que se prometieron y quizás cumplirlas siendo otros.

Lidia vuelve a la realidad de ese momento, sentados en un restaurante caro, y contempla a cámara lenta el resto de las mesas hasta topar de nuevo en la de al lado de la pared, la mesa de las dos parejas jóvenes. Uno de los hombres apoya sobre el hombro de su amigo toda la amistad de la que es capaz un individuo satisfecho. Ellas los miran complacidas, comprensivas, sonrientes. La más joven, alza su mano para apartarse el pelo de la cara y Lidia observa que tiene manos de niña, con unos dedos menudos, redondos. Mientras se pregunta acerca de la relación que une a las dos parejas, nota la presión de la mirada de Andrés sobre su cuello. Él le regaló el collar de perlas blancas que Lidia luce esta noche. Se lo regaló en aquel día tan triste para ella, el día en que enterró a su padre. Andrés tuvo el detalle de acompañarla discretamente en el funeral sentado en el banco de atrás y Lidia podía sentir a ratos su cálido aliento sobre la nuca. Quizás fue por ese motivo, por ese aliento sobre su nuca lo que la impulsó más tarde a preguntarle bajo la lámpara semifundida del saloncito de Hotel:”Andrés, ¿Has vuelto a pensar en tener hijos?” Él le acarició el pelo, “¿Hijos? Tengo que terminar un cuadro ¡Nunca lo terminaré!» (¿Te has preguntado hace cuanto que tus cuadros no actúan sobre ninguna realidad, sobre ninguna imaginación?)Y le entregó el collar: “Tengo un regalo para ti, princesa. Son perlas auténticas”.

Lidia recibió el collar llorando, sin saber a ciencia cierta si lloraba por la muerte de su padre o por sí misma o por su anhelo desgarrado o porque hacía frío, estaba cansada y todo había cambiado de repente.

Él pensó que le había hecho feliz. y alargó un brazo para estrecharla por la cintura, y besarla largo, profundo, con esa lengua húmeda llena de calor que a Lidia le gustaba tanto. Era lo que más le gustaba de Andrés: su lengua carnosa y vivaz entre los dientes. Se fue por la mañana y ella quedó atisbando desde la ventana el paso seguro de Andrés mientras avanzaba por la acera. (¿Qué hacer? ¿Con qué parte de mi alma decirte adiós?)

Andrés está molesto ante la vista del collar, lo siente, es furia. Se pregunta si se lo ha puesto esa noche con algún propósito, hace años que no lo usa. No tenía que haberla invitado a cenar en ese restaurante tan caro, Lidia siempre fue una mujer escasa, sin ambiciones. Él es un hombre de talento, ingenioso incluso borracho, mientras que a Lidia siempre le duele el estómago. (Maldita, yo merezco algo más que terminar aniquilado bajo tus inspecciones de vasos y cepillos de dientes, yo tengo talento, un talento dispuesto a rodar por el mundo, talento aunque esté borracho, talento para vivir, Lidia. Para vivir. Ahora solo puedo esperar y estar alerta al flanco por el que entrarás a aniquilarme. ¿Qué será hoy Lidia? ¿Mi manera de respirar al comer? ¿Quizá ese vaso que dejé esta mañana fuera de su sitio?)

Andrés también imagina algunas veces que Lidia le cuenta que se muere, que es implacable, que es cáncer.. Él lloraría, la abrazaría, el mismo tiempo de la enfermedad los alejaría poco a poco. Se sentiría desesperado al tener que ejercer la peor de las despedidas: despedirse de la creencia de que lo maravilloso es posible cuando están juntos. No tendría con quien desahogarse, nadie en verdad de confianza, excepto sus telas. Y pintaría un lienzo que sería un resumen del tiempo implacable, con sus dosis de vida y muerte reunidas en un retrato de Lidia apagándose como una vela. Su musa. La mira preguntándose si todo fue cierto alguna vez.

—Se ha levantado un poco de viento —dice en voz alta mientras juguetea con un dedo alrededor de la llama de la vela blanca que adorna el centro del mantel.

Lidia no responde. Esta noche, cuando están sentados en ese restaurante caro con mesas de verano, lo sabe. Sabe que sólo lo real es lo que tiene vida, y sabe que Andrés y ella se comportan como dos muertos que se amaran. Andrés insiste en hablar, jugueteando con la yema de su dedo sobre el fuego de la vela.

—¿Te apetece, cariño, que vayamos al teatro?

—No.

Tampoco esta noche le apetece ir a ningún lado porque allí donde va está obligada a cargar con el peso de la fractura, mientras que Andrés se sentará tranquilamente a ver la función. (Mírate, recién comido, recién bebido, sin más necesidad que pasar a la siguiente parte del desastre con el estómago lleno)

—¿Por qué no tienes ganas de ir al teatro? —Insiste Andrés que finalmente se ha quemado con la llama y se empapa el dedo con la punta de la servilleta mojada en agua— Antes te gustaba que saliéramos por ahí, a cenar, al teatro.

