De todos mis alumnos, Rolo es el más torpe. Con solamente 11 años, carga más cansancio que mi bisabuela de 101.

Pésima condición física, mala coordinación, mucha timidez, y poca fuerza. Para ser un poco sutil, diría que Rolo no tiene muchas cualidades para ser un tenista.

Así como hay mentes hábiles, hay cuerpos hábiles. Y eso se tiene, o no se tiene. Para mí, desde el primer momento en que vi a Rolo en cancha, supe que él no lo tenía… Y en realidad, no sólo para mí, el criterio lo compartía su madre, sus compañeros de grupo y hasta el mismo Rolo.

Lo descrito anteriormente sobre Rolo no es un buen panorama para un alumno que asiste únicamente una vez por semana a clases. En el tenis, el cerebro y el cuerpo requieren más de dos sesiones semanales para ir memorizando información y movimientos.

Pero bueno… Para serles sincera (y no sintiéndome menos profesional por ello) tengo dos tipos de alumnos: Los que trabajo en cancha y en mi cabeza, y los que solamente trabajo en cancha. Así que, Rolo se sumó al segundo grupo y allí persistió por mucho tiempo.

Pasaron los meses y la imagen de Rolo se hizo habitual para mí. Un niño blanco, mediano, delgado, pies torcidos, medias altas, gorra amarilla (siempre la misma) y una sonrisa de oreja a oreja.

Siempre que entraba repetía lo mismo: «Hola profe» seguido de «Bien y usted?». Un día sólo le dije de vuelta: «Hola Rolo», y aún así contestó «Bien y usted»…

Rolo no solo era constante con sus respuestas, también con las clases. Nunca faltaba, siempre llegaba, saludaba, sacaba la raqueta de su estuche y se metía en la cancha, pero no a recibir clases conmigo, sino a enseñarme a mí.

Es trillado decir que los alumnos nos enseñan cosas a los profesores. Quizás no siempre es así, sino que aprendemos cosas sobre nosotros mismos a través de ellos. ¡Igual suena trillado!

Pero aunque tenga que cobijarme con la manta de lo trillado, tengo que reconocer que Rolo me calló la boca. Me enseñó que a pesar de la torpeza extrema y con una sola hora a la semana, sí se puede avanzar.

Rolo me calló la boca cada vez que fallaba un punto y sonreía. Me calló la boca cada vez que yo lo corregía y sonreía. Poco a poco empecé a tomarle gusto a la torpeza de Rolo, a sus malos movimientos, a su respiraciones entre-ahogadas, y hasta a su misma gorra amarilla de siempre.

Con el tiempo Rolo empezó a devolver más pelotas, a correr más rápido y a ahogarse menos. Incluso, empezó a ganar puntos. Esos puntos yo los celebraba con alegría bañada de sorpresa amarga, porque a diferencia de Rolo, yo no suelo sonreír cuando me equivoco.

Pensar que la habilidad está por encima de la constancia es uno más de los errores que ahora cargo en mi maletín de tenis, justo al lado de las raquetas. Y aunque ya no le de clases a Rolo, ese peso de más en mis hombros me lo recuerda siempre.

Ojalá yo tuviese la capacidad de Rolo para sonreír cada vez que me equivoco, ojalá yo tuviese la tranquilidad que tenía Rolo cada vez que lo corregía. Ojalá yo no fuese tan cobarde de huir cada vez que no soy la mejor en algo.

Al final, Rolo sigue siendo mi alumno más torpe. Sigue sin tener muchas cualidades para ser tenista, pero tiene la más importante: la paciencia.

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