Cualquiera que hubiese visto hacia la terraza de don Lucas habría obtenido la misma postal: cinco gallinas y un gallo de lomo amarillo picoteando semillas encima de la cornisa.
Don Lucas heredó de su madre una casa de fines del siglo XIX. Ella la había heredado de su padre, y este a su vez del suyo.
De joven se había dedicado a forjar hierro para goznes, aldabas y manijas. Toda una vida rendida a las junturas de los umbrales. Como si con ese oficio hubiese intentado reparar la eterna distancia que siempre había existido entre su madre y él. Enfermera, partera y vecina solidaria, su madre siempre estaba dispuesta a pasar noches en vela al cuidado de un anciano o de un recién nacido. Pero en andas de su vocación, abandonaba a su hijo a la soledad de la casa. Si existía la oportunidad de acompañarlo, se encerraba a dormir desde la temprana caída de la tarde. Era incapaz de conversar con él o de darle un poco más, que los más básicos cuidados.
Don Lucas creció manso y tranquilo, sin darse cuenta de cuánto le dolía el mundo bajo sus pies.
Posiblemente a causa de su necesidad de sobrevivir a la falta de cariño materno, desarrolló una frialdad, rígida, que cerca de los cincuenta se convirtió en una artritis reumatoide en los dedos de los pies. Obligado, así, a abandonar la forja, encontró un puesto de sereno en la fábrica de un vecino del barrio.
Abandonada la herrería, encontró esparcimiento en la ilustración de gallinas. Las alimentaba sobre la medianera de la terraza, y cuando el sol herrumbraba el gallinero y las aves aleteaban para subir a masticar maíz, las retrataba con carbonillas en cartulinas rectangulares.
Varios de sus dibujos decoraban el pasillo de la casa: el ojo de una gallina; el pecho inflado del gallo; picos chocando contra las semillas; la cola que perdió plumas; un ala desplumada.
Durante todo un verano ejecutó la misma rutina. Se despertaba a las seis, calentaba unos mates, subía a la terraza con su cartuchera, un banquito, y una bolsita de arpillera con semillas. Antes de las 6.30 liberaba del corral a las aves, tiraba semillas encima de la medianera, e iniciaba su viaje de carbonillas.. Durante el estío don Lucas fue el mismo hombre de siempre. Voluntarioso, sobrio, sereno y decidido.
Hasta que la mañana del primer día de otoño una de las gallinas encaprichada en no alimentarse, le hizo recordar una historia de la infancia que había reprimido por décadas.
Un súbito dolor le golpeó la nuca. Don Lucas insistió en intentar persuadir a la gallina de que tragara alguna semilla. Aunque más no fuera un par de maíces grandes; pero el ave frustraba una y otra vez sus buenas intenciones. Estaba entregada a velar por la seguridad de sus futuros polluelos. Concentrada siguiéndolos con la vista. Las gallinas encerradas se comportan distinto que aquellas que están picoteando gusanos y comiendo semillas a campo abierto. La gallina no sacaba los ojos de encima de sus pollitos. Ese hecho tan insignificante para cualquier otra persona, para don Lucas representó un dolor muy profundo. Los descuidos permanentes de su madre, y en particular, lo que su abuela le había contado acerca de su nacimiento.
Según los hechos reconstruidos por Elvira, su abuela, su mamá había caminado kilómetros el día en que él nació. Como consecuencia del intrincado viaje serrano y la larga exposición al sol extremo, la quinceañera que en horas sería mamá, llegó tan descompuesta al hospital de Villa La Cinta, que él no nació en el umbral del sanatorio gracias al reflejo profesional de los médicos de la guardia. Aunque apenas llegó al mundo sufrió de una insuficiencia respiratoria aguda a causa del irresponsable peregrinaje de la extenuada jovencita. No murió porque no tenía que morir. Pero siendo un neonato permaneció un mes en la unidad de cuidados intensivos de la Maternidad capitalina bajo el cuidado de las enfermeras.
Durante los últimos meses de embarazo, los del verano, la joven gestante había sufrido las contradicciones de una adolescente que no quería ver nacer a su hijo; pero que a su vez estaba convencida de que una maldición campera le caería encima si decidía algún camino alternativo. Don Lucas sobrevivió y a medida que crecía, nadie dijo nunca nada acerca de que ella hubiera preferido que hubiese nacido muerto; ni preguntaron por el padre, ni por las circunstancias en que se había producido ese embarazo.