Lidia ya no quiere recibir más finales de días fingiéndolo todo por decoro, por educación, por actitud, y, lo más importante, por fidelidad. Una fidelidad de hierro con sus cualidades de persistencia y dureza.

—Qué sentido tiene Andrés que sigamos fingiendo todo —pregunta Lidia sin levantar un ápice el tono suave y grave de su voz.

—A qué te refieres.

Andrés manosea nervioso el nudo de su corbata, que está manchada de vino. (No me jodas, Lidia, no me obligues a confesarte cuanto me odio a mí mismo por estar contigo)

Lidia sigue hablando mientras alza la mano para colocarse con parsimonia el pelo detrás de la oreja.

—Ya no te importa si estoy vestida o desnuda, ya no hay diferencia.

—Siempre a vueltas con lo mismo, nena, lo que se ve, lo que no se ve…

—Tú me enseñaste, Andrés.

Lidia observa como en ese momento las dos mujeres de la mesa de la pared se levantan juntas para ir al lavabo, la más joven está embarazada.

—Tú me mostraste la importancia de ser visto, Andrés. (Lo que no sabes es que no eres real para nadie)

Lidia posa la mano derecha en su bajo vientre, siente unas ganas inmensasde vomitar.

—Nadie nos ve, Andrés. No existimos ni siquiera para el conserje que nos da las llaves. Seguro que piensa que somos un sueño que mantiene durante las horas de trabajo.

—Ja, ja, ja. Hace falta tener imaginación, Lidia.

Andrés, cauteloso, trata de quitar hierro, de sostener ese tipo de alegría que es tan particular y que va más allá de la miseria. Levanta la vista, nervioso, en busca de alguien alrededor mientras Lidia dice algo con una voz desagradable que no entiende.

—¿Puedes repetírmelo? No te he oído.

—Cerdo.

—¡Lidia! ¿Qué te pasa? ¿Estás loca o qué? —se desata el nudo de la corbata. Estás bebida.

Siente una terrible incertidumbre, como si hablase con Lidia bajo el agua.

—Nunca te hablé de lo que pensaba ofrecerte sino de lo que pensaba pedirte, de que asumieras los peligros de una nueva frontera —dibuja una línea en el aire con la mano derecha—-y que te situaras junto a mí, nena.

Tiene el rostro enrojecido

Lidia parece a punto de descomponerse pero no lo hace. Mantiene la cabeza en alto y los ojos muy abiertos.

—Seamos sinceros por una vez, Andrés —rebusca en su bolso algo que sabe que no está, le calma—. Ambos sentimos que algo está ocurriendo fuera del lugar donde estamos nosotros —deja de rebuscar inútilmente y apoya con un gesto de cansancio el bolso cerrado sobre una esquina de la mesa—.Estamos perdiendo nuestra vida.

Lidia baja la cabeza y el tono de voz, mientras sus manos, en un ritmo intenso, dibujan círculos alrededor del vientre.

Andrés se echa las manos a la cabeza

—¿Qué quieres que haga?

Sus manos frotan sus sienes de forma convulsa y gira la cintura en un gesto absurdo de querer encontrar a alguien detrás que lo apoye.

—¿Qué me pides, una familia? Yo ya tengo una, eso ya es mi vida.

Visiblemente molesto por el giro que toma la conversación, Andrés hace señas a la camarera como quien llama al gato.

Lidia traga saliva para deshacer el nudo de su garganta, que ahora siente aprisionada bajo las perlas blancas del collar como si una mano enorme hubiera decidido cerrar la presión con más fuerza sobre su cuello. Se acerca la copa a los labios para beber un poco de vino. Líquido para contener los líquidos que amenazan con derramarse haciendo uso de todo; de lo externo y de lo interno. Como la perla que sólo nace si algunas ostras se atreven a subir a la superficie. Aturdida, concentra su mirada en la puerta del lavabo.

—Si me disculpas un momento, voy al baño.

Andrés asiente con desgana, ausente, sin levantar los ojos de la vela que apenas arde. Cuando Lidia se acerca hasta la puerta del lavabo, las dos mujeres salen de improviso y no la miran. Lidia baja los ojos, avergonzada. Entra en el cuarto de baño y asoma su rostro al espejo del lavabo, dirigiendo la mirada hacia sus ojos e intentando descifrar quién es ésa que mira detrás de ese velo, detrás de esa membrana y sin estar realmente ahí. Moja su nuca con un débil chorro de agua fría. Se pinta los labios e inspira hondo antes de salir. De un solo vistazo comprende que la mesa está vacía, que Andrés se ha ido.

SINOPSIS

Esta novela coral se urde con un entramado de voces que dan vida a historias de relaciones extramatrimoniales, fobias, tendencias incestuosas, suicidas, ambiciones, obsesiones y desestructuras de unos personajes que parecen no tener nada en común, pero cuyas vidas irán coincidiendo en una suerte de interrelaciones y encuentros fortuitos que pondrán al descubierto lo que los une: Todos ellos intentan hacer frente al paso del tiempo y a las heridas de la soledad.

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