Pablito contaba con apenas siete años cuando, sentado junto a su padre en la iglesia del barrio local, oyó al cura rezar: “Danos el pan nuestro de cada día”, y recordó todas las veces en que sintió a su padre salir de casa antes de que el gallo despertase con su canto al barrio que, a esas horas aún dormía a la espera de los primeros rayos del sol…
Entonces Pablito tomó la mano de su padre, levantó la vista para ver su rostro melancólico, le sonrió y mirando al cielo, agradeció a su mamá.
Pablito era huérfano de madre. Los médicos de la posta que atendieron el parto, hicieron hasta lo imposible por un alumbramiento que se venía complicando por la prematura llegada de quien sería Pablito (siete mesinos).
El padre de Pablito, José, tenía que buscarse la vida para sacar adelante la crianza de su vástago. No tenía con quien dejar a su hijo y obligado por las circunstancias, tuvo que renunciar al trabajo de ayudante en una tienda de abarrotes muy cerca de su casa. Contaba con unos pequeños ahorros con los que, luego de los gastos funerarios de su esposa, le permitirían por unos cuantos meses, hacer de padre y madre para Pablito.
Los ahorros de José se iban evaporando a medida que Pablito iba creciendo. El cura de la iglesia que, sabía de las urgencias por las que atravesaba, le comentó al padre desperado, acerca de la oportunidad de trabajar en el negocio que un nervioso empresario venía instalando: Una panadería.
Con la seguridad de un cobro fijo, José pudo encargar el cuidado de su pequeño Pablito con Sara, hermana menor de este, quien, ante la necesidad de un ingreso, aceptó el encargo.
Las necesidades económicas que en esos años se instalaron en al país, golpearon sin compasión a los pobladores de la zona. José para evitar ser parte de los despidos que con frecuencia se sucedían, hacía horas extras sin percibir ingresos adicionales a los que, a duras penas, venía recibiendo, y que, lamentablemente Pablito al sentirse abandonado, lo iba sufriendo.
José se despertaba 3.45 a.m. cada mañana. Se vestía con el uniforme que el empresario le había proporcionado, y salía sin hacer ruido para no despertar a su hijo.
Siete años consecutivos, las manos de José acariciaron la masa de harina y agua. Caricias que, para Pablito, venían siendo postergadas día a día, cada semana, cada mes y cada año.
José soportaba el calor infernal de un horno que sancochaba su rostro cuarteado para llevar el pan de cada día. El trabajo era escaso y él solito trabajaba lo que antes trabajaban tres. Pablito no entendía y sentía la ausencia de un padre que se partía el lomo por mantener a un hijo que, a pesar de las carencias, salía adelante.
Una mañana Pablito dio rienda suelta a la curiosidad que lo invadía y salió siguiendo a su padre a escondidas para ir tras sus pasos y comprobar con sus propios ojos lo que generaba el alejamiento familiar y que, ahora y a su edad, quizá podría entender.
Se acercó despacio, ocultándose a medida que se aproximaba su padre a la panadería y se agachó hasta la ventana que daba a un pasaje de la calle, esperó unos minutos y escuchó:
─ Por la puta madre, amasa más rápido que se nos jode la producción, José, limpia bien las bandejas que no puede quedar el olor a detergente impregnado en el pan…
─ Señor, hago lo que puedo ─Mascullaba.
─ Tengo que aguantarte porque tienes una boca que mantener. ¿Acaso crees que no hay gente más joven que puede hacer lo que tú, mucho más rápido? ─ gritaba un dueño nervioso.
Pablito observaba y escuchaba desde la ventana con la oscura madrugada como acompañante, mientras el horno iluminaba el rostro sudoroso de su padre.
─ ¡Apura! termina esta tanda y empieza a trapear cada rincón, si no quieres verte desempleado ahora mismo… pareces una tortuga anciana ─Despotricaba el dueño sin contemplaciones.
Pablito llevó sus manos hacia los oídos para no seguir oyendo, luego pasó sus manitos por el rostro para secar las lágrimas que venían cayendo al descubrir lo que descubrió. Se alejó sin hacer ruido y partió hacia su casa, en donde ingresó sin despertar a Sara y no paró hasta su habitación en donde se metió debajo de su sábana.
Esa mañana Pablito no fue a la escuela. Fue a la iglesia para rezar por su mamá y también por su papá. La misa aún no empezaba y eso le daba la oportunidad de estar a solas y llorar sin sentirse intimidado. Estuvo a solas con sus pensamientos por unos minutos y luego partió hacia la panadería so pretexto de comprar un poco de pan.
Necesitaba ver y abrazar a su papá. Caminó luego de la iglesia hacia la panadería e ingresó temeroso. Vio a su padre parado tras el mostrador y supo que, además de lo vio horas antes, también vendía el pan.
─Hijo, ¿qué haces aquí?
─Papá, hoy no hubo escuela ─mintió ─Así que vine yo mismo para llevar un poco de pan. Estuve antes en la iglesia hablando con mi mamá, y creo que me quiso decir algo. Hizo un feriado para mí, sentí su llamado y fui. Recé, recé y mientras hablaba con ella, alcé la mirada y vi escrito en el muro frente a mí: «Ganarás el pan con el sudor de tu frente» Génesis 3:19, y pensé en ti, papá. Mi mamá lo hizo por mí, y también lo hizo por ti.
José hacia un esfuerzo por no llorar. Vio al dueño de la panadería que había estado oyendo, y se acercó.
─Dame el trapo José ─le extendió la mano para recibir el trapo que colgaba de su hombro ─ve con tu hijo, hoy tuvo feriado y también lo será para ti.
José le agradeció, tomó al niño de la mano y caminó hacia la puerta.
─ ¡José! ─ lo llamó enérgico el patrón.
─ ¿Señor?
─ Lleva un poco pan… el mejor pan del pueblo.
Aquel feriado proporcionado desde el cielo por la mamá de Pedrito, hizo que en ellos naciera el amor que se había enfriado producto del horno de un empleo que les proporcionaba el pan de cada día, en un pueblo que sus habitantes rogaban por las migajas de una crisis generalizada.
─Hijo, vamos a tomar el mejor desayuno del mundo hoy, y claro, con el mejor pan del país.
─Claro papá, pero antes vayamos a la iglesia a agradecer a mamá.
Ingresaron a la misa ya comenzada, caminaron hacia la primera fila y oyeron al cura rezar y ellos rezaron con él: “Señor, danos el pan nuestro de cada día”
Entonces Pablito tomó la mano de su padre, levantó la vista para ver su rostro melancólico y con la voz entrecortada susurró : Gracias Papá.
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