Ese grandioso trozo de levadura, harina, sal y agua; que tan bien quedaba con aquel sorbo de aguapanela… Si se tenía suerte, de chocolate.
Esas migajas que me hacían añorar aún más el momento en que iba a poder disfrutarlas; crujientes y tibias… No muy frescas, pero deliciosas.
Lo delicioso que era poder variar su sabor con algo de mantequilla, pocas veces, con un buen pedazo de quesito.
La gratificante sensación del cosquilleo en mi estómago al saber que al fin llegaba el mejor momento del día y cómo se desvanecía el hambre con tan solo imaginar con qué iba a acompañar la anhelada parva esta vez.
Pero lo realmente hermoso, fue ver poco a poco cómo podía convertir aquel gajo de pan en un plato exquisito; cómo bajo de esas muy disfrutadas tostadas, se formaron simientos para transformar los recuerdos en grasosos perros, inigualables hamburguesas y disfrutar de él, ahora, como un delicioso acompañante y no como el plato central.
He aquí mi gran historia del pan, alimento que salvó mi mañana, mi tarde y mi noche… Salvó mi vida y acompañó mis días; alimento que en la actualidad sigue siendo para mi recuerdo y paladar un manjar.
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