No puedo existir

No puedo existir

ARodjim

10/01/2024

Desearía que alguien pudiera verme.

No quiero darme a entender erróneamente: los ojos ajenos posados en mí nunca me han sido de grata satisfacción; es más, podría decir que me embelesa más la ausencia que la persistencia de su atención. La vida corre más tranquila y menos sofocante cuando no hay nadie que mira, nadie que juzga, nadie que monitorea cada paso realizado.

Ahora, sin embargo, advierto que la vida, carente de esas miradas, llega a tornarse también en un ciclo inmundo de desazón y monotonía. Lo puedo sentir, dado que ya nadie me ve, nadie me reconoce y nadie me nota. Puedo percibir que no me perciben, que soy como un objeto inamovible del escenario, insignificante, reemplazable… olvidable. Soy esa pequeña grieta en la pared que, por cuestiones de simplicidad, fue ignorada al colocarle un cuadro encima. Soy esa mancha azabache en un mantel azabache. Soy ese insecto detrás de la maceta de hojas marchitas.

A nadie le importa lo que no se puede ver. Y mucho menos si aquello que no se ve no surte ningún efecto en sus vidas.

Así soy yo.

Al principio, el brusco cambio de percepciones, incluso tomándome de sorpresa, no representó una mala noticia para mí. Cuando me enteré de haber adquirido aquel poder de invisibilidad, me sentí invencible. Finalmente me liberaba de esos ojos viles y vidriosos de los demás, de sus ceños fruncidos, de sus perturbadas sonrisas torcidas.

Esas hastiosas expresiones faciales me habían generado tanto odio y repugnancia a lo largo de los años que, al momento en que salí y dejaron de ser dirigidas a mí, brinqué de la felicidad. Era algo tan inconcebible, tan maravilloso, que no podía hacer más que cerciorarme de que realmente era libre de la opresión de tales ojos, antes de ceder a una convicción ilusa.

No lo era, en efecto.

El tiempo pasó y las miradas nunca volvieron a posarse en mí. Cada vez que pasaba a su lado, sus ojos se mantenían fijos en el suelo, o perdidos en el cielo, o cerrados, por alguna razón, mientras caminaban. En ningún momento me tomé la molestia de suprimir sonrisas burlonas, como si quisiese imitar las que me habían dedicado antes, o de dibujar gestos altivos con frecuencia en mi rostro. Fruncía mi ceños con la mayor maldad posible, escudriñaba y juzgaba sus ropajes con mis ojos, ahora privados de discreción alguna, arrugaba mi nariz al ubicar aspectos negativos en sus pertenencias.

No podía estar más feliz.

Pero luego lo comprendí muy rápidamente. Por más aversión y odio que me afanara por plasmar en mi cara, jamás la volverían a ver. Aquellos ojos tontos, aquellas sonrisas burlonas… me habían inhibido de ellas de por vida, pero a su vez se me había prohibido a mí entregarlas de vuelta. Evidentemente, lo que no se ve, lo que no se atiende, no puede causar daño.

Y yo quería causar tanto daño, proporcional al que había recibido, equitativo, justo y necesario, pero era incapaz de infligirlo. Mi rostro debió de haberse roto por contraerse tan constantemente en una expresión que nadie llegó a ver nunca, por intentar asirme de una atención antes odiada, ahora inexistente pero añorada.

Qué imbécil. Ni siquiera en mis mayores sueños y deseos puedo disfrutar al máximo; todo termina tergiversando la gloria que prematuramente creí haber alcanzado. No se puede ser más imbécil. Ahora que gozaba de la desatención, de la privación de aquellos ojos y su desaprobación diaria, no podía evitar desquiciarme al no tenerlo de nuevo.

Ya no soy nadie, nadie que valga la pena de ver, ni siquiera de odiar o rechazar. Nadie con la dignidad de contemplar una existencia paralela a la de los demás. Nadie con la potencia suficiente para insertarme en el mundo ordinario. Desde que dejaron de verme, fue como si me hubiese desprendido de la Tierra, como si me hubiesen recortado de una vieja fotografía; y ya no puedo reingresar a esta, solo limitarme a ver cómo el pequeño fragmento que quedó de mí se va desintegrando con el tiempo.

Ah, y el tiempo. El tiempo es mi mayor enemigo. El mayor rival burlón que podría haber tenido, pues con su correr inevitable y veloz solo me recuerda que ya no soy nadie, y que probablemente jamás lo volveré a ser. En realidad, nunca fui alguien, como indica mi pasado. Únicamente creí haberlo sido, pero no existió, no existe y no existirá ninguna criatura que sepa quién soy (o qué fui, si alguna vez fui algo), que reconozca mi recorrido por estas tierras.

Aún los veo. Los veo llevar sus vidas cotidianas, sin sentir esos mis ojos dementes clavados en ellos. Los veo crecer, envejecer y morir con el exquisito don de haber existido para alguien más, no solo para ellos mismos. Los veo caminar hacia sendas que quedarán marcadas por sus pasos y por sus sombras, por sus llantos y por sus risas. Los veo realizar todo lo que yo no realizaré de ninguna manera. Pero, más importante, veo que no me ven.

Y así me aferro a existir bajo un nombre borrado por el viento e ignorado a través del tiempo, víctima de la apasionada creencia de volver a ser… en general, cualquier cosa. Pero ahora no puedo ser más que un sustantivo omitido en las historias, o rechazado por las memorias, o recargado hasta desvanecer en nada.

Absolutamente nada.

Una vez me miré en un espejo y caí en cuenta de mi peor pesadilla. Habiendo aceptado tortuosamente la desatención del resto del mundo, ahora descubría que ni siquiera yo podía verme a mí.

Soy nada.

Ni siquiera tengo derecho a usar ese verbo.

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