El Pan de los mendigos

El Pan de los mendigos

Roman López

02/08/2023

Las heladas ráfagas de los andes, bajaban y se aglomeraban por entre los blancos solares, por entre los huertos yermos y abandonados, por entre las derruidas casonas, y por entre la vieja estación de trenes, congelando y entumeciendo cada madero, cada hierro, cada tornillo y clavo, y cada carne hasta el dolor tortuoso.

Y entre todos ellos, la flaca figura del muchacho, descalzo, tembloroso, harapiento y hambreado, el que con sus brazos recogidos intentaba abrigar, con sus huesudos extremos, su aún más huesudo torso. Con su mirada fija, buscaba hasta donde podía avistar, la secante ranura de hierro, extendida hasta el horizonte lejano, y por sobre la que esperaba, hace dos días que aguardaba, la llegada del expreso santafecino, dos días de suplicio y ayuno.

Ese tren, esa maquinaria endiablada, entendía era su última esperanza de sustento, pues en esos mismos dos días, nada había pasado por su gañote, nada que no fuera el hielo frio, la escarcha que yacía por todo el suelo derredor, con la que combatía la sed, más destrozaba sus entrañas como unos zarpazos.

De tanto mirar y desear verle, agudizada su vista por el agobio, vio por fin la humareda de su amparo, la locomotora exhalante y vaporosa, chillante y atronadora, que pronto se detuvo estridente, junto a su demacrada humanidad.

Vio bajar a los mineros, a capataces y cuadrillas, a hombres abrigados con pieles, a mujeres y esposos, y a otros tantos encopetados, fríos y desdeñosos, hasta que por fin avistó bajar del tren a sus esperanzas, aquello que discurrió sería su última fuente y sostenimiento.

Era una señorona, alta y corpulenta, colorada y encarnada hasta el bermellón, de ojos celestes y vivos, de trenzas blondas y azotadoras, de faldones amplios y prominentes, pero lo más importante, cargada de paquetes, bolsas y canastos sin número, los que apenas podía estibar, en el brazo derecho uno, en el izquierdo otro, caído uno, y resbalado el otro, y a aquella se fue a arrimar, el niño sin pedir permiso, tomando todo lo que podía abarcar, rescatándola de su padecimiento.

Lo avistó en alivio la señorona, y le pareció más de espanto que nunca, pero se conformó con su ayuda, pues entendió que no podría sin él, llegar hasta las tiendas que surtía. Guantes de cuero zurcido, calzas de lana de oveja, chombas abrigadoras, y fajones para el frío, es lo que repartió la señorona, y otros tantos artículos más, siempre con su cargador al lado, molido pero esperanzado.

Pero la mala fortuna nunca viene sola, pues todos los compradores recibieron al crédito, y es que en el pueblo no había circulante, no hasta que se hicieran de las ventas, a las empresas mineras principales, y la señorona no se hizo de peso alguno, como para resarcir a su ayudante. Quiso pagarle con mercaderías, pero el niño solo se señalaba el estómago, y después de un día de trabajo, desfallecía y se sentía morir, sin recompensa alguna.

Se compadeció de él la señorona, y lo vistió y abrigó como pudo, pero el niño solo quería algo para la molleja, entendiendo esto claramente la vendedora, pues ella tampoco tenía pesos para atenderse, siquiera para algún mísero alojamiento. Entonces tomó al niño y se lo llevó, bajo una parriza muerta, justo en la esquina de una empalizada, donde cierto abrigo pudo hallar. Arrimó algunos leños y los prendió, tomó una pequeña sartén que guardaba, y de uno de sus canastos rescató, una diminuta botella de aceite de oliva, que algunas gotas aún mantenía, y con estas surtió como pudo la paila que se calentaba al fuego, haciendo pensar al niño que aquello no se podía comer, pero entonces ocurrió lo impensado, sorprendente e inesperado.

De entre otra de sus tantas bolsas, extrajo la rubia señora, un regordete y redondo, criollo, granoso y sencillo, pan de trigo y centeno, el que ella misma amasó. Hace tres días con sus noches,
 había salido del horno, preparado por la señora, con lo que pudo encontrar. Con cuchillo la señorona, a lo largo el pan abrió, y ambos pedazos extendió, por sobre el aceite escaso, que fragante el pan doró, en caliente aderezo, quitándole todo lo añejo, y dejándolo como festín.

Y por fin estuvo lista, la atesorada y única vianda, y con oración bien merecida, cristiana agradeció la señora, que entregó la hogaza en fritura, al niño que desmayaba. Dio por fin este un bocado, salvador enorme y celestial, que le alzó a fantasía prohibida, a ensoñación culinaria, perdiendo atención y vista, como cordero en sacrificio.

Se le presentaron en visión, los campos dorados de trigo, los prados de maltosa cebada, y los parrales prendidos.

Sintió en caricia los vientos, que ondulan los sembradíos, sintió la humedad plateada, de la lluvia cimentadora, sintió la brillante embestida, del sol preñando la tierra, sintió hasta el último grano, migaja, brizna y molienda, desapareciendo en su boca, saboreado y relamido, masticado y engullido, el pan y sus milagros, el pan de los mendigos.

Fin.

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