—Buenos días, doctor.

—Buenos días, señor López respondió mientras miraba con el rabillo del ojo por encima de sus lentes bifocales. Siga y tome asiento.

—¿Sabe? Esa expresión siempre me ha parecido curiosa —dijo el señor López mientras cerraba la puerta tras de sí y arrastraba una silla de cuero para sentarse—. Es difícil pensar en cómo se toma un asiento. Aquel que haya inventado esa frase debía estar un poco mal de la cabeza.

El doctor le devolvió una mirada despectiva.

—De acuerdo. Bien pueda póngase cómodo —dijo esperando terminar lo más pronto posible esa conversación—. Dígame, ¿a qué debo su visita?

—Verá doctor Ramírez, últimamente me siento un poco confundido. Creo que la edad no me ha sentado bien. Y no me ha dejado otra opción que recurrir a usted. Y debo decirle que odio a los médicos. Sin ofenderlo.

—No es ninguna ofensa, pero… —El doctor se reclinó hacia al frente como para darse a entender mejor y se acomodó los lentes— Me temo que usted está confundido.

—Exacto, doctor. Estoy confundido. Veo que vine al lugar indicado. Pensé que sería más difícil hacerle entender lo que siento. Pero dígame, ¿qué debo hacer?

—No, señor López. Creo que no me entiende. —Miró su reloj impacientemente—. Usted está confundido porque ha venido al lugar equivocado.

—¡Qué pena con usted! —respondió exaltado el señor López—. Creo que me he equivocado de oficina. ¿Podría decirme donde queda la oficina del doctor Ramírez?

—Es esta, señor —enfatizó mientras señalaba la pared cubierta de diplomas.

—Entonces, ¿podría decirme dónde está el doctor Ramírez?

—Soy yo, señor. Doctor Ramírez Zuluaga.

—Doctor Ramírez, ¡Qué bueno que usted me atienda! Fíjese que últimamente me he sentido muy confundido. Creo que es una de esas enfermedades que vienen de la India y enloquecen a los marineros. ¿Puede usted recetarme algo para sentirme mejor?

—Señor López, creo que usted no ha entendido aún. Esta es la oficina del doctor Ramírez —repitió—. Yo soy el doctor Ramirez. Pero, no puedo ayudarlo.

—¿Por qué doctor Ramírez? —preguntó visiblemente preocupado—. No me diga que así de grave es.

—No, señor López. Es porque yo no soy ese tipo de doctor.

El señor López se rascó la cabeza, lo que junto a su contextura lánguida le hacía parecer una marioneta de televisión.

—No le entiendo doctor Ramírez. ¿Ve? A esto me refiero. Últimamente no entiendo nada.

—Señor López, yo no soy galeno. —Señaló los libros sobre su escritorio—. Yo soy jurista.

—Doctor Ramírez, yo no entiendo esa jerga médica suya. Por favor explíquese mejor. Ya le dije que tengo un grave problema de confusión y por eso he venido aquí.

—No, señor. No es jerga médica. Es jerga legal —aclaró—. Yo soy abogado.

—¡Doctor Ramírez, usted es realmente impresionante! Me siento halagado que un médico y abogado tan prestigioso como usted me atienda.

—No, señor López. La cuestión es que yo solo soy abogado. No soy doctor —enfatizó.

—Pero en la puerta dice: «Oficina del doctor Ramírez Zuluaga», ¿no?

—Si, señor López —dijo marcadamente mientras se quitaba sus lentes—. Y ese soy yo.

—Y usted me dice que usted no es doctor.

—Así es. Yo no soy esa clase de do…

—Pero, aunque no es doctor —interrumpió—, en su puerta dice: «Oficina del doctor Ramírez Zuluaga». Creo doctor, aunque sé que no soy médico, que usted tiene un grave problema de confusión.

—No, señor, el confundido es us…

—Sabe doctor —interrumpió nuevamente—, debería ir a un médico. Ya sabe, un colega suyo. Porque esa confusión que usted tiene no es normal. Que tal sea una de esas raras nuevas enfermedades que están dando por comer carne de cerdo.

—Señor, usted sigue sin entenderme —titubeó—. Yo…

—No, doctor. Ahora entiendo muy bien —insistió—. Es más, entiendo tan bien que creo que ya no sufro confusión. Me siento mucho mejor. Estoy curado. Es usted grandioso doctor Ramírez. Sin duda lo recomendaré a mis amigos —dijo mientras salía del despacho y cerraba la puerta detrás de si con delicadeza.

—Pero… ¿qué demonios? —susurró para sí mismo, visiblemente consternado por lo que había ocurrido. Apretó un botón sobre su escritorio. —Señorita Francis, ¡cancele todas mis citas de la tarde! Y agende una con el doctor Palacios, por favor. Creo que no me siento muy bien.

—Enseguida, doctor Ramírez —dijo una voz sin cuerpo y algo chillona.

—Es por eso que odio a los médicos —refunfuñó el doctor Ramírez mientras se dejaba caer sobre la superficie de madera de su antiguo escritorio.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS