No recuerdo con claridad la época, nos habíamos cambiado hace poco a la parcela en Hospital, un lugar cercano a Paine en la ruta camino a la laguna de Acúleo.
La casa estaba a medio terminar, los recursos se habían terminado, pero para nosotros no era importante. Por fin estábamos de vuelta a estar en contacto con la tierra después de haber crecido jugando en los faldeos del cerro San Cristobal con los pies todos entierrados y las hawaianas de plástico.
El hermano menor no había tenido esa suerte, nació en la época de vivir en departamentos jugando en calles de cementos y estacionamientos. Pero su infancia estaba pronto a cambiar en esta nueva etapa que comenzábamos.
Lo primero que se hizo fue construir un par de arcos de fútbol para jugar a la pelota. Madera, clavos, serruchos habían de sobra con todo el material que quedo disponible después de la construcción de la casa. Ganas y tiempo también sobraba.
No nos demoramos mucho y ya estaban los arcos dispuestos para jugar. Éramos 3 que nos gustaba jugar, 2 grandes y uno chico que recién empezaba a hacer sus primeros tiros al ángulo con una zurda privilegiada.
Las tardes pasaban como si el tiempo se detuviera, a veces venia un primo y jugábamos un 2 contra 2.
Una tarde de invierno, al poco tiempo de haber llegado, se larga una lluvia intensa con gotas grandes que no tardaron en transformar nuestra cancha de tierra en un lodazal.
Con el hermano mayor no lo pensamos 2 veces, éramos grandes, no se requería permiso de la mamá para salir a jugar. El hermano menor no se podía mandar solo y no le quedó otra que ver nuestras caras de alegría mientras nos preparábamos para jugar bajo el diluvio que se había desatado, sin saber qué hacer.
No se vayan a resfriar, exclamaba la mamá, hace mucho frío y se van a caer decía mientras nos abrochábamos las zapatillas.
Todas las indicaciones que nos daba no podían detener el impulso reprimido que teníamos desde que éramos chicos. Jugar bajo la lluvia era inalcanzable para nosotros en esa etapa de nuestra vida.
Cuando por fin salimos a la cancha nos dimos cuenta que habíamos solo 2 listos para patear la vieja pelota que teníamos. Imposible ser solo 2, siempre hemos sido 3, no importaba la diferencia de edad, en el fútbol y en la vida somos y seremos siempre 3.
La cara del menor cuando le dijimos que lo estábamos esperando para empezar no tiene precio. Miraba de reojo a la mamá para ver que decía. Hasta que a regañadientes, y responsabilizando a los mayores si el niño se resfriaba, con un beso en la frente le dio la autorización tan deseada.
Nunca lo vimos cambiarse ropa y ponerse las zapatillas tan rápido como esa vez. No podía demorarse por si paraba de llover.
Jugamos todo el tiempo que llovió, no sé si fue fútbol, lo que si no falto fueron las barridas, palomitas, tijeras, voladas y cualquier acrobacia que terminara con un chapuzón en la cancha que a esa altura era más una piscina de barro. Nuestra propia piscina de barro.
La ropa estaba toda mojada y embarrada, los pantalones del buzo se caían por el peso. En más de una jugada terminamos en puro calzoncillo de tanto arrastrarnos.
Esa tarde nos entramos cuando las fuerzas no daban más y nuestro corazón no podía más de alegría por haber cumplido un sueño de niño.
Al momento de terminar nos sacamos la ropa mojada, una ducha caliente, una once rica con pancito amasado y a descansar al calor de la chimenea.
Obviamente nos resfriamos como lo predijo la pitonisa de la mamá. Tuvimos que pasar el resfrío calladitos sin quejarse, era el pago por una tarde mágica.
En esa época no existían celulares ni cámaras digitales para dejar un registro de ese día. Solo quedo en la memoria de nuestras cabezas. Tal vez algún día inventen una máquina que pueda imprimir los recuerdos, por ahora estas líneas son lo más cerca que tenemos de no olvidar esos días maravillosos.
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