El jefe de estación se llevó el silbato a los labios y lo hizo sonar a la par que levantaba la banderola roja enrollada en su mango.

Una de las dos “Mikado” de la cabeza del convoy contestó con un chorro de vapor que produjo un silbido más profundo y dilatado. Acto seguido, ambas locomotoras pusieron en movimiento sus ruedas que inicialmente patinaron sobre los raíles, hasta que con la ayuda de un poco de arena, suministrada a través de un tubo desde la cabina, iniciaron la marcha lentamente.

El tirón hizo sonar las cadenas de enganche de los vagones uno tras otro hasta que el último de la veintena, un mercancías de madera con cabina que protegía el volante de freno -el vagón de cola- se puso en marcha. Los otros vagones, todos de color verde oliva, eran mayormente de segunda clase; cosa que desde el exterior sólo se notaba por el «II» recortado en latón cerca de sus puertas. Un par de unidades con el «I», daban cabida a todo el pasaje de “primera” y aún sobraba sitio.

Eran algo más de las siete de la tarde de un día nublado, pero sin lluvia. Empezaba la aventura.

Poco a poco el tren fue cobrando velocidad y a través de las ventanillas empezaron a desfilar los prados y bosques gallegos que paulatinamente fueron perdiendo su color, para acabar convirtiéndose en sombras informes sobre fondo negro. De vez en cuando la campana de un paso a nivel sonaba acercándose y alejándose, cambiando su tono de agudo a grave. También las pequeñas estaciones en las que no paraba el tren inundaban un momento con su luz los departamentos de los vagones y se veían pasar como estatuas a sus respectivos jefes de estación, con su correspondiente banderín rojo enrollado indicando que daban paso libre.

En los vagones se había cambiado la luz “de leer” por una marcada en los interruptores como “penumbra”, de un color azul fantasmagórico que invitaba al sueño, cosa harto difícil en aquellos sillones estáticos.

El “Expreso de Galicia” conocido popularmente como “El Shangai” hacía la ruta entre La Coruña y Barcelona o viceversa, salía a media tarde, viajaba toda la noche y todo el día y noche siguiente y llegaba a su destino a media mañana, más el retraso habitual que solía ser de unas cinco horas por el mismo precio.

Un empleado pasó golpeando las ruedas con un martillo para detectar cualquier fallo por fatiga de los materiales, estábamos en Astorga y los vendedores ambulantes ofrecían cajas de mantecadas con bastante aceptación por parte de los pasajeros.

Antes de ver aparecer el sol sobre el horizonte, los viajeros ya habían empezado su actividad, colas en los retretes y protestas contra las señoras que tardaban mucho intentando arreglar el estropicio de la noche; caras pálidas y somnolientas, ropas arrugadas y principios detectables de olor corporal.

Se abrieron los termos y el aroma de la malta, achicoria o cascarilla de cacao llenó de olor de hogar los departamentos. Leche condensada, algo de pan duro y algunas galletas componían el desayuno que iba pasando de mano en mano porque compartir era obligado.

El ciego sol, la sed y la fatiga

Por la terrible estepa castellana,

al destierro, con doce de los suyos

polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.

Prácticamente todo el día íbamos a ver el mismo dorado paisaje del trigo a punto de ser segado, el botijo se iba llenando en las paradas largas y respetando los horarios como si estuviéramos en casa, las comidas a base de huevos duros, tortilla de patatas, bistec empanado o bocadillos de chorizo o queso. Las hogazas de blanco pan castellano comprado en las cantinas de las estaciones completaban la dieta con algo de fruta recogida al subir las cuestas penosamente el convoy, momento aprovechado por los pasajeros más ágiles para apearse, estirar las piernas y hacer acopio de postre sano. En los entreactos, como distracción, las pipas de girasol sin tostar cogiéndolas directamente de la flor.

-¿Saben el chiste aquel del catalán que iba en el tren y una pasajera le pidió que cerrara la ventanilla porque le molestaba el aire?

-Es igoal, le contestó él.

-Pero hombre, haga el favor que entra mucho aire…

-Es igoal…

Entonces pasó el revisor y la señora le pidió que cerrara la ventanilla y al hacerlo resultó que no había vídrio en la parte que se subía.

-Ya le desía yo que era igoal. Le dijo el catalán a la señora.

Ya por tierras aragonesas volvió la noche y al siguiente amanecer trotábamos por Cataluña. Uno de los pasajeros se apeó en Lérida, pero antes abrió la maleta y se puso la sotana. Silencio general.

Cuando se fue todos nos preguntábamos si se nos habría escapado alguna irreverencia. seguro que sí.

Tras un larguísimo túnel, entró por fin nuestro tren en agujas de la estación de Vilanova, también conocida como del Norte. Nadie entre los familiares que esperaban en el andén (cinco horas de retraso) fue capaz de reconocer a sus parientes; negros de la carbonilla que se colaba por las ventanas; sobre todo en los túneles, con los tobillos hinchados a causa de la forzosa inmovilidad; sucios -el agua de los lavabos se agotaba en escasos minutos cada mañana, sobre todo llegando a destino- con la ropa llena de arrugas y manchas producidas por los leves accidentes ocurridos durante los trasvases de líquidos en pleno traqueteo, pero felices por haber llegado a la tierra de promisión.

Aquí todo sería diferente.

El taxi negro y amarillo pasó bajo el arco del triunfo como para confirmar esa esperanza.

F I N

EL EXPRESO DE GALICIA (SHANGAI EXPRES) LA CORUÑA – BARCELONA


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