Hay cosas que no se olvidan nunca. Nunca se olvida cómo andar en bicicleta o nadar, el bullicio del patio del colegio, el sabor de la comida materna, el primer beso, el olor a mar y pinos de los primeros veranos. Llevo más de veinte años sin hacer pan, pero no he olvidado cómo se hace. Forma parte de mi ADN. Mi madre hacía pan y también mi abuela. Hacían pan mi bisabuela y también su abuela.
Fui la primera mujer universitaria de mi familia. Salí al extranjero. Triunfé en el mundo científico. Me quedé. Me casé y dejé de hacer pan. Comprábamos baguettes de a tres o a seis en el hiper en que, una o dos veces por semana, hacíamos una compra de precocinados y otros alimentos procesados. Empezaron a caerme mal hace unos años. Me hinchan y me ponen triste. Se me hacen bola a mitad de camino, atrapan palabras que me duelen y desatan emociones que me enferman.
Hoy he comprado harina y levadura. He tenido que recorrer toda la ciudad hasta encontrar una pequeña panadería que tuviera levadura fresca. Una mujer italiana, entrada en carnes y años, me ha regalado un dado blanco y grisáceo que se deshace o moldea según se maneje. Me ha dicho que es la misma levadura con que su abuela hacía pan hace más de un siglo.
Llevo más de dos horas llorando en mi cocina. Roja y de acero, grande y fría, vacía; una cocina donde no se cocina. Llevo más de dos horas recordando la cocina de mi abuela, blanca y de madera, pequeña y cálida, oliendo a pan con mantequilla, a guisos o a tortillas según la hora del día. Una cocina repleta de ollas, manteles y utensilios de cocina, de frutas y hortalizas, de frascos con legumbres, harinas, pastas y arroces, café y azúcar. Una cocina con vida.
Esta mañana recibí un telegrama de mi madre: ‘Abuela ha muerto. Antes horneo un pan con forma de corazón para ti’. En la mesa, junto al telegrama, un cuenco y una cuchara de madera, una montaña de harina, una jarra de agua, el dado de levadura, una avellana y un dedal de sal. Hoy haré un pan y mañana otro, también haré pan este viernes y el próximo. Llamaré a mi madre, cuando el pan ya en el horno, empiece a soltar su aroma y su calidez.
Hay cosas que no se olvidan nunca y nunca olvidaré a mi abuela. Su pelo largo y blanco recogido en un moño bajo, su delantal gastado, sus manos acariciando mi pelo. Las horas en silencio mientras en el horno se hacía el pan. Ella con un libro o una labor, yo con las tareas del colegio. Todos los recuerdos con mi abuela son en su cocina, las dos solas. Todos tienen más de veinte años.
Cuando haya horneado varios panes y hacer pan se vuelva costumbre. Cuando haya comprado algunas sartenes y otros utensilios. Cuando ya no entren precocinados y haya verduras y fruta fresca. Cuando en mi cocina pase tiempo y sea yo quien cocine. Cuando mi cocina recuerde vagamente a la de mi abuela y también a la de mi madre. Entonces, volverá a llamar a mi madre todas las semanas. Cada una en su cocina, con un pan en el horno, abriremos de nuevo una línea por la que circularán recuerdos y silencios, panes en forma de beso o de pájaro.
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