1. Quizá por eso

Moni consiguió relajarse, acurrucada en aquella tienda diminuta; un plácido confort se apoderó de ella: deseó que no llegara la mañana.

Sus últimos pensamientos fueron para su familia, a pesar del tiempo sin hablarse y los recuerdos dolorosos, sus últimos pensamientos del día siempre eran para ellos.

En España eran seis horas menos. ¿Qué estaría haciendo su madre? ¿La echaría de menos alguien? ¿Cómo serían sus sobrinitas? ¿Habrían recibido los regalos? ¡Ay, si supieran dónde estaba!

Quizá por eso soñaba a menudo que estaba allí…

Quizá por eso tardó en entender lo que de verdad pasaba.

Aunque no era algo que una mente científica como la suya estuviera dispuesta a reconocer.

Hacía mucho que no vivía un sueño lúcido, desde la adolescencia o algo así.

Entonces, siempre que sucedía, se apresuraba a saltar por la ventana de la cocina para volar lejos, tanto como le era posible.

Igual porque ya había llegado lejos, en aquella ocasión se desplazó sin prisa por el piso vacío, pero igualmente acabó en la cocina. La costumbre, o que aquella habitación luminosa era el corazón de la casa.

La vieja ventana había sido sustituida, ya no chocaban los gorriones contra los cristales batientes, habían puesto otros de corredera. Al final, sus protestas habían sido escuchadas. También habían cambiado la persiana de tablillas verdes que se enrollaban, por otra moderna; sin cuerda para descolgarse y volar, tomando el timón de sus sueños.

Pero…

¿Qué clase de truco mental estaba viviendo?

¿Por qué no estaba el piso tal y como recordaba?

¿Cómo podía estar ante cosas que no sabía cómo eran?

Echó otro vistazo, encontró más diferencias: el suelo y el alicatado eran otros, el calentador de agua también era nuevo, el microondas,… donde quiera que mirara había enseres desconocidos y los que reconocía aparecían marcados por el uso. En el salón, donde antes había una televisión de tubo catódico ocupando todo el mueble, ahora una pantalla plana dejaba un hueco enorme.

Sintió frío y vértigo, el miedo empezó a vibrar en su mente, aturdiéndola.

Fue directa a su cuarto temiendo lo peor.

Se lo encontró tomado por la tabla de la plancha y un gran cesto de ropa. Sobre su cama se amontonaban los juguetes y la mesita de noche tenía una columna de cuentos infantiles entre los que localizó algunos de los que ella misma había ido buscando y mandando.

Tuvo que salir al pasillo; se puso a barajar posibilidades angustiosas, cada cual peor, se sintió morir de angustia.

Pero no pudo parar.

Por puro morbo se acercó a la foto que tenía más cerca, era de ella cuando recogió el doctorado, aunque no recordara bien cuando se la hicieron, estaba claro por la indumentaria azul. Desde luego nunca la había visto en papel.

Aquello se estaba convirtiendo en una pesadilla: continuó.

En la siguiente foto aparecía su madre, envejecida pero feliz, sosteniendo con las dos nietas abrazadas a ella. Reconoció el aire de familia en las sonrisas radiantes.

Quiso despertar.

Cerró fuerte los ojos con el deseo infantil de que al abrirlos volvería a ese confín del mundo que ya no le parecía tan peligroso ni duro.

Así permaneció, sin querer abrir los ojos, sintiendo que seguiría en aquel pasillo, aquella casa vulgar y extraña, atrapada, paralizada por un terror incomprensible.

Haciendo un esfuerzo, intentó razonar consigo misma: habían acampado junto a la laguna seca, en contra de su recomendación, tras una jornada larguísima. Estaba molida, echaba de menos las comodidades, se sentía algo culpable y al mismo tiempo celosa o preocupada —¿Decepcionada?— porque la vida de su familia había continuado sin ella. Incluso puede que fuera mejor.

Ese era el sentido del sueño.

Con este mantra fue recuperando el temple, se estaba empezando a sentir ridícula, incluso tonta por desperdiciar un sueño lúcido, por haberse dejado llevar, cuando un aullido lastimoso llegó hasta ella, atravesando el espacio.

Cuando más aullidos se sumaron al primero, apretó más aun los ojos, también sus manos figuradas contra sus orejas supuestas.

Tenía que sobreponerse, aquello solo era una señal de donde estaba dormida, eran perros salvajes o incluso lobos de Gansu:

«Canis Lupus Filchneri, Canis Lupus Filchneri, Canis Lupus Filchneri»

Repetía el nombre científico intentando exorcizar la idea que desde su memoria de geóloga se abría paso:

Estaba muerta, no debía quedar ahí nadie con vida


2. Antes de nada

«Por sus defectos los recordareis» sentenció Marisa para sí.

Y no se dio cuenta de que la ciudad tras la ventana había prendido en un amanecer increíble.

Tampoco se percató, mucho menos, del otro milagro; el que acababa de ocurrir en la muchacha en la cama; sondada y entubada. Claro que fue algo que ni los sensores llegaron a señalar, la tecnología no da para tanto.

Observaba, ensimismada, la tira de la persiana, pensando lo poco higiénico que era para un hospital, lo vulgar de la trama y lo fuera de lugar que estaba aquel sistema. Ahí todo se presentaba liso y funcional; «soluciones de diseño».

No por nada era la clínica más cara.

Pero ella llevaba suficiente tiempo ahí como para haber encontrado grietas en la fachada de perfección: elementos mal instalados, materiales de menos calidad, los primeros signos de un mal mantenimiento…, insignificancias para quien iba de visita o tenía un ojo menos entrenado que el suyo.

No es que fuera a quejarse, estaba dentro de lo tolerable fuera de su casa. Incluso, volviendo a la idea inicial, le daba personalidad, carácter, marcaba la diferencia, indicando lo vivido.

Igual todo funcionaba así; de cara a los demás son los defectos los que nos distinguen.

Con ese pensamiento no pudo sino buscar su reflejo en el cristal de la ventana. Debía de tener un aspecto horrible. Inconscientemente sus manos alisaron el cabello y acercó el rostro hasta notar el frescor que transmitía la ventana.

Solo entonces se dio cuenta de que ya era de día, abrió un poco para que ventilara y escuchar el sonido de los pájaros, que entró a raudales.

Como cada mañana, hizo una foto con el móvil y fue a arropar un poco más a su hija para que no cogiera frío.

Cuando llegaron las auxiliares se levantó al baño con su neceser, luego bajó a desayunar.

Aquel no era, desde luego, el tipo de cafetería a la que ella iría por gusto; demasiado plástico.

Parecía diseñada para permanecer ahí el mínimo tiempo posible, sin permitirte olvidar que aquello eran los bajos de una clínica; las sillas, duras y angulosas, pesaban tanto que arañaban el linóleo al ser movidas, con el consiguiente chirrido. Las mesas, al contrario, eran tan livianas y estaban tan desequilibradas que había que calzar una pata si querías tomarte el café sin incidentes.

Además, era un local ruidoso; cuando el camarero encendía la trituradora de café o el calentador de leche estar cerca de la barra era una tortura para los oídos. Y para colmo, al no tener servicio de mesas, te obligaban a pedir y a llevarte lo pagado, sorteando a la clientela por el camino.

A Marisa le gustaban otro tipo de establecimientos, esos donde el ambiente y el trato te hacen sentir bienvenida. Echaba de menos El Café Caro, con sus suelos de madera, los asientos acolchados, la historia y saborear algo bueno en porcelana de calidad.

¡Echaba de menos tantas cosas!

Respiró dándose tiempo a detener esos pensamientos egoístas y los que les sucedían siempre: la culpa.

Además, tenía que reconocer que hoy ocupaba la mejor mesa, desde donde se veía el jardín. La luz de la mañana entraba tibia y podía observar la llegada de los médicos a su turno. Como el doctor Naranjo, que en ese momento pasaba dirigente hacia la entrada de personal y le dedicó una sonrisa de reconocimiento al encontrar su mirada.

Sin darse cuenta ya casi había acabado, le quedaba el último sorbo de café, así que buscó la foto diaria para subirla, «otro precioso amanecer, demos gracias», pero se había equivocado: al tomarla tenía activada la cámara frontal; se había hecho un selfie sin querer, la muy tonta.

Aquello tenía su gracia.

La imagen, ampliada a pellizcos de pantalla, no mentía: ciertamente tenía un aspecto horrible y la habitación era cutre para lo que pagaban.

Además la cama de su hija debería estar más cerca de la ventana y no ahí al fondo, luchando por la vida tanto tiempo… con los ojos abiertos.


3. Cosas que pasan

¿La enfermera lo había mirado con ganas?

A Shagui, últimamente, le costaba distinguir lo que pasaba de lo que quisiera que pasase.

Igual eso era lo que le había pasado a su madre. Pero estaba la foto.

Cuando el culo uniformado de la enfermera salió por la puerta se le aflojó la pose; la música que no oía en los cascos, la tarea que no miraba en los libros, el boli que intentaba no morder y con el que golpeaba un tambor invisible.

El desafío, la indolencia.

Por enésima vez, ahora sin disimulo, escrutó la cara de su hermana. Ningún cambio en apariencia. Para otro serían los mismos rasgos, más delgados.

Para él nada que ver con el despliegue incansable de gestos y manos, dictando. Consiguiendo que se hiciera su santa voluntad, como una corriente odiosa que se sabe invencible.

Ahí estaba: la bella durmiente perfecta, si no fuera por el tajo en la sien. Por ahí era más bien la novia de Frankenstein; había que procurar que el cabello no afectara a la cicatrización y lo mantenían casi al cero, dejando a la vista unos buenos treinta centímetros de piel surcados por un cordón de cicatriz rosado, donde había impactado contra el lavabo.

Tenía, por tanto, un enorme trasquilón en el peinado, pero segurísimo que hasta a eso sabría darle la vuelta cuando despertara.

Si despertaba.

Había ido asumiendo que eso no iba a pasar, hasta hacía un rato. Ahora la posibilidad volvía a estar ahí.

El miedo.

Se miró la palma de la mano, el arma del crimen, sintiendo como otra mano, invisible, le estrujaba las entrañas. No por conocida la sensación era menos angustiosa.

Una vez más la escena pasó por delante de su mente sin poderlo evitar.

Solo la última parte: los insultos, ella empujándole, su bofetada, la sensación de triunfo hasta que oyó el golpe, la sangre, el olor, la parálisis, conseguir gritar llamando a su madre, las lágrimas en su cara y la orina en el pijama al darse cuenta de lo que se le venía encima.

El resto no tenía claro si lo había visto o se lo habían contado.

Los de la ambulancia lo habían sacado a tirones del baño donde seguía clavado. Incluso habían tenido que atenderlo a él. Le habían pinchado algo después de mover una luz frente a sus ojos.

Los policías, directamente, le preguntaron si se había encontrado así a su hermana al ir al baño.

Él se había limitado a asentir, ni siquiera había tenido que inventarse nada. Luego tuvo que repetirlo mil veces, casi empezaba a ser verdad.

Si fuera una serie policíaca alguien se habría extrañado de que estuviera ahí, en vez de en su propio baño. Habrían sospechado por las marcas en el suelo, las salpicaduras de la sangre y otras señales.

No iría a la cárcel, el máximo que podían ponerle eran cinco años en un centro de menores, lo había mirado en Internet. Pero tendría que sufrir la reacción de su madre y sobre todo la de su padre.

Cada vez que llegaba a ese punto odiaba un poco más a su hermana. Lo típico: ella se iba de zorreo y él pagaba las consecuencias. Siempre igual, a nadie le importaba.

A estas alturas, de estar en una serie policíaca, ya habría confesado, lo que por un lado era una mierda, pero por otro habría dejado de serlo.

En cambio, lo que había pasado mientras estaba en shock era que los policías que acudieron, visto lo visto, consideraron que ya había suficiente desgracia en esa casa y que ni ellos ni el juez necesitaban complicarse (más) la vida con ese nivel de pijos.

Le habían hecho el favor de su vida sin él saberlo (una palmada en la espalda le dio el inspector al irse) y una putada máxima sin querer.

La tortura no tenía fin: cada día Ramona se recuperaba un poco y a la vez era más difícil que se despertara.

Mientras, él vivía temiendo cualquier posibilidad. Fantaseando: unas veces con la muerte de su hermana y otras con la suya propia. Cualquier cambio era un alivio. Siempre todo se cerraba con pompa y dignidad. En eso su madre era una experta.

Luego estaba la versión optimista, en la que su hermana despertaba sin recordar nada. Esa versión era la que le daba esperanzas y conseguía que siguiera comportándose como un cobarde.

Le encantaba recrearse en esa versión yendo más allá: imaginando una vida en la que sus padres veían en la vuelta de Ramona, (una versión dulce y dócil de ella), la oportunidad de volver a ser la familia que solo eran para las fotos.

Sospechaba que aquella nueva versión estaba influenciada por unas pastillas que el psiquiatra le había recetado hacía un par de semanas. El buen señor, mirándolo fijamente a los ojos le dijo: «Tú no tienes la culpa» y a él le había dado la risa.

Estupefacto, el doctor expidió la receta.

Ahora se planteaba incluso una versión mejor: en la que sus padres le reconocían el mérito por haber salvado la vida de su hermana mayor. Su padre lo felicitaba y lo abrazaba.

Su padre, justo en ese momento, era una figura inmensa en la puerta. No hizo falta que dijera nada, bastó con un gesto rápido de cabeza. Sagunto recogió sus libros y salió tras de él.

Nunca caminaba a la par de su padre.

Cuestión de zancada.

Y todo parecía indicar que aquello no iba a cambiar. Desgraciadamente era bajito como su madre. Ramona, una vez más, se había quedado con los genes buenos.

Cuando llegaron al coche Sagunto senior le pasó las llaves. Ese era el mejor momento del día; subido al 4X4, tras los cristales tintados.

Ya apenas necesitaba indicaciones, su padre podía seguir hablando con clientes por teléfono (confiaba en él).

—¿A casa? —preguntó esperanzado

—No.

«Bien».

—Ha sido una semana muy larga, nos merecemos algo. Hemos quedado con Juanpe y su hijo. Hoy haces de chófer.

Sagunto junior, o Shagui, como le llamaban sus amigos, ufano, ajustó el asiento, programó el GPS y orientó los retrovisores.

Mirando por el de en medio vio en el asiento trasero, una pluma gris y blanca enganchada. Sin querer también encontró un cabello largo y rubio en el reposa-cabezas del copiloto.

Todo el cubículo estaba impregnado por un perfume metálico, dulzón, parecido a la sangre.

Contuvo la arcada nada más aparecer, apenas se notó. No quería estropearlo.

—Mañana llevamos el coche a que lo limpien —se limitó a decir.

El padre asintió sin soltar el teléfono, últimamente el chico se había endurecido, casi parecía hijo suyo.


SINOPSIS

A Moni la muerte le pilla un poco fuera de lugar; su consciencia está de visita en el hogar familiar, a miles de kilómetros, cuando ella y toda la expedición mueren accidentalmente.

Como consecuencia se queda aislada en ese estado.

Va probando, busca una salida a su situación y al final no le queda más remedio que incorporarse al mundo como Ramona, una muchacha que se ha ido a consecuencia de un altercado familiar.

Otro cualquiera se habría conformado con esa nueva oportunidad, incluso se hubiera alegrado por ir a parar al cuerpo de un cuerpo joven, en un entorno privilegiado.

Pero Moni no va renunciar a su forma de ser, ni a su estatus profesional de prestigio. Pondrá todo de su parte para reconquistar una vida que valga la pena; no tiene miedo al esfuerzo, ni reparo en romper lazos.

Además, va a ir descubriendo ciertas ventajas especiales de sus circunstancias que la hacen sentir libre y poderosa. Por desgracia, también la hacen más vulnerable de lo que pudiera pensar: tendrá que recurrir a quien más desprecia para defender su esencia, su integridad y la nueva vida que trata de labrarse.

Va a ser una lucha intensa contra elementos tanto previsibles como inesperados que sacaran lo mejor y lo peor de todos, no solo de Moni… Y luego está Ramona.

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