No recordaba hacía cuánto me habían internado en el hospital. En realidad, con más que lo pensaba, inferiría que desde el inicio de mi vida estuve aquí, en este edificio blanco y tétrico, anunciante de penas, con mi cuerpo encadenado a esta camilla pulcra e inamovible. Eso sí, sabía que, cual fuera la razón por la cual pasaba mis días en este sitio, debió de ser la mayor desgracia, porque, aparentemente, no había nadie en el mundo interesado en venir a visitarme tan solo una vez.
Había pensado en la posibilidad de haber sufrido un accidente automovilístico, del cual únicamente yo había sobrevivido de mi familia. Si no, podría haber sido víctima de abandono por mis padres, aunque con esa teoría aún no llegaba a vincular el hecho de estar en el hospital. Cuando cumplí los 18, les intenté extraer la mayor información posible a los doctores o enfermemos que trataban conmigo, pero estos se limitaban a comentar, entre lamentos, mi decadente estado de salud. Ni siquiera se tomaban la molestia de explicarme la enfermedad o condición que me retenía aquí. No, solo suspiraban y se retiraban pasivamente.
O, al menos, creía oírlos suspirar. Confirmarlo con mis ojos no era posible ya que, bueno, no podía ver. Ese era otro detalle maravilloso de mi vida. Sin tener la certeza de cuándo exactamente, mi visión se me había ido escapando poco a poco, gradualmente, hasta que aquello que había iniciado como unas insignificantes manchas borrosas se tornó en una cortina densa de oscuridad. Y no volví a ver más.
Aún así, me siento con suerte pues tuve el privilegio de almacenar las imágenes suficientes de lo que era el mundo exterior. Podía relacionar colores, figuras, objetos y, por supuesto, recordaba el maldito diseño del hospital: sus pasillos bañados de luces azuladas en donde pasé mi infancia corriendo, el ascensor cuya función nunca llegué a descifrar, el comedor con la misma comida cada día. En fin, espacialmente podía ubicarme, de modo que, al menos por un poco, podía entretenerme recordando cómo era todo.
En el fondo, sabía que me hartaría de la incertidumbre algún día; y, aunque sorpresivamente no había caído víctima de la desesperación y agonía todavía, temía la llegada de aquel día. Me esforzaba por mantener mi atención en pequeñeces, cosas banales como el canto de un pájaro por mi ventana, el crujir de la cama cuando me giraba, las pisadas rítmicas de los doctores. Cuando me llevaban alguna comida particular, me proponía descubrir por mi propia cuenta qué era; a veces incluso me tapaba la nariz para no estropear la sorpresa con mi olfato.
Me prometí continuar con mi vida así, hasta que mi organismo decidiera dejar de funcionar oficialmente; era la mejor idea a futuro que tenía. Sin embargo, algo inesperado ocurrió e interrumpió mis planes.
Un día, cuya fecha me niego a recordar, sucedió una emergencia en el hospital. ¿Un incendio? ¿Entradas masivas de pacientes? ¿Una explosión o escape de un gas nocivo? Nunca lo llegué a saber. Había sido en la planta debajo de donde me encontraba yo, pero desde aquí se escuchó el gran bullicio de los pacientes y los rápidos pasos de los trabajadores. Naturalmente, los pacientes con quienes compartía habitación fueron presa de la curiosidad y se dirigieron velozmente al corazón de la escena. Yo, como era de esperarse, no me atreví a moverme sin ayuda. Acaso podía desplazarme de mi cama al interruptor de la luz, ¿cómo bajaría las escaleras al primer piso?
De modo que permanecí inmóvil en mi camilla. Al principio, pretendía solo tragarme la intriga e intentar pensar en algo además del escándalo bajo mis pies; pero, por alguna razón, al tragar mi intriga me tragué también mi estabilidad emocional. Y, así sin más, las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos. Traté de detenerlas pasándome la manga de mi camisa una y mil veces, mas con este gesto estas se acrecentaron todavía más, imparables y tediosas.
Poco después, mi sollozo de lágrimas silenciosas evolucionó a un llanto a pleno pulmón, con lamentos que, seguramente, harían creer que me estaban matando. En frustración, palpé desesperadamente la cama en busca de una almohada y, al hallar una, enterré mi rostro en ella para ensordecer mi lloriqueo incontrolable. Incoherente, decidí quedarme así por un rato, con las ansias de frenar mis lágrimas cuanto antes.
No tenía la menor duda de que ese ataque de llanto era un anuncio de mi fin. No sabía por qué, solo lo consideraba como una posibilidad lógica. No obstante, al tiempo que mis sollozos se regeneraban uno tras otro, el tacto cálido de unas manos en mi brazo interfirió en mis pensamientos y, casi automáticamente, el llanto comenzó a disminuir. Pero cuando percibí que las manos se retiraban, el llanto decidió volver, y entonces las manos se alejaron solo para cambiar de posición y capturarme en un abrazo consolador.
Quien fuese quien me estaba acompañando, esa esencia no la había olido antes. Era tan fresca, tan suave, tan maravillosa; se asemejaba al recuerdo de una tarde de primavera que yo ni siquiera había vivido. A decir verdad, podría haberme quedado allí para siempre, dejarme sucumbir por aquella hermosa calidez que, por primera vez en mi vida, alejaba la fría soledad en la cual había estado. Podría liberar todas mis penas y absorber aquella energía radiante, alivianar mi alma, entregar mi vida entera a aquellos brazos. Podría ser todo sin hacer nada.
Sin comprender, ya no quería parar de llorar, quizás porque no quería que esa persona se alejase al ver innecesario su consuelo. Pero, inevitablemente, mis lágrimas se calmaron y mi respiración, cortada por los sollozos, volvió a la normalidad. Lentamente, sentí cómo el abrazo se retiraba e, intentando ocultar mi ansiedad, me erguí en la camilla.
Froté mis cansados ojos (como si con eso me estuviese aclarando la vista de la cual carecía) y me esforcé por dirigir mi rostro hacia donde suponía estaba la persona. En tono confundido, le pregunté quién era; pero, tras prepararme por incontables segundos para oír su voz, no dijo nada. Ni un sonido. Si no pudiese percibir la calidez que emanaba su presencia, habría jurado que nadie estaba allí.
Pero sí estaba. Con más ímpetu, le ordené que dijese algo, lo que fuera. Escuché un ligero movimiento de ropas, mas ninguna palabra brotó de su boca. Enfadándome, saqué a relucir mi condición no vidente y le hice comprender que, más por cortesía, debía hablarme para saber quién era.
Nada. Ni una palabra.
La ira bullía dentro de mí, pero, antes de soltar un alarido airado, sentí una mano cálida posándose en mi hombro, con tal sentimiento, tal empatía, como si compartiese mi dolor, mis penas. Mi cerebro resentido me ordenó apartarme del agarre, a pesar de que, en realidad, mi corazón ansiaba desguarecer ese último indicio de vida cercana a mí. Pronto, sin embargo, escuché unas pisadas que se alejaban, lo cual me llevó a concluir que, quien fuese esa persona, ya se había ido y yo volvía a mi soledad.
Pasaron los días y todo volvió a la normalidad. Al menos, externamente. En mi interior había un caos interminable y sofocante que acaparaba todos mis pensamientos. Solo podía pensar en aquella persona, en su calidez, su compañía. Por más que intentase pensar en otra cosa, el recuerdo volvía a asaltarme y no podía evitar preguntarme quién habría sido, dónde estaría ahora, qué estaría haciendo. Seguramente, atendiendo cosas mucho más importantes que alguien como yo.
Infinitamente, me propuse olvidar lo sucedido. Sentía que le estaba dando una relevancia mayor a algo intrascendente y minúsculo. Capaz y esa persona era tan solo alguien que trabajaba en el hospital y por compromiso me había consolado. Era lo más lógico. Y aún así… Algo no calzaba. ¿Por qué no me habría hablado de vuelta? Por primera vez en mi vida, la incertidumbre no me generaba temor, me generaba adrenalina. Motivación, quizá. Quería saber quién estaba detrás de todo esto, quería tener una razón por la cual conectar con el mundo. Esa persona era mi razón.
En el afán por ahondar mi investigación, cambié el foco de preguntas sobre mi condición a uno dirigido al paradero de aquella persona. A esto, naturalmente, los doctores no se mostraron reacios a responder, pero, para mi mala suerte, a ninguno de ellos se le ocurría alguna idea. Descartaron la opción de algún trabajador del hospital, lo cual, confusamente, me animó y desesperó a la vez. De esa forma, se me hacía cada vez más imposible desvelar la identidad de esa persona; podría haber sido una visita temporal al hospital, una aparición pasajera.
Ahí fue cuando comencé a cuestionar mi cordura. ¿Y si eran imaginaciones mías? ¿Y si, en realidad, nadie había llegado a consolarme, y fue solo mi propio ego el cual se solidificó para apaciguar mi llanto como un auto mecanismo de precaución? Me aterraba sopesar aquella posibilidad, tan inquietante como realista podría ser. Honestamente, no me preocupaba estar perdiendo la razón; me preocupaba haberme ilusionado con algo inexistente, un mero producto de mis manías.
Sin rumbo en mis pensamientos, caí en un pesar supremo por varios días. Algunas tardes heladas me acurrucaba entre mis cobijas e intentaba evocar la sensación de compañía, aquella transmisión de paz, de seguridad. Me había acostumbrado todos estos años a la soledad y ahora esta era lo que más odiaba.
Pero, un día, habiéndome agazapado en mi exilio, unas distintivas pisadas resonaron en mi habitación. Reconocía al instante las zapatillas de los doctores y enfermeros que me atendían, y aquellos definitivamente no lo eran. Rebusqué en mis memorias y, en fascinación, los vinculé con el mismo ritmo tranquilo de aquella mística persona.
Débil, mi corazón comenzó a latir velozmente, bombeando sangre a ese mi rostro que desbordaba ansiedad y temor. Incapaz de mostrar serenidad, froté mis manos raquíticamente y me planteé afrontar a mi visitante con la máxima neutralidad en mi voz. Carraspeando, le exigí bruscamente revelarme su identidad, me puse de brazos cruzados para acrecentar mi aparente molestia, refunfuñé con gran irritación e irrespeto. Y todo este esfuerzo de contener mi verdadera felicidad, ¿para qué, si a mis ojos ya habían retornado las lágrimas desesperadas?
Ante la derrota, me callé y agaché mi cabeza, pero pronto sentí que una mano se aproximaba y se colocaba sobre mi cabello, al tiempo que lo revolvía delicadamente. Cuando volvían a envolverme en aquel recordado abrazo, regresó a mí esa ligereza en mi cuerpo, sosiego en mi mente y anhelo en mi corazón.
Sí.
Me podría quedar así para siempre.
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