La ciudad de Loandín dormía tranquila. Nadie intuyó que su imperturbable rutina se rompería aquella mañana porque, de hecho, en la serena ciudad del valle nunca hubo cambios inesperados. Ni siquiera en las guerras, tampoco en las épocas de escasez. En Loandín todo era tal y como siempre fue.
La llegada de la universidad, ciertamente, causó cierto desajuste en las costumbres de la modesta provincia. El desarreglo, sin embargo, fue temporal. Enseguida cada quien encontró su lugar y los días volvieron a una ordenada sucesión, que no daba lugar a sobresaltos. Bueno, no todos se ajustaron de nuevo a la normalidad. La llegada de los universitarios de ideas progresistas, ajenos a la sosegada inercia de Loandín, aturdieron a Teresita, la hija del dueño del colmado, la novia de Román. Un día se marchó y no se supo más de ella. En cualquier caso, de aquello hacía más de diez años ya.
Román abrió los ojos unos minutos antes de que el despertador anunciara las cuatro y media. Como cada madrugada, desde que cumplió los 16 años, apagó el aparato y salió de la cama, donde las sábanas permanecían estiradas, testigos imperturbables de un sueño sin agitaciones, como su propia vida.
Se vistió y preparó el café en una sucesión de gestos sencillos y precisos, siguiendo la misma rutina que repetía seis días por semana desde hacía veinte años. Cada madrugada, excepto los domingos y quince días en el mes de agosto, tomaba exactamente el mismo camino, a la misma hora, para ir desde su casa hasta el obrador. Por el camino saludaba a Manuel, quien a aquellas horas se afanaba ya en dejar las calles impolutas para un día más de carreras hacia el colegio, la universidad o el trabajo.
Román llevaba solo y con orgullo el peso de una panadería con historia, la de su propia familia. Su abuelo primero y, después de este, su padre, atesoraron antes que él la receta del mejor pan de Loandín. La textura, la consistencia y el aroma de aquellas hogazas artesanas atraían sin remedio a los ciudadanos de la pequeña provincia escondida entre las montañas.
Sin embargo, no solo los habitantes de Loandín buscaban el sabor de aquel pan único, también los visitantes, que llegaban cada tanto a la ciudad, aguardaban pacientemente su turno para llevarse una pieza. A estos, se sumaron pronto los comerciantes de provincias cada vez más lejanas, que Román nunca había visitado. Cada uno le ofrecía al panadero sumas mayores al anterior a cambio de vender su famoso pan fuera de Loandín.
Román les sonreía a todos, tendiendo por encima del mostrador una hogaza, mientras rechazaba invariablemente una tras otra todas las propuestas. Sentía un gran orgullo por el reconocimiento, pero aceptar suponía contratar aprendices, mecanizar parte del proceso y, aunque hubo tiempos en los que el negocio era más rentable, siempre se decía a sí mismo que llegarían tiempos mejores.
Tal como la propia Loandín, la vieja tahona no había cambiado, ni con la escasez de grano, ni tan siquiera cuando el padre de Román falleció repentinamente, o cuando Teresita le amenazó con marcharse si no aceptaba alguna de aquellas propuestas. Para ella representaban el brillo de una vida más cómoda, fuera de las rutinas férreas que Román se autoimponía. Soñaba con poner algo de aventura en sus vidas, pero al final, ella cumplió y se marchó. Román, en cambio, siguió levantándose a las cuatro y media cada la mañana, preguntándose por qué alguien desearía vivir deliberadamente en la incertidumbre de lo desconocido.
La gente se arremolinaba nerviosa en la puerta de la panadería. Eran más de las ocho y no había rastro del bueno de Román. Algún despistado, como Juan, el bohemio pintor, que vivía inmerso en su mundo de colores y siempre andaba con los horarios del revés, pudo pensar que era domingo o un día de la primera quincena de agosto, pero aquella era una mañana de martes del mes de mayo.
-No huele a pan recién hecho. Ni siquiera hay luz en el obrador -, dijo una señora nerviosa.
-¿Cómo va a ser? – dijo otro indignado -. ¡No puede dejarnos sin pan!
-¿Le habrá pasado algo? – aventuró preocupada otra mujer.
-Roman no abandonó la panadería ni el día que su padre se murió, ni tampoco cuando Teresita se marchó, dejándolo solo – respondió alguien más.
Ninguno sospechaba que, desde aquella, tendrían que pasar muchas mañanas más para que regresara el inconfundible aroma del pan de Román a la vieja panadería de Loandín.
No supieron qué había pasado con él. La policía buscó pistas durante un tiempo, revisaron su casa y registraron la panadería, pero no había nada fuera de lugar. Román se había desvanecido.
Los días pasaron y con ellos, las semanas y los meses, hasta que Loandín regresó a su inercia, como ya sucediera tras la apertura de la universidad.
Esa noche, Román saludó a Manuel en la calle larga, así llamaban en Loandín a la Avenida de la Libertad y, como de costumbre, giró en la Callejuela de la Renovación. Estaba a unos pasos del obrador cuando escuchó una voz que le trajo recuerdos del pasado.
-¿Quieres quedarte solo como Román? Porque yo me voy de aquí. Nunca pasa nada y ya estoy cansada.
-Espera, Rosa. ¿Dónde vas a ir?
-¡A cualquier lugar! No sé qué pasa con los hombres de Loandín, estáis consumidos por la inercia. Parece que os hayáis quedado sin alma.
-Pero Rosa, ¡no te entiendo!
Román estaba paralizado en la callejuela, escuchando como las voces se alejaban. Hasta que, de repente, como si algo naciera de sus entrañas, arrancó a correr en dirección contraria a la panadería. Avanzó por el camino que salía del pueblo, hasta adentrarse en la montaña. Al principio, cuando se supo lejos de lo conocido, sintió miedo, pero entonces miró hacia arriba y observó las estrellas. Apartado de la luminaria de la ciudad, lucían con una fuerza inexplicable. Así, decidió seguir adelante.
El camino llevó a Román por ciudades, en las que los edificios se elevaban casi tan altos como las estrellas, también atravesó regiones donde abundaba la vegetación, pasó por desiertos y se sumergió en pueblos remotos, cuyos idiomas no entendía. Siempre, invariablemente, buscaba el mercado. Allí encontraba el único alimento común en todos los lugares que visitó, el pan. Probó más de mil panes de todo tipo en su periplo. Aunque ninguno era como aquella receta que heredó de su padre, muchos tenían un sabor incluso más exquisito.
Transcurrieron muchos años hasta que Román se cansó de vagar por lugares desconocidos. Sin embargo, un día, se sintió viejo y deseoso de regresar a Loandín. Al llegar, nadie le reconoció, cambiado por los años y las experiencias como estaba. Pasó por la panadería y se percató del aroma, parecido, pero no como el que guardaba en su memoria.
– No termino de dar con la clave de la receta que usaba el antiguo panadero, pero no está mal -, confesó orgulloso el joven panadero ante los halagos del desconocido extranjero.
– Toma, prueba con esta vieja receta -, Román alargó entonces la hoja que había guardado toda su vida y pasó el conocimiento a una nueva generación.
A la mañana siguiente regresó a Loandín el inconfundible aroma del pan de Román.
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