Capítulo 1 – El primer día

Era una mañana como otra cualquiera, de esos días de Diciembre en los que no está claro si ya es Navidad.

Martín estaba acurrucado en su cama, calentito, gracias al edredón de plumas que aunque pinchaban un poco, abrigaba hasta el punto de tener un poco de calor en ciertos momentos.

El reloj marcaba las 7 de la mañana mientras Martín estaba plácidamente dormido, era un momento de esos en los que el tiempo podría detenerse y quedarse así para siempre, en el mundo de entre los sueños y la realidad, ese momento de calma tensa que sabes que el despertador va a sonar en cualquier momento, puede ser dentro de 5 minutos o dentro de 2 horas.

Martín es un niño de 9 años, inquieto, travieso, un poco despistado y con una curiosidad propia de un niño de su edad, o quizá un poco más de lo normal, pensaban sus padres. Martín no tenía muchos amigos, pues le gustaban cosas diferentes a los niños de su edad, mostraba un interés muy superior a otros niños por la lectura, la fantasía y el dibujo, le encantaba dibujar todo tipo cosas.

Ese día Martín estaba profundamente dormido soñando con la noche anterior al 25 de Diciembre, esa noche tan especial, repleta de ilusión y misterio, esa noche que estás tan nervioso por abrir los regalos que no puedes ni dormir (bendita inocencia).

En el sueño, el niño se veía a si mismo abriendo sus regalos junto a su madre. Cuando empieza a abrir el primero de sus presentes resultaron ser unos calcetines rojos:

– ¿Calcetines rojos?¿Desde cuándo uso yo calcetines rojos? – pensó Martín. Esto no podía ser real…

De pronto sonó el despertador, tan fuerte que Martín se incorporó rápidamente en la cama, poniendo fin a al sueño o era una pesadilla, no sabría decir.

Haciendo un gran esfuerzo por mantener los ojos abiertos Martín se sentó al filo de la cama y observó que en el suelo de su habitación, muy ordenada para él pero no tanto para su madre, había un calcetín rojo cerca de la puerta igualito que el de su sueño. Trató de recordar en qué momento habían entrado en su casa esos calcetines rojos pero no le dio importancia, me lo habrán comprado mis padres, pensó. Tampoco tenía mucho tiempo para pararse a recordar ya que tenía 10 minutos para vestirse antes de que su madre, comenzara a aporrear la puerta para que fuera a la cocina a desayunar.

Martín se levantó de la cama y comenzó a vestirse. Su madre, como siempre, le había preparado la ropa en la silla para que no perdiera más tiempo que el justo y necesario. Martín cogió el montón de ropa, en el que había unos calzoncillos, un pantalón largo, una camiseta de interior, una sudadera y en la parte de arriba un calcetín rojo, faltaba el otro calcetín. El muchacho escaneó visualmente toda la habitación evitando mirar al espejo, nunca le han gustado los espejos, y de pronto recordó dónde estaba el otro calcetín, al lado de la puerta, cuando se giró hacia él para recogerlo del suelo comenzó a moverse solo.

Martín no se lo podía creer:

– ¿Se está moviendo el calcetín? Un calcetín no puede moverse solo pensó, debo seguir soñando – se preguntó con una mezcla entre asombro e incredulidad.

Martín se frotó los ojos, pero el calcetín muy lentamente seguía moviéndose como si algo tirase de él hacía la cama. El chico, entre asustado y confuso vació la papelera que contenía algunas hojas arrugadas, un chicle usado y restos de goma de borrar y lapicero. Se acercó muy sigilosamente al calcetín con la papelera en las manos, como un lince acechando a una gacela, y cuando estaba a menos de un paso del calcetín se abalanzó y cubrió el calcetín con la papelera, haciendo un ruido que seguramente se había escuchado en las habitaciones más cercanas.

Pasó un rato hasta que Martín se atreviera a levantar la papelera, no tenía claro si quería saber lo que había debajo. Pero su curiosidad era más fuerte que su miedo, por lo que se agacho poniendo su cabeza en el suelo y comenzó a levantar lentamente la papelera para ver por una rendija lo que había atrapado, cuando inclinó la papelera comenzó a ver algo, un pequeño ser del tamaño de un puño. Era peludo, con los ojos grandes, tenía una cola larga y unas patas traseras que le permitían caminar tanto a cuatro como a dos patas. Sus patas delanteras le permitían hacer uso de los objetos igual que los seres humanos, pero sin duda no era nada que Martín hubiera visto antes.

En ese momento de máxima tensión, con el corazón latiendo más rápido que el de un colibrí, su madre golpeó la puerta con fuerza tres o cuatro veces, Martín pegó un salto pero consiguió mantener la papelera en el suelo:

– Martín, ¿ya te has vuelto a dormir? – gritó la madre desde el otro lado de la puerta.

