Saqué la cabeza por la ventanilla del coche y un soplo de aire frío me hizo cosquillas en la nariz. Recuerdo que pensé que me iban a regañar, mientras me quedaba embobado contemplando el manto de estrellas diseminado por el cielo nocturno. Por un momento me olvidé del hambre, las peleas y los llantos que arrastraba desde la capital y me concentré en dejar que aquellas lucecitas se reflejaran en mis pupilas, mientras el motor del auto rugía, haciéndolo trepar por una trocha empinada de curvas y socavones. ¿Qué hacíamos allí? No quise preguntar. Así que me dejé llevar por la soledad y el silencio de aquellos parajes, en un viaje que se me antojaba eterno, «senza fine», como solía tararearme mi madre.
No fui consciente de haber llegado a nuestro destino hasta que observé las llaves de contacto en manos de mi padre, mientras me ordenaba salir del vehículo. «¡Qué frío!», pensé. «¿Adónde vamos?», quise saber. «No preguntes y tira p’alante», me ordenó él, dirigiéndose hacia una vieja edificación de piedra vista. El silencio pesaba como una losa en el ambiente, roto por el parsimonioso ulular de un búho. «Hay que subir», me indicó, asiendo la barandilla de hierro forjado de las escaleras exteriores del edificio. No se molestó en llamar. Simplemente, empujó la puerta y esta se abrió. Un aroma a horno de leña, a tea ardiendo, a pan horneado y a ceniza me inundó la pituitaria y me llenó de calor los huesos, encendiendo mis mejillas. «Así que al fin has venido», se escuchó desde el fondo de la estancia. Me agarré a la pierna de mi padre por detrás, muerto de vergüenza, mientras divisaba a una anciana menuda, con el pelo recogido en un moño blanco, como las paredes encaladas de aquel horno. Ella se giró con una mirada inquisitiva sosteniendo una pala de madera con dos panes. Mis tripas rugieron.
—¿Es este el niño? —dijo, señalándome.
—¿Quién es esta señora? —me atreví a preguntar.
—Ella es la yaya. La mejor panadera del mundo —me respondió una vocecita dulce y acaramelada, desde un rincón de la habitación, mientras me tendía la mano con un panecillo.
—Así que la italiana se cansó de ti… —murmuró la anciana, depositando el par de panes encima de una repisa de madera en una pared contigua al horno—. No dirás que no te lo advertí.
Levanté la vista y vi a mi padre asentir. Sin embargo, el centro de mi atención era aquella niñita de pelo negro y acaracolado y el ofrecimiento de aquel manjar recién horneado.
—¿A qué viniste? ¿¡No irás a endosarme al mocoso!? —exclamó, molesta.
—Se llama Gino —respondió él, cortante—. Necesito que te lo quedes unos días hasta que resuelva unos asuntos en la capital. A fin de cuentas, eres su abuela.
—¡Ni yo soy su abuela, ni tú eres su padre! —protestó, negando—. Pero ¿¡cómo puedes ser tan calzonazos!? Se embaraza de otro hombre y te carga con el muerto. Además, ya tengo bastante con la hija de la Dolores. Quién crees que se está haciendo cargo de ella desde que su madre murió, ¿eh? ¿Su tía? Esa se la pasa haciendo su vida en la capital y a su sobrina, que la zurzan.
Podía oírlos discutir, sin entender lo que decían. Yo solo tenía ojos para aquel pan, así que alargué los brazos, en pos de mi objetivo.
—¡Abrazo por panecillo! —exclamó la pequeña, escondiendo los brazos detrás de la espalda, al tiempo que yo daba un traspiés.
—Oye, ¡eres una tramposa! ¡Eso no se hace! —protesté.
—¡Qué gracioso eres! —se rio ella—. Eso me lo hace siempre la yaya. Dice que los abrazos son gratis.
—¡Ah!, ¿sí? —la reté yo—. Pues ya verás cuando la yaya me enseñe a hacer pan… Entonces serás tú la que me tendrá que pagar a mí.
Y así nos hicimos amigos. Mi preciosa Palmira y yo, correteando por aquella aldea olvidada de la mano de Dios y abandonada por el hombre. Allí pasé los mejores años de mi tardía infancia y temprana adolescencia, con los ocho vecinos que quedaban como mi única familia, incluyendo una maestra extranjera de escuela que nos impartía clases de matemáticas, lengua e historia en la escuela de la planta superior que se ubicaba encima del horno.
Palmira y yo nos convertimos en alumnos aventajados en el arte de hacer pan, en manos de nuestra yaya. Esa a la que queríamos como a nuestra propia abuela. Esa que nos acabó entregando su afecto, sin pretenderlo. Una vez a la semana, nos echábamos al monte a recoger leña. El horno se abría al amanecer. Cuando se consumía la leña, recogíamos el rescoldo hacia un lado, barríamos el piso del horno y cerrábamos la tapa, para que se calentara bien. Después se barría de nuevo y comenzábamos a hornear el pan. Colocábamos la masa en un capazo, envuelta en el mandil y la masera. Una vez había subido la masa se le daba la mano en la artesa, se cogían pastones, se amasaban y se iban colocando de nuevo en el capazo. En los bancos del horno troceábamos la masa y dábamos forma a los panes, dejándolos subir otro poco, en espera de meterlos al horno. Yo siempre acababa metiéndome con Palmira por no recogerse aquel pelo rebelde, lleno de pelotitas de harina, que se le enredaban en los rizos. Ella se reía y se los arrancaba, lanzándomelos, mientras escuchábamos los regaños de la abuela.
Entre aquellos parajes sembrados de almendros y de manzanos, de albercas y de establos, alguna vez me llegó a asaltar cierta sensación de abandono, similar al vacío que experimenté durante el tiempo en el que aún creía que mis padres vendrían a por mí, en aquellos primeros días de llanto interminable y de noches sin dormir en la aldea. Pero no. No volví a saber de ellos. Entonces me preguntaba por qué mi madre nunca me quiso y mi falso padre me abandonó. Aquel sentimiento nunca fue tan intenso como el día en el que murió la yaya. Recuerdo bien aquella madrugada, porque llovía con fuerza. Palmira y yo nos la encontramos tirada en el piso del horno, al lado de una hogaza de pan. Salí a toda prisa, como un loco, tropezándome por los escalones, mientras pedía ayuda. Derrotado, me derrumbé a los pies de la escalera, ahogando un grito entre mis propios hipidos. Al momento llegó ella. «Estás empapado», me dijo, llorando. Me di la vuelta y la abracé. «Tú no me dejarás, ¿verdad que no, Palmira? Quédate. Quédate a mi lado».
«Senza fine». Del italiano: Sin fin.
«Senza fine», es también el título de un tema compuesto e interpretado por Gino Paoli en 1961
OPINIONES Y COMENTARIOS