La primera vez que me rompieron el corazón fue lenta y sutilmente.
Tenía 4 años. Era una niña retraída, y los juegos físicos no eran de mi agrado, pero vivía rodeada de personas extrovertidas, excéntricas y llenas de energía, así era la familia de mi mamá. Todos los fines de semana íbamos con mis padres a la casa de mis abuelos maternos, y recuerdo que mi juego favorito era recolectar todas las pequeñas reliquias y figuritas que mi abuelo exhibía sobre las cómodas de los cuartos. Luego, las clasificaba, unos días por color, otros días por tamaño, otros días por textura o material (las de cobre eran mis favoritas).
Con el paso de las semanas, y al ir creciendo un poco, el ruido de los adultos en la sala se hacía cada vez más difícil de ignorar. Allí empezó todo.
Con cada conversación que escuchaba, mi corazón se arrugaba, y las palabras de mi madre hacían que, lenta y sutilmente, me diera cuenta de que cada vez que ella me decía «¡eres igualita a tu abuela Carmen!», o «es que tienes sangre Camerano, como tu papá», no lo decía como un cumplido.
Después de esa ruptura, todas las demás me han parecido sólo una extensión de la primera, pero, entre más se rasga la herida, más se abre el corazón. Sangra, pero se expande, y adquiere una nueva y más amplia forma de amar.
Quiero aclarar que esta es una historia con final feliz, que me enseñó a crecer. Y al entender el dolor que se escondía detrás de las palabras de mi madre, nuestro amor floreció, y creció tanto que ahora es un «y vivieron felices para siempre». Aprendí que, los errores no definen a las personas y que muchas veces, la ira viene del miedo.
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