Cuando es verano, la llegada a Madrid en el tren del norte es descorazonadora. El pasajero se despierta a eso de las seis y media o siete, asfixiado de calor, y deja la dura litera por el vacío pasillo del tren. El sol está saliendo, y las cumbres de la Sierra de Guadarrama se recortan contra el cielo de un azul intenso, como el pasajero no está acostumbrado a ver. Es el cielo que sorprende a todo viajero que así entra por primera vez en el país; pero aún sorprende más al que regresa de una larga ausencia, y se asoma tímido y curioso a la ventana, perplejo de la nitidez del mundo que se le cuela por los ojos. La desazón la proporciona el bofetón de los recuerdos pintados en los secos rastrojos a la vera de la vía, en el obstinado pedregal que impune se eleva hacia lo alto, en el lento deslizarse del árido suelo bajo el tren. El pasajero busca el coche bar y un café que le brinde algo de consuelo y de calor para el alma helada bajo el cuerpo ardiente. Sin embargo, el coche bar no abre hasta las ocho y la zozobra se clava en la conciencia del pasajero, que siente la afilada dentellada de esta larga hora de estepa solitaria.

A partir de ahora el tren es una marea de caras soñolientas que crispadas se asoman a la luz punzante del recio amanecer de la meseta. El imponente mazazo de claridad aturde los sentidos. ¿Cómo es posible este súbito desnudamiento de la mente, esta impúdica combustión del atávico deseo de no ser advertido, último refugio de la conciencia violada? Traspasado el espíritu, y expuesto, no queda reacción posible. Un café es cuanto descansa al límite lejano de una esperanza magullada.

El pasajero dormita en la deprimida intimidad de un compartimiento vacío. Por la puerta abierta, el ojo omnipresente descubre las fugaces figuras del interno trasiego del tren: ajena linterna mágica de mudas acciones y actores sin nombre, danza incomprensible y apática, nimia y mera materia deslumbrada. Entre leves cabezadas, el pasajero levanta la mirada hacia la muralla de piedra que le tapa el horizonte, y siente aún más urgente la necesidad del coche bar, o de una parada del tren, incluso del paso del revisor devolviendo los pasaportes: de un momento que le saque para siempre, a fuerza de trivialidad, del tremendo, inevitable, angustioso filo de soledad a que el paisaje le somete. Sobre la muñeca atenazada lee el pasajero la dureza de las siete y media del reloj.

El cansino gusano de metal arrastra la panza por el calcinado pedregal. Su movimiento no es más que una absurda discrepancia del estatuario paisaje que, inmutable, contempla la infinita estolidez de algo convulso. No hay piedad y el sol, que se eleva desgarrando el prístino aire electrizado, vomita inexorable su impasible fuego a fuego lento. Costados de paisaje desde el tren. Vista parcial de lados de tiempo. Curso acotado de inmenso lapso presente. El paisaje es un remanso de acción emasculada y yerta. El traqueteo del tren jalona idéntica sucesión de trozos de momento. Y la mirada del pasajero se ha hecho una plana recepción de perspectivas laterales, una bestial ceguera frontal, una intransigente y opuesta simetría de cuencas temporales. Bajo las ruedas del tren, rota la mueca y helada la expresión, todas las piedras sienten el obstinado recuerdo de su propio destino.

El café. El tintineante trajín de la cocina devuelve el ritmo perdido al mundo soñoliento y oprimido del pasajero. Los reconocidos vaivenes del coche bar son un baño de vivacidad necesitado, una vuelta al ayer más lisonjera, un ansiado paréntesis que le permite tomarle el pulso a la rápida y recurrente sucesión de sus sensaciones. El coche bar se puebla de imágenes familiares. El camarero se desenvuelve seguro en su hirviente actividad, amable realizador de débiles pero seguras esperanzas. La taza blanca sobre el mantel rojo, el plato mínimo de la mantequilla, los sobres del azúcar. El olor del café rasga el velo de incertidumbre que cubre el día y lo empapa de rutinario consuelo, que bebe el pasajero como agua y que le ablanda el seco mazo de aprensiones y recelos, infalibles pertrechos del regreso que guarda doblados en el alma. Las miniadas acciones del coche bar componen un nuevo mural de fondo sobre el que se proyecta la confusa sombra del pasajero que, al amor de su humeante taza, protegido por la acción ritual del desayuno, desgañita la mirada en derredor, y en el laberinto de detalles de la nueva vivencia y de las otras antiguas ahora de nuevo desatadas por el recuerdo busca el cabo a que unir el cable roto de su vida. El olor del café; o el grito del camarero; o el mantel, que en su roja insignificancia convoca un tropel de sentimientos de alivio y seguridad; o sea la taza blanca y desconchada, o la flor seca y marchita que ondea sobre la mesa: en cualquier ligero temblor del tiempo puede hallarse el puente mágico que una los tramos esparcidos de una vida, la pasarela que salve la hendedura y el curso profundo del tiempo relegado.

Volver. El pasajero escruta su vértigo desde la silla conquistada en el coche bar. Por la ventana se destaca la lejanía del paisaje: el relieve de las montañas se ha resuelto de nuevo en la conocida planicie chamuscada de rastrojos secos. Es verano, y el campo aporta con sus tintes pardos y amarillos un toque de agonía de la naturaleza exhausta. Aliviado, el pasajero despide con la mirada las inmensas moles de piedra que el tren deja atrás a su paso. Los inaccesibles pedregales, los montes imposibles le pesan en el espíritu, mientras el llano reencontrado efectúa el duro contraste de su plana indefinición. Suena el traqueteo del tren, impasible e imparable.

La manida taza de café deja de ser refugio. Se ha cerrado el coche bar, y la excitación previa a la llegada invade los espacios fatigados del convoy. En un compartimiento vacío, con los ojos cerrados y la desnudez del paisaje aún en la mente, medita el pasajero un miedo pálido. El pensamiento es un río que discurre por gargantas torturadas, que se disloca en saltos extravagantes, en grandes caídas de la imaginación desde una pesada mole inexpugnable. El pasajero aguarda seguro el golpe de gracia que le rompa su último sueño: el sueño acariciado y mantenido siempre sueño. El pasajero sueña con soñar que vuelve.

Un prolongado chirrido anuncia al fin la parada del convoy. Grandes carteles anuncian: Madrid. Voces y pasos resuenan entre las paredes del compartimiento, y el andén proclama un aburrido trasiego de gente sudorosa. Con tonos metálicos y fríos, la megafonía anuncia la llegada impersonal de un número. Un manto de silencio cubre el vagón caliente en que dormita el pasajero, que al fin abre los ojos aturdido y sobre la vía muerta contempla el tren de su conciencia, detenido.

***

—Así que quiere usted una habitación.

Álvaro estaba fatigado y no tenía ánimo de repetir las cosas. Se quedó callado, mientras la patrona lo examinaba con detenimiento, como hace un entomólogo con un escarabajo difícil de clasificar.

—Ya. ¿Tiene usted referencias? —preguntó al fin, viendo que Álvaro no decía nada.

—No, señora.

—Ya. ¿En qué trabaja usted?

—No trabajo.

La patrona abrió mucho los ojos y torció la cara con una mueca de satisfacción, como si estuviera pensando: «Ya, ya me parecía a mí». Luego renovó su cacheo visual con una mirada que rezumaba la más agria suspicacia. Álvaro se tuvo que justificar.

—Acabo llegar a la ciudad, y aún no he tenido tiempo de buscar un empleo. Pero tengo dinero. Le pagaré varios meses por adelantado, si usted quiere.

—Oiga —espetó la patrona, articulando las palabras con un claro tono acusatorio—, no será usted uno de esos camellos, o como se llamen, que se ponen ahí en la plaza a vender drogas y todo eso, ¿verdad? Porque debo decirle que ésta es una casa decente, y que aquí no se toleran ciertas cosas.

—Pero señora…, ¿tengo yo aspecto de traficante?

La patrona volvió a mirarlo de arriba a abajo con los ojos fruncidos, y a juzgar por los gestos que hacía no parecía muy convencida de que Álvaro no fuera, no ya sólo un traficante, sino un pervertido o un asesino.

—¿Es ése todo su equipaje? —preguntó, mirando la vieja maleta de Álvaro, que descansaba sobre el suelo junto a sus pies.

—Sí.

—Ya. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse en la pensión?

—No sé, de forma indefinida.

La patrona apuró sus recursos de intimidación con otro recorrido de sus ojos inquisitivos por la figura exhausta de Álvaro. Luego se llevó la mano a la mejilla, queriendo dar la impresión de que meditaba pros y contras. Y finalmente, antes de romper a hablar de nuevo, no se olvidó de representar su vacilación con unos exasperantes suspiros, como si lo que iba a decir le costara un tremendo trabajo.

—Bueno, le voy a alquilar la habitación. Pero sepa que no quiero drogas en mi casa. Todos los inquilinos de esta pensión son gente decente, de buenas costumbres, ¿comprende? Gente que trabaja, gente digna. A ver si se comporta usted.

Si Álvaro no hubiera estado tan fatigado, con infinito gusto hubiera mandado a paseo a aquella especie de fiscal de las conciencias. Pero se le iba pasando el día y necesitaba un alojamiento, de modo que se tuvo que aguantar.

—Necesito que me pague usted tres meses por adelantado.

Álvaro extrajo su dinero del bolsillo, separó la cantidad necesaria y le entregó los billetes, tras lo cual tuvo que reprimir un gruñido de protesta por la imagen de sí mismo como atracador de bancos que vio reflejada en los ojos de la patrona.

—Dinero limpio, señora, ganado con el sudor de mi frente.

—¿Le he preguntado yo algo? —replicó la patrona, azuzándole otra vez los ojos arrugados de sospecha.

Mientras la patrona contaba el dinero, un tétrico silencio invadió el espacio de la recepción. Al punto la pensión se convirtió en un lugar frío e inhóspito, y cuando Álvaro vio que la patrona se metía finalmente los billetes en el bolsillo de la bata se dijo que quizás había cometido un error al comprometerse a permanecer en aquel lugar durante tanto tiempo.

—Venga por aquí, le enseñaré su cuarto.

Álvaro la siguió hasta el final de un largo y oscuro pasillo, y entonces la mujer sacó un manojo de llaves del bolsillo y abrió la última puerta de la izquierda. El cuarto era pequeño, pero estaba limpio. Tenía una cama estrecha, una mesa junto a una ventana, un armario y un par de sillas. Había también un lavabo y un espejo.

—Hay dos baños en este piso, a cada extremo del pasillo. Puede usar el que usted quiera, pero ya ve que tiene uno justo enfrente. Por la mañana a veces hay cola, así que le ruego que no se eternice bajo la ducha: otros tienen que usarla también. El comedor está al fondo del otro pasillo. Hay dos turnos de comidas. Desayuno: siete y siete y media. Comida: una y media y dos. Cena: nueve y nueve y media. Y aquí tiene usted la llave. Ahora le mando a la chica a que le haga la cama y le traiga unas toallas.

Antes de marcharse, la patrona le dirigió una última mirada que acompañó de su peculiar torcimiento de labios, pero no dijo nada más. Álvaro cerró entonces la puerta, abrió la maleta y rebuscó en ella el jabón y un frasco de champú, los puso sobre la mesa y se sentó en una de las sillas a esperar. La chica no tardó en llegar, y lo saludó con una sequedad semejante a la de la patrona. El mismo aire suspicaz de aquélla imbuía el ágil cuerpo de la muchacha, que sin mediar más que un duro «buenas tardes» se puso a extender las sábanas sobre el colchón. Álvaro tomó entonces una toalla del montón de ropa limpia que había traído la chica y sin decir nada tampoco cruzó el pasillo y entró en el cuarto de baño.

A las nueve y media Álvaro hizo su primera aparición ante la sociedad de la pensión. Había en el comedor apenas cuatro o cinco inquilinos, a los que saludó con un hilo de voz, tras lo cual se dirigió a la mesa del rincón más alejado de los otros y se sentó. Su actitud distante provocó el murmullo de la concurrencia, y Álvaro se dio cuenta de que con su gesto impremeditado e inconsciente se le había venido encima lo que más odiaba en este mundo: convertirse en el centro de atención de los demás. La puerta de la cocina se entreabrió un par de veces, y pudo notar que desde allí también se le miraba y se establecían cuchicheos que no podían versar más que sobre su persona y comportamiento. «Sabe Dios lo que esa vieja les habrá contado a la chica y a la cocinera, y seguramente a todo el mundo», pensaba Álvaro mientras trataba de hacerse el indiferente, mientras intentaba dar por fuera una imagen pétrea de temple y se consumía en una hoguera de nerviosismo por dentro.

Ya estaba a punto de levantarse e irse al cuarto, despreciando la cena con tal de quitarse de encima el aire de sospecha que lo oprimía en el comedor, cuando la chica apareció por el hueco abierto de la puerta de la cocina con un cuenco de gazpacho en la mano, y se lo llevó hasta la mesa con un seco y agrio ademán. Los desagradables modales de la chica le confirmaron a Álvaro que la idea de que ya tenía una reputación en la pensión no eran meras imaginaciones suyas. Así que se comió la cena intimidado, deseando terminar cuanto antes para poder salir de aquel absurdo y enemigo comedor.

Cuando al cabo de un rato Álvaro se vio en la calle, al fin pudo respirar y la incómoda sensación de saberse observado por todos se disipó por completo. En la calle nadie lo miraba, nadie lo conocía, nadie pensaba en él. Ahora volvía a convertirse en el ser anónimo que le pedía el alma, aquél en que necesitaba refugiarse de vez en cuando para soportar al otro, al Álvaro de la identidad y el nombre, al Álvaro de las acciones. Con la curiosidad a flor de piel, Álvaro dirigió su mirada a la bullente actividad de la noche veraniega en la ciudad de su pasado. Estaba de vuelta. ¿Para encontrar qué?

Quizás fuera posible hallar una cepa aún no marchita de su personalidad que le permitiera escapar del remanso de inerte tiempo presente en que vivía, y en el cual permanecía ciego para toda perspectiva de futuro y olvidado de toda circunstancia del pasado. Embriagado por el licor amargo que destilaba la máquina de su autodestrucción, Álvaro era incapaz de desandar el camino que le había llevado a aquella región de vivencias planas y sin sentido en que habitaba. Falto de fuerzas para encontrar la clave que le explicara el mundo, Álvaro había automatizado su existencia. Y falto de coraje para enfrentarse con él, empleaba su tiempo en negarse al tiempo, en buscar el olvido de aquel terrible olvido de sí mismo en que se había hundido sin remedio.

¿Pero era aquello realmente sin remedio? La tenue y débil llama de una duda era la causa verdadera de la vuelta: quizás hubiera algo que rescatar del pasado que había rechazado tiempo atrás. O quizás no, la vuelta bien podía ser su última huida, una fuga a la desesperada y sin concierto abocada al fracaso de forma necesaria. Pero ya daba lo mismo, porque no quedaba nada que perder: con la vuelta Álvaro había quemado su último cartucho. Ahora sólo había realidad, y la curiosidad de ver si esta bala postrera alcanzaba algún blanco o se perdía para siempre en el infinito de la desesperanza. De regreso al origen, a Álvaro se le habían terminado los recursos. Quizás fuera imposible encontrarle un significado al mundo. Con la vuelta Álvaro trataba de darse esta última explicación. O incluso ni siquiera se trataba de explicarse ya nada. Había vuelto, porque sí, del mismo modo que se había ido, porque sí. Ya no había excusas ni tiempo para adornar nuevas demoras: había llegado el momento de volver la última página del absurdo libro del mundo, y leer hasta la última letra. Porque sí.

SINOPSIS

Álvaro —soltero, treintañero, donjuanero, borrachuzo, de vuelta ya de todo, y con un extravío existencial de aquí te espero— decide regresar a la ciudad de su primera juventud, a ver si se encuentra a sí mismo. Y mientras se busca por los antros y garitos más astrosos de Madrid, se va forjando una reputación de follador incombustible en los trances más beodos. Semejante noticia, llevada en garras de la fama por todos los tugurios de la ciudad, pondrá en danza los cimientos de cierta sociedad secreta dedicada, justamente, al estudio y establecimiento del umbral de desempeño sexual en estado borrachil, creando un cisma entre los que opinan que hay un límite de copas tras el cual nada que hacer, y aquellos otros que sostienen que, de límite, ni hablar. Para zanjar el dilema, le ponen a Álvaro, a modo de experimento, un señuelo que garantice la observación objetiva, pero como el señuelo es un bombón, como lo que él quiere es encontrarse, y como ve en todo esto una ocasión, pues va, se enamora, y como plan de futuro, arroja de sí la bebida. El experimento, en consecuencia, sale mal y la facción perdedora, en un ataque de cólera eruptiva, da al traste con la sociedad. Y Álvaro, sin saber quién ni qué cosa le ha trajinado el destino, dejándolo sin su bombón, vuelve a las andadas de siempre, a perderse por ahí, y a seguir agrandando, ya sin nadie que lo pare, su fantástica reputación.

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