– Me estoy vistiendo, bajo en 3 minutos. – respondió Martín.

– ¿Qué estás haciendo? ¿Cuántas veces tengo que llamarte para que vengas a desayunar? – insistió la madre.

– Estoy buscando el otro calcetín, que no lo encuentro. Ya salgo – dijo el niño.

La madre de Martín suspiró y se alejó de la puerta, haciendo un ejercicio de paciencia digno de una madre comprensiva y compasiva.

Martín debía darse prisa, pues su madre se impacientaba y nadie quiere hacer enfadar a una madre. Abrió la puerta lentamente y se cercioró, mirando por una rendija, que su madre no estaba merodeando, por lo que cerró la puerta y se dirigió directamente hacia la papelera.

Desmontó la red de una pequeña canasta que tenía en su habitación y con un movimiento rápido dio la vuelta a la papelera y colocó la red en la parte superior, haciendo que el diminuto ser quedara atrapado en la papelera como un animal enjaulado. Aquel ser no parecía agresivo en absoluto, todo lo contrario, estaba ahí temblando, con los ojos vidriosos, como si estuviera a punto de echarse a llorar, se lo veía tan frágil y tan vulnerable que consiguió conquistar el corazón de Martín al instante.

El corazón y los pulmones de Martín recuperaban su ritmo normal, por lo que estaba preparado para descubrir que era aquel ser que había atrapado.

– Hola pequeñín, no tengas miedo, no te voy a hacer daño – dijo Martín.

Pero el pequeño animal no parecía tranquilizarse, lo único que hacía era mirar el calcetín.

– ¿Te gusta mi calcetín? Toma, te lo regalo – cuando Martín le dio la prenda al pequeño ser se abrazó a él con tanta fuerza que iba a ser imposible quitárselo. Martín empezó a acariciar la cabecita del pequeño animal con una delicadeza propia de un relojero colocando el último engranaje de su obra maestra.

– Te llamaré Alex – dijo Martín.

De nuevo su madre volvió a aporrear la puerta con más fuerza:

– ¡Martín, ven a desayunar ya! No te lo digo más veces – exigió la madre.

Martín sabía que no iba a tener más oportunidades, por lo que cogió al pequeño Alex, lo metió con cuidado en su mochila y salió de la habitación rumbo a la cocina.

Allí le esperaba su madre, enfadada como siempre, con el desayuno en la mesa.

La cocina era estrecha, apenas cabía una persona entre la mesa y la encimera, la mesa era de color blanco, con un mantel de tela rojo con rallas blancas y una lámpara halógena de esas que parece que nunca terminan de encenderse. Para desayunar tenía, como siempre, un vaso de Colacao con 3 galletas de esas que se rompen en cuanto las sumerges un poco en la leche.

Su madre estaba allí hablando por teléfono mientras caminaba de un lado para el otro, un poco alterada. Sandra, que así se llamaba, colocó una mano en el altavoz de su teléfono y de pronto agarró del brazo a Martín:

– ¿Por qué has tardado tanto en bajar? Tenemos que irnos en 10 minutos y ni te has lavado los dientes. Y porque te falta un calcetín, no sabes ni vestirte solo o que – dijo la madre.

– No te lo vas a creer, estaba buscando el otro calcetín cuando se ha empezado a mover solo…

Y antes de que Martín pudiera acabar la frase, su madre quitó la mano del teléfono y siguió con la conversación telefónica.

– Si Carmen, si el cabrón de su padre me pasara la pensión… – siguió hablando la madre.

Martín dejó de hablar y siguió desayunando. Cuando, de pronto, descubre un pequeño movimiento en la mochila, no se acordaba que había metido ahí dentro un ser del que solo él conocía su existencia.

La madre absorbida por la conversación, en uno de sus erráticos movimientos paso cerca de la mochila sin darse cuenta de nada, y se fue por el pasillo mientras seguía quejándose por teléfono.

Martín suspiró aliviado, cogió la mochila y abrió un poco la cremallera:

– ¿Qué haces Alex? Casi te descubren – dijo Martín.

Alex solo fue capaz de emitir un leve y lastimero gemido mientras clavaba su mirada en las galletas.

– ¿Tienes hambre? Toma pequeñín.

Después de alimentar a su nuevo amigo cerró la mochila, pero justo antes de cerrarla del todo Martín sintió que alguien tocaba su hombro.

– Termina de desayunar que nos vamos – dijo su madre.

De un solo trago Martín se terminó el colacao y se aseguró nuevamente que la mochila estaba bien cerrada. Se fue directo hacia la puerta y caminaron unos 200 metros hasta llegar al coche, protegiendo la mochila con sus brazos como si de un tesoro se tratase.

– Dame la mochila Martín, la dejamos en el maletero – dijo la madre.

– Hoy quiero llevarla aquí delante – respondió Martín.

– Haz lo que quieras – sentenció Sandra.

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