Buscando de nuevo el Sol

Buscando de nuevo el Sol

Paula F.S.

27/03/2018

Habíamos intentado cuadrar todo para irnos los cuatro juntos desde principios de julio, con la idea de que los críos se aclimataran al pueblo y se acostumbrasen a la casa antes de que empezara el curso, pero al final no había sido posible. Por eso me veía, aquel 27 de junio a las siete y media de la mañana, conduciendo por la carretera de la Coruña junto a mis dos hijos, algo de ropa, libros, juguetes y lo básico para pasar cuatro o cinco días en una casa vacía hasta que llegasen los refuerzos. Esos refuerzos eran, básicamente, Nacho.

Él vendría unos días después, cuando terminase de arreglar los papeles de su excedencia, de cerrar nuestra casa y de dar de baja los contratos del teléfono y de internet. Podríamos haber esperado todos, pero yo quería salir de Madrid cuanto antes, poner tierra de por medio y tratar de recomponer, en otro lugar, los trozos en los que había quedado rota mi vida hacía apenas cuatro meses, porque allí, en Madrid, no nos estaba funcionando. Así se lo dije a Nacho una mañana mientras desayunábamos en el bar del barrio, el bar donde hasta hacía pocas semanas solo habíamos compartido momentos felices o, al menos, momentos y situaciones que se podían solucionar.

Por eso, lejos de entristecerme como durante años había supuesto que me entristecería el hecho de que me saliera una interinidad lejos de casa, lo viví como una oportunidad que me regalaba la vida para poner en práctica lo que mi cuerpo pedía pero yo no podía verbalizar: irme de allí a tomar por culo. Y más o menos a esa distancia de todo era donde quedaba el colegio en el que iba a cubrir la plaza de profesora de música de primaria durante el curso 2017/2018. Era un pueblo de Ávila de tan pocos habitantes que más de la mitad de los alumnos del colegio venían de pueblos y concejos aledaños.

Miré por el retrovisor y vi que Gael estaba dormido, descalzo y con el pelo pegado a la frente por el sudor. Hacía un calor tremendo, pero me daba miedo poner el aire acondicionado por si se quedaban fríos. Bea todavía iba a contramarcha, así que supuse que estaría dormida y pensé que en media hora pararía en alguna gasolinera para comprobar que iba bien. Cinco años después de ser madre, todavía sentía el pánico de primeriza a encontrarme de pronto con que habían dejado de respirar mientras dormían.

Mirar a Gael sin que él se diese cuenta, cuatro meses después del diagnóstico, todavía me hacía llorar al instante. Inmediatamente. Era mirarle y sentirme cubierta por una pena opaca, una pena que yo percibía como un manto oscuro y agobiante que me apretaba los párpados y la garganta en cuestión de un segundo, haciéndome llorar. Esa madrugada me volvió a pasar, pero en lugar de darle coba al sentimiento me limpié los ojos con cuidado y me preparé para pasar el túnel de Guadarrama. Nos quedaban un par de kilómetros para llegar a su entrada y, mientras nos acercábamos,pensé en utilizar esos metros mágicos en los que íbamos a estar en tierra de nadie para cambiarme la máscara: entras llorando, Maca -me dije-, te purgas durante el minuto que pasas bajo la montaña, y sales limpia.

Agarré el volante y suspiré fuerte antes de entrar.

Pasé el túnel respirando hondo, dejándome invadir por la irrealidad que otorgaban al momento las luces naranjas que encendían y apagaban el interior del coche y preparando mi mente para pasar el resto del viaje de la forma más tranquila posible. Era una mierda, porque estar tranquila desde el día en el que todo cambió era casi misión imposible, me sentía totalmente señalada por la vida, maldita, en todos los aspectos de mi día a día. Por eso me costaba tanto centrarme en cualquier cosa, porque ese pensamiento no se iba nunca de mi cabeza y me hacía vivir con una certeza atroz siempre en la primera fila de mis pensamientos: soy la madre de un niño enfermo.

En aquellos meses, los primeros, vivir, el esfuerzo de vivir, me costaba el doble.

Total, que alejé ese pensamiento pegajoso de mi mente y al salir del túnel y enfrentarme de nuevo a la oscuridad de la autopista prácticamente vacía, una versión mucho más tranquila de mí misma subió el volumen de la radio. No conocía la canción que sonaba, y me dio tanta rabia que dije: ¡joder!

Gael se revolvió en su silla.

-Mierda-, murmuré para mí al tiempo que empezaba a entonar la nana de los pollitos, el hit nocturno de la familia, muy bajito pero marcando mucho las eses para lograr que el efecto somnífero de esa letra que tantas veces había funcionado en su niñez, obrara su magia de nuevo.

Funcionó.

Cuando me aseguré de que seguía dormido y de que la niña tampoco hacía ningún movimiento, me puse a rebuscar con cuidado en la guantera central del coche algún disco de los que escuchaba antes de los niños. Elegí al azar uno de ellos, saqué el de Disney que había dentro del lector y esperé unos segundos. El cielo poco a poco empezaba a ponerse de color violeta y, de pronto, los kilómetros no me pesaban para nada. Iba fresca, me había dado una ducha antes de salir mientras Nacho ataba a los niños en el coche y tenía un termo de café a mano, del que iba bebiendo cada pocos minutos.

La purga del túnel había funcionado: había conseguido con bastante éxito alejar de mi mente el desastre por un rato. La carretera seguía vacía, me solté el pelo mojado, volví a mirar por el retrovisor pero esta vez para obligarme a sonreír al verle tan plácido y continué conduciendo a buen ritmo mientras Bunbury me acompañaba a un volumen que rozaba el límite de lo que dos niños dormidos podrían seguramente soportar, pero ya me daba igual. Canté con él en alto, bajé mi ventanilla e intenté volar sobre el asfalto aupada por las alas de optimismo que él me ofrecía en aquella madrugada de verano que me alejaba de Madrid, del escenario de lo que yo aún percibía como la mayor derrota de mi vida:

Si ya no puede ir a peor

haz un último esfuerzo

espera que sople el viento a favor

si sólo puede ir a mejor

y está cerca el momento

espera que sople el viento a favor.

SINOPSIS:

Maca conduce junto a sus dos hijos hacia su nuevo destino laboral, una plaza de profesora interina en un pueblo de Ávila al que se aferrará junto a su pareja para digerir la noticia que acaban de recibir: su hijo padece una enfermedad degenerativa, distrofia muscular de Duchenne, para la que aún no hay cura. Ella es joven, tiene 29 años, dos hijos y una vida que acaba de cambiar, que ha pasado de ser perfecta a su caótica manera, a ser una pesadilla de la que no consigue despertar. El equilibrio entre sus sentimientos internos, su miedo, su pena y su culpabilidad, y la vida que sus hijos llevan ajenos al diagnóstico y a la que la arrastran sin descanso día tras día es el eje central de la novela. Serán ellos quienes muestren a Maca el camino del duelo y de la aceptación, un camino en el que, además de la enfermedad, tienen cabida la vida, el sol, las gentes del pueblo, la risa e incluso la felicidad.

La novela narra el periplo interior de Maca durante el primer año tras el diagnóstico, un periplo que la llevará a asumir, a salir de la oscuridad, a volver a la vida y a permitirse seguir hacia delante sin que la sombra de la enfermedad deje nunca de ser eso, solamente una sombra.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS