La mujer que amasa el pan

La mujer que amasa el pan

Acostado en la cama, empiezo a escuchar el caminar de los zanates en el techo de barro. Trato de contener la ira de no lanzar nada al techo para mostrarles mi inconformidad por despertarme tan temprano. Tampoco me interesa abrir los ojos y mucho menos mover un brazo para alcanzar una almohada y lanzarla hasta chocar con el tejado y asustar a mis madrugadores amigos emplumados. No me interesa hacerlo, porque sus pequeñas y frágiles patitas son la alarma que necesito para recordar que el pan se amasa desde muy temprano y que, tan pronto como los zanates dejan el tejado, la mujer que amasa el pan también comienza a caminar por la casa. Prepara el desayuno antes de irse, se peina, se viste con ese delantal de cuadros celestes y toma un café con el pan que cuidadosamente guarda en la panadera desde la semana pasada, y que se mantiene suave como las manos de su creadora.

Son las seis de la mañana, el sol del verano me da en la cara y no me levanto hasta que mis ojos deciden hacerlo. Es jueves y como ya es costumbre, cada semana es día de hacer el pan. No se amasa ni se hornea en mi casa. Sería feliz si despertara con ese olor a harina recién horneada. Pero en la tarde, al caer la noche, toda la calle se llena de felicidad y no es solo por las lluvias y ese olor a tierra mojada que alegra las plantas, es por el olor a pan recién salido del horno de Isabel. La mujer que amasa el pan, la misma que talla con sus manos esas figuras asimétricas tan características del pan, vive en mi casa y desde muy temprano ya dejó listo el desayuno. Se levanta antes de que los zanates me despierten. Esa mujer tiene el don de hacerme feliz.

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