Entonces, cuando aquel día de otoño don Lucas advirtió la dedicación de la gallina con sus pequeños pollitos, la memoria lo traicionó trayéndolo el mal gusto de una historia que para él estaba enterrada. Ya que era evidente que no le daba lo mismo tener que no tener un padre, ni que su mamá lo tratara con indiferencia cuando no con crueldad.
Aquella gallina inoportuna trajo a su conciencia la historia de la caminata serrana y del alumbramiento maltrecho. Del triste cuento acerca de una niña que por destino fue su madre, que poco y nada tenía que ver con una gallina desplumada y tonta cuyo instinto de protección hacia su cría era inusualmente notable, pero que aún así lo invitó a comparaciones absurdas y desmedidas para su edad. Su corazón se oscureció como si alguien hubiera apagado las luces de su alba. Un dolor punzante le quemó el pecho. Se sentó en el banquito. Perdió el apetito y la sed.
Repasó en silencio la anécdota de su abuela. Bajó las escaleras casi cayéndose a causa de que las rodillas se le aflojaban. Se sentó en la sala y pegó una ojeada rápida a su alrededor. Sintió que nada de lo que veía le era conocido. Desconocía los colores, los olores, los muebles y la decoración de su casa. Se miraba las cicatrices causadas en las manos por los años de herrería, pero tampoco le representaban algo. Sus propias manos no tenían para él ninguna historia.
Comenzó a dar vueltas alrededor de la mesa. Durante horas perdió el registro de los pequeños hechos cotidianos que habían dado sentido a su vida. Como hombre de la fragua, como vecino de buena conversación. Como criador de aves de corral.
Ensimismado, se acercó a un viejo estante de madera de donde extrajo un álbum de fotografías que agitó violentamente. Unas fotografías saltaron desde adentro del álbum dispersándose encima de los cerámicos. Para él, la historia de su historia no era más que un cuento que se había inventado.
Dio unos pasos hacia la cocina pisando sin querer una foto de su madre y otra de él de diez años, abrazado a una gallina. Sintió que las rodillas y los hombros le pesaban mil deudas consigo mismo. Como si un virus se hubiera infiltrado por su corriente sanguínea robándole las ganas de vivir.
Mientras tanto, en las calles del barrio sonaba el eco de las voces del afilador y del vendedor de frutas. Y en la galería de la casa de don Lucas una última flor se desprendía del cáliz del cactus.
Don Lucas abrió la bolsa de maíces olvidando que un rato antes había alimentado a las gallinas. Apabilado, fijó la vista en la alacena quedando por unos minutos suspendido en el tiempo. Su cabeza estaba en un lugar donde nunca había estado. Le ardieron los ojos de bronca. Del último estante tomó una caja envuelta en una gamuza cochambrosa, y caminó hacia su habitación. Necesitaba acostarse. Estaba ebrio de epifanías.
En los días que siguieron, cualquiera que hubiese subido la mirada hacia la terraza de don Lucas hubiera quedado perplejo ante la batalla que a los picotazos habían abierto las aves hambrientas. Unas a otras se pisaban los espolones y picoteaban las crestas. La guerra, por algún que otro gusano, estaba declarada. Habían perdido la cabeza.
El primero en notar su ausencia fue don Antolín, el almacenero, pues don Lucas solía visitarlo a diario. Llevaba cuatro días sin verlo. Al principio pensó que su viejo vecino estaría enfermo. Dos días después se dio cuenta de su torpeza, pensó que quizás don Lucas habría necesitado ayuda. Pero la inercia cotidiana lo frenó detrás del mostrador, y recién al otro día se acordó de visitarlo.
Tras romper la puerta, el comisario y don Antolín entraron a la casa invadida por un olor nauseabundo e irrespirable. En la cocina encontraron la bolsa de maíces abierta, un plato con carne rancia y unos huevos sobre la mesada.
Encima de la cabeza de don Lucas un almohadón de lana con un agujero quemado, sangre por toda la cama, y en sus dedos restos de pólvora.
Sólo las miradas atónitas entre el comisario y el viejo almacenero, y el mutuo espanto, nombraron algo de ese instante. Un silencio aturdidor ensombreció la casa.
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