Detrás de mi escritorio el minutero se arrastra penosamente mañana adentro.

– Que pase el siguiente.

Después de veintisiete años, mi voz ha terminado mimetizándose con la monotonía yerma de los archivadores que me rodean en la naturaleza muerta que me incluye.

El hombre del bigote angosto me saluda y me entrega sus formularios sonriendo nervioso mientras su tiempo se diluye en la burocracia de la que soy cómplice.

Me mira compungido cuando cree que no lo veo y si levanto la vista un poco, vuelve a dibujar la sonrisa suplicante y nerviosa que tuerce su bigote al tiempo que consulta su reloj y se seca el sudor de la frente mientras cada segundo que se le escapa palpitando de la muñeca parece herirlo un poco.

Me tomé mi tiempo y el suyo y por más que intenté, no pude encontrar un pretexto para hacer que su irrupción a la languidez de mi entorno resultara infructuosa y no tuve más remedio que firmar mi aprobación a sus documentos.

Me regaló una nueva sonrisa, pero esta vez teñida de gratitud y salió por la puerta con una velocidad que me hizo imaginarme sentado en un tren mientras detrás de la ventana el mundo se precipita en furiosas líneas horizontales.

– Que pase el siguiente.

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