Ese domingo santo, en las escaleras de la catedral Basílica Metropolitana de la inmaculada concepción de María, me preguntaste cuál era mi mayor miedo. Eché, con algo de nervios, muchas miradas fisgonas, poco inquisitivas y te respondí bajo presión solo por salir del paso: «ese señor que está ahí tirado». Tus ojos se apagaron, seguro esperabas algo filosófico o personal, pero toda mi persona estaba ya muy cansada. No sabía qué responder. Tu pregunta no estuvo de más.
Al rato, tomé mi bicicleta. Esa máquina roja, en la que siempre me recuerdas, con la que le arrebaté, sin intención, la vida a Venus, la mascota del vecino. No te diste cuenta cuando marché a casa. No me preocupé siquiera en mirar atrás. No te busqué para despedirme. Tu pregunta me causo demasiado pavor.
Llegué a casa y sin poder hacerme cargo de la sed que me amenazaba desde la avenida San Juan con el boulevard de la setenta, por culpa de tener el poniente a cuestas, me senté a pensar. Después de estar ahí aplastado en mi confiable silla rimax por un largo tiempo, lo suficiente como para sentir que me estorbaba la columna, apenas pude elaborar algo digno para responderte y confiando de que sería satisfactorio para ese deseo tuyo de querer saber cosas -o saber de mí- te presento esta llana divagación para disculparme por haber huido, de ti, en tus constantes descuidos:
Al principio pensé que le temía a todo, pero al rato, hice una inclinación a favor de dejar en claro esta primera aproximación. Siempre tenía esta sensación mortal, la sentía con mucha tensión en el estómago. Nada fisiológico. Y pasaba, cada vez que me exponía a cualquier evento. Esa sensación mortal recibía diferente nombre, todo dependía del desarrollo de los eventos en cuestión. A veces era excitación, rabia, desidia. Nunca plenitud. No lograba recordar cuánto de todo esto se daba la mano con el miedo. Luego, recordé el día de la entrega de mis gafas… Estaba feliz y aterrado como nunca antes, primero ¿Cómo pude vivir tanto tiempo con astigmatismo y sin gafas? Segundo, existía la probabilidad de quedarme ciego algún día. Claro que me da miedo perder la vista.
Por el remordimiento de esta constante cobardía, buscaba en quién acompañarme, no quería parecer un nazareno entregando mis miedos y dolores a cualquier fulano. Desesperado, volví en mis recuerdos. Rápido corrí a mis libros donde cientos de seres probos han sabido sortear sus miedos, no sabía cómo consolarme, mis angustias solo parecían efecto del azar hechos penurias, ponzoñas – ¡qué mala suerte ¡- me dije. Mire todos los títulos, todos tan lejanos, ninguno tenía un temor tan inocente como el mío. Sin quererlo Pensé en Borges, no estaba entre los títulos, no me importó, porque hubo alivio inmediato, estaba bastante tranquilo. Me recordé a mí mismo y en el acto empecé a temblar de miedo, consumido por ese dolor estomacal que con ningún menjurje me iba amarrar los intestinos. Esto no era fisiológico. Tendido sobre mis dolores, pensé en Borges de nuevo. En él, la ceguera no fue más tenaz que cualquier problema repentino, algo así como romperse las piernas en una piscina durante cualquier festivo o agarrar cualquiera de esas enfermedades tropicales, dengue, por ejemplo. No me malentiendas. Supongo que al principio le dolió, lo fatigó. Todavía con eso, Borges era un hombre que vivía en el presente, solo recordaba el pasado para encontrar escenarios en los cuales escribir sus tiempos y espacios. Bueno, no es que lo conociera en persona, sabrás que él murió hace mucho tiempo, pero, es inevitable no hacerse una idea acerca de su ser después de leer muchos de sus poemas como si mi ánimo fuera el de un futbolero sin oficio endemoniado por las emociones.
Sí, Borges solo pudo ser Borges y con ese presupuesto, logró hacer cosas imposibles, como hablar desde el pasado, sobre el futuro, estando en su presente continuo ¿No es eso maravilloso?
Es un sin vergüenza. O quizás si la tuvo, no me extrañaría que la hubiera escrito en sus cuentos y poemas.
¡Claro que es un sin vergüenza! Un hombre de semejante talante no le temía a la oscuridad de sus ojos, porque desde su juventud lo veía todo terriblemente oscuro.
Yo, en cambio, soy alguien que vive en el olvido, un olvido propio, es como si me deslizara por una gran loma de barro sin advertir que me pudiera ensuciar, así como cuando nos ensuciábamos en segundo año de primaria, allá en el pueblito ¿recuerdas? Me lamento, no puedo acompasar este miedo con lo que en realidad pueda perturbar mi vida, o sea, lo que los demás dicen que es real…
¿Me concederás entonces decir que el olvido luce como la oscuridad? Recordar, a veces, es solo quedarse con un puñado de melancolía. Si es así ¿Por qué temo tanto perder la vista? Te lo digo, es porque soy olvidadizo y existe la enorme posibilidad de que, si me quedo ciego, se me olvide de repente y termine viéndolo todo.
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