Estiré el brazo para encender la luz de la mesilla, pero no conseguía dar con ella. Un tanto enfadada, me erguí y, a ciegas, tanteé por la pared buscando la lámpara, pero seguía sin encontrarla. Confusa, me levanté y, aún sin ver nada, me pegué a la pared y fui dando pasos pequeños hasta que por fin encontré la luz.

Al encenderla, un grito ahogado me cerró la garganta. Aquella no era mi habitación. ¿Dónde estaba? Mi corazón, presa del pánico, latía como si quisiera escapar de mi cuerpo. En un intento desesperado por salir de ahí, me dirigí hacia la ventana e intenté abrirla, quizá con demasiada fuerza, ya que el ruido despertó a la vecina de enfrente, una anciana extraña que no hizo nada por ayudarme. Sólo observarme con ojos vacíos.

Su expresión me heló la sangre. Me agaché para que dejara de mirarme e intenté calmarme. ¿Qué me había pasado? En los últimos meses habían secuestrado a chicas de mi edad, de unos veinte años. Los periódicos decían que las utilizaban para trata de blancas o, peor aún, para tráfico de órganos. Me llevé las manos a la boca para evitar emitir un grito de pánico. El cuerpo me dolía como si me hubieran pasado un coche por encima ¿y si me habían operado para quitarme algún órgano?

Busqué un espejo por la habitación pero, extrañamente, no colgaba ninguno de sus paredes, ni siquiera la mesa del fondo que parecía un tocador, tenía uno. ¿Por qué no había espejos? Observé detenidamente la estancia. Las paredes, cubiertas de una tela verde oscura, apenas se iluminaban con la única tulipa que colgaba del techo. Era un lugar pequeño, con una cama individual, un armario y una cómoda. Todo parecía sacado de otra época.

Escuché un ruido en el pasillo. Unos pasos que se dirigían a mi habitación. No sabía qué hacer. Podía enfrentarme a esa persona, si sólo era una, quizá podría escaparme, pero ¿y si eran más? La imagen de la anciana vino a mi mente y el pánico me hizo optar por la opción más cobarde. Apagué la luz y volví a la cama. Mi cuerpo temblaba ante lo que suponía que sería mi final. La puerta se abrió lentamente, luego, el crujido de la madera me indicó que aquella persona estaba a mi lado, observándome en silencio. Sentí su respiración junto a mi cara y cómo me acariciaba la frente con su mano encallecida, quise gritar, pero de nuevo, opté por no hacer nada.

¿Por qué me pasaba esto a mí? ¿Qué había hecho para merecer aquel final? Inmóvil, me quedé tumbada en la cama, repasando el día anterior para tratar de averiguar cómo y dónde me habían secuestrado. Pero mis recuerdos se mezclaban, no conseguía pensar con claridad, seguramente me habían drogado, por eso mi cuerpo me resultaba tan pesado.

Me acerqué de nuevo a la puerta y escuché a dos personas hablando en una de las habitaciones contiguas – hoy será un mal día para ella – logré oir. Aquello confirmó mis sospechas, iban a matarme. Comencé a llorar en silencio, no quería que supieran que ya estaba despierta y que llevaran a cabo el plan que tenían preparado para mi. Pensé en mis padres, mis pobres padres, que iban a tener que vivir con la angustia de no saber qué le había pasado a su única hija. Y en mi prometido, el bueno de Enrique, me quiere tanto que está dispuesto a vivir en la capital con tal de hacerme feliz. No volveré a ver sus dulces ojos, ni oírle susurrar mi nombre como sólo él sabe hacer. Mi desesperación fue en aumento, no podía permitir que pasaran por ese infierno. Debía luchar por sobrevivir, aunque el miedo me paralizara tenía que encontrar el valor suficiente para ponerme en pie y pelear por mi vida.

Necesitaba algo con lo que poder defenderme. Miré por la habitación, apenas tenía nada. Abrí los cajones y y el olor a humedad y a algo más impregnó el lugar. La ropa era vieja, alguna estaba manchada de comida y escondida debajo de más ropa ¿a cuántas chicas habrán hecho pasar por esto? ¿me convertiré yo también en un jersey sucio más, olvidado en el fondo de un cajón? Al ver aquella maraña de ropa, me fijé en que lo llevaba puesto. No era mi ropa. Me habían puesto un camisón blanco de manga larga que me llegaba hasta los pies, los cuales estaban cubiertos con calcetines desparejados. ¿Qué significaba esto? ¿Por qué me habían vestido así?

Observé que los rayos de sol comenzaban a entrar a través de la ventana. Me acerqué con cuidado para que la anciana no me viera, seguro que estaba compinchada con los otros. Asomé un poco la cabeza, lo justo para comprobar que la vieja ya no estaba, y para ver la gran altura que me separaba del suelo. Aunque consiguiera abrir la ventana, que parecía atornillada a la pared, no podía escapar por ahí. Lo único que podía hacer era salir por la puerta principal.

De nuevo, unos pasos por el pasillo hicieron crujir la madera provocando que mi corazón latiera con más rapidez. Observé la puerta y la sombra de unos pies que se paraban frente a ella. Aguanté la respiración. El manillar comenzó a girar. No podía defenderme. Hecha un ovillo, me acurruqué contra la pared rezando para que aquello terminara pronto, fuera lo que fuese que quisieran hacerme, sólo pedía que no me causara sufrimiento.

Pero la puerta no se abrió y los pies del otro lado, los escuchaba ahora alejándose perezosos por el pasillo. Cuando el sonido cesó, me levanté y con cuidado me acerqué a la puerta. Puse mi mano en el picaporte y comencé a girarlo. La habían dejado abierta. Era mi oportunidad. Debía salir de la habitación sin hacer ruido y llegar a la puerta de entrada. Cogí una percha, lo único que encontré en aquella extraña habitación que podía servirme como arma.

Abrí la puerta. El chirrido me hizo temer que mis captores me descubrieran, pero tras unos segundos, comprobé que no hacían ningún movimiento. Continué abriendo la puerta y me asomé por la abertura. El pasillo, iluminado con una lámpara que descansaba sobre una mesita de té, era largo, con dos habitaciones más en frente y una tercera en el otro lado, junto a la que me habían encerrado. Las dos personas parecían estar en esa tercera habitación, y tenía que pasar por delante si quería llegar a la puerta principal.

Me armé de valor. Salí de la habitación con la percha en la mano. Me pegué a la pared, y fui recorriendo el largo pasillo aguantando la respiración a cada crujir del suelo. Llegué hasta la mesita de té, colocada en medio del ancho y largo pasillo, con cuidado de no tropezarme con la alfombra. A medida que me acercaba a la habitación en la que charlaban mis captores, percibí un olor familiar que no logré ubicar en mi memoria. Seguí andando en silencio por el pasillo hasta que llegué a la puerta de la habitación en la que, supongo, esas dos personas estaban pensando cómo deshacerse de mi.

– Habría que despertarla. Ya sabes que como llegue el jefe y la vea en la cama la bronca va a ser para nosotros.

– ¿Qué tendrá pensado hacer con ella?

– Lo de siempre, es de gustos fijos, ya sabes.

Al escuchar esas palabras, mi cuerpo se bloqueó impidiéndome continuar mi huida. ¿Qué iban a hacerme? Quería gritar, llorar, salir corriendo, pero todo ello haría que me descubrieran. No. Tenía que seguir mi plan, llegar a la puerta principal en silencio, salir de aquel lugar y conseguir llegar a la calle para pedir ayuda. Sí, eso es lo que tenía que hacer.

Respiré hondo, me pegué a la pared de enfrente y me dispuse a pasar por delante de la habitación de mis secuestradores. Estaban sentados, un hombre y una mujer, de espaldas a la puerta, por lo que no podían verme. Hablaban en voz baja, pero sabía que estaban hablando de mi y de las cosas horribles que me harían ellos y «su jefe» Intenté no hacer caso a sus voces. Ya casi lo había conseguido. Dejé atrás la habitación y llegué al pasillo principal, el cual daba a un hall muy amplio y, al fondo, custodiada por dos grandes plantas, pude ver la puerta principal.

Aligeré un poco el paso, pero sin dejar de mirar a mi espalda por si esas personas me descubrían en plena huida. Con el brazo en alto, sujetando firmemente la percha y preparada para atacar llegado el momento, me deslicé sigilosa por el último tramo del pasillo y llegué hasta la puerta principal. Sólo tenía que abrirla y sería libre. Esas personas ya no me podrían hacer daño. Volvería a ver a mis padres y a mi querido Enrique. Aquella esperanza me dio el valor para abrir la puerta y correr escaleras abajo todo lo que mi maltrecho cuerpo me permitía. Pero esa ilusión se esfumó al darme cuenta de que la puerta estaba cerrada. Empecé a gritar pidiendo ayuda. Algún vecino tenía que oírme.

– ¿No decías que estaba dormida? Ve a por ella ¡corre! antes de que alerte a todos los vecinos.

Al escucharles corrí hacia una de las habitaciones y me escondí bajo una mesa. Aún tenía la percha, no me iría sin luchar. Sin embargo, me sentía cada vez más débil, apenas podía matenerme en pie ¿cómo iba a defenderme de tres personas? Cerré los ojos y me dejé llevar por el miedo. El miedo a no volver a ver a mis padres ni a mi querido Enrique, ya no volvería a escucharle decir mi nombre…

– ¿Dónde está? – preguntó el que debía ser «el jefe».

– Se ha escondido debajo de la mesa.

Me habían encontrado. Ya no tenía escapatoria. Si iba a morir, que fuera ya. Salí de mi escondite empuñando la percha y me lancé contra las tres personas que me retenían y que me miraban extrañadas desde la puerta.

– Paquita…

Esa voz. El miedo se había tornado locura si podía escuchar mi nombre en sus labios.

– Paquita cariño, deja la percha, estás asustando a los chicos.

– Creo que esta vez no funciona.

– Calla hijo, funcionará. Tu madre sólo necesita escuchar mi voz.